La noción de antemural, desde su raíz latina y militar, alude a una fortaleza, roca, bastión o sitio que cumple funciones defensivas. Desde la caída de Constantinopla, varias ciudades del Medio Oriente o de Europa del Este fueron definidas como antemurales de la cristiandad. En los últimos siglos, esas fronteras fueron adoptando una connotación más amplia que la religiosa, al agregar a la distinción entre Occidente y Oriente otros conceptos como el liberalismo y el absolutismo, la democracia y el totalitarismo.
Cuba y, específicamente, La Habana comenzaron a ser definidas como antemurales desde los siglos XVII y XVIII. El regidor y alcalde habanero José Martín Félix de Arrate imprimió la idea en el subtítulo de su conocida obra Llave del Nuevo Mundo, que dejó escrita en 1765, atribuyendo a la ciudad una condición de última frontera de las Indias Occidentales. Última frontera o primer baluarte, no frente a algún enemigo del Oriente sino frente a las potencias atlánticas (Gran Bretaña, Francia y luego Estados Unidos) que empezaron a disputar la hegemonía americana de la monarquía católica española.
Cuba fue antemural durante todas las guerras que enfrentó el imperio borbónico entre 1756 y 1825: la de los Siete Años, la de independencia de Estados Unidos, las de la Revolución francesa y Napoleón, y las de separación de los antiguos virreinatos hispanoamericanos. Después de las independencias de la Hispanoamérica continental, y hasta 1898, Cuba y Puerto Rico quedaron como últimos bastiones del imperio español en el Caribe. La función antemural cambió de sentido en el siglo XIX ya que el mundo que Cuba protegía no era el de las repúblicas americanas sino el de la península monárquica y esclavista.
La correspondencia de José Martí con sus amigos mexicanos —no solo con Manuel Mercado y no solo en su archicitada última e inconclusa carta—, todos porfiristas a la altura de 1894, deja claro que para el líder de la independencia cubana la soberanía insular debía convertirse en una prioridad de las repúblicas latinoamericanas. Su búsqueda de auxilio en México, a veces frustrante, era una manera de compensar el inevitable involucramiento de Estados Unidos en el conflicto entre Cuba y España, que, como se lee en la carta que envió con Máximo Gómez al director del New York Herald, ambos alentaban, siempre y cuando fuera para respetar la soberanía de la república naciente.
En la primera mitad del siglo XX, aquella larga tradición de ciudad sitiada volvió a reinventarse. Cuba, república de soberanía limitada, comenzó a ser vista, desde Estados Unidos, como primera estación hacia el mundo hispanoamericano. En la tradición intelectual latinoamericanista, en cambio, las dos islas, Cuba y Puerto Rico, serían imaginadas como «últimas Tules» de la hispanidad o la latinidad o como posibles valladares frente al panamericanismo. Vasconcelos y Haya, Henríquez Ureña y Reyes, Varona y Ortiz recurrieron a esa expectativa, y Jorge Mañach alcanzó a reformularla y refutarla en su Teoría de la frontera (1961), donde el Caribe hispánico y México eran pensados como zonas de contacto cultural entre las dos Américas.
Tras la Revolución cubana de 1959 y su radicalización socialista se produjo otra variante de la isla antemural. Con la inscripción de Cuba en la órbita soviética, la última frontera se colocó en el eje del conflicto bipolar de la Guerra Fría. Cuba pasó a ser entonces el primer bastión del socialismo real, a unas millas de las costas de Estados Unidos. Eso fue durante 30 años y no siguió siéndolo porque aquellos regímenes colapsaron. Que la voluntad de la dirigencia cubana estaba perfectamente acomodada a esa condición se comprobaría en las tres décadas siguientes, cuando el Gobierno de la isla se empeñó en prolongarla por otros medios.
El rol de roca antemural —Fidel incinerado en una piedra—, de fortaleza sitiada, está reciamente arraigado en la historia global y la cultura política de la isla. Tan es así que, ante la posibilidad, en los últimos años, de reconstituirse de acuerdo con los paradigmas constitucionales e ideológicos de la izquierda latinoamericana y caribeña, las élites del poder cubano han preferido conservar la matriz antidemocrática que heredaron del socialismo real y de los autoritarismos bolivarianos. Esas élites se siguen atribuyendo la posición de último bastión de la dignidad y la justicia, pero son, en los hechos, antemural del despotismo.