Ciclismo aficionado o Quién da más

    Recuerdo los días en que hice mis primeros 100 kilómetros (km) de corrido. Ambas piernas acalambradas, microfibras en las pantorrillas y muslos destruidos.  

    Cuando el cuerpo no quiere, no hay remedio. En los kilómetros finales ya venía sintiendo la amenaza del espasmo. La amenaza es doble porque, por un lado, quedarse varado en las carreteras ecuatorianas significa convertirse en un blanco fácil para la delincuencia y, por el otro, los camiones se nos pegan como garrapatas. A los camioneros les gusta pasar a centímetros de nuestro sacrificio para demostrar quiénes son los dueños de las rutas.

    Para los ciclistas aficionados es un cuento del diario vivir escuchar de accidentes y atropellos. La sensación de que te pase un camión a pocos centímetros es impactante las primeras veces: un sonido ensordecedor que deviene en descomunal bestia que se acerca y te hace tambalear. Ya después, con el tiempo, uno pierde noción de esas cosas.  

    Los pequeños tirones en las pantorrillas venían advirtiendo el fin de la vida útil de ambas piernas. La única opción era pedalear lo más suave posible para alargar esa vida lo mayor posible. Pero todo fue en vano. En el kilómetro 96, a cuatro del final, llegó el primer agarrotamiento. Adiós a seguir pedaleando.

    Pese a terminar con las piernas tullidas, básicamente inservibles, una alegría enfermiza empezaba a alojarse en mí.

    Esto recién empezaba.

    Granitos de arena

    Hasta hace tres años jamás me hubiera imaginado sobre dos ruedas. Como comunicador y periodista, mi vida diaria se reduce a estar sentado en la redacción. Pero la vida te abre puertas cuando te embarcas en cosas que no conoces.

    El ciclismo es un deporte ingrato. Toma mucho tiempo (años) sacar un estado físico decente y, en cuestión de semanas, se puede perder todo. En solo una carrera, meses de preparación se pueden estropear por un simple pinchazo de llanta o un inesperado calambre.

    El entrenamiento es duro, mucha paciencia. Pasar horas pedaleando requiere control mental. En los sprints o minicarreras que se arman entre grupos, el que gana es simplemente el que está dispuesto a sufrir más. El que pedalea hasta donde las piernas dan. El que pedalea hasta vencer ese umbral de dolor en donde todo se comprime en psicología.

    También es un deporte donde la condición de líder se respeta. Quien comanda el pelotón es quien ostenta más condiciones. Si alguien quiere ir al frente, podrá hacerlo por unos minutos sin problema, pero tendrá que planificar su carrera para mantenerse en esa posición hasta el final.

    Si un ciclista «ataca» significa que toma el liderato y se desprende del pelotón. Se dice que la juventud es una condición para atacar sin miedo. Muchos carecen no tanto de las fuerzas sino de la valentía para atacar a los líderes. Otra vez: psicología.  

    El líder en el ciclismo actúa como cualquier líder en el ámbito social. Lleva al rebaño, marca el ritmo, hace múltiples señas directivas. Adentrándose en la disciplina uno aprende también que los líderes van agazapados. Mandan a sus «gregarios», a sus soldados a la parte frontal. Los mandan para que vayan rompiendo el viento mientras ellos van en el «túnel». Ese mecanismo se conoce popularmente como «chupar rueda», y es que hay una condición física que permite a los ciclistas que van detrás de un cuerpo en movimiento evitar que la fuerza del viento caiga sobre ellos y por ende ser más rápidos con un menor desgaste.  

    La rutina

    Doble caramañola, barras, frutos secos; todo en los bolsillos a la espalda. Badana, jersey, chaleco, medias, casco, bomba; armado hasta los dientes. Inflo llantas, enciendo luces traseras, aceito y desengraso la cadena, y salgo con los primeros rayos del día.

    Se vienen cuatro horas de rodada ininterrumpida. Nos encontramos con otros cinco miembros de este club de mártires. La ruta de hoy son 100 km con dos mil metros de ascenso. Habrá cuestas tan empinadas que habrá que dar el último aliento para subirlas, y bajadas donde alcanzaremos los 90 kilómetros por hora (km/h).  

    El sol de Quito pega como en ningún otro lado. Al estar en la mitad del mundo los rayos azotan la ciudad verticalmente. El calor se potencia aún más con el reflejo sobre el asfalto. No hay escapatoria. Horas de horas pedaleando en un horno.   

    Ratas de laboratorio

    Los ciclistas somos una especie singular de deportistas. Mientras los futbolistas o basquetbolistas entrenan por un mejor tiro o una buena asistencia, nosotros tenemos que limitarnos a un mismo lugar si queremos mejorar: el rodillo. Se coloca la bici sobre esta nave que te permite simular las condiciones exteriores con una eficiencia incomparable.

    Los entrenamientos siempre son distintos pero los días pasan como si fueran uno. La tarea es la misma: prender ventilador, deportes de fondo, un buen rock para motivarse, y durante la siguiente hora y pico pedalear sin parar. Por el sonido del rodillo y las llantas mis vecinos deben pensar que paso una aspiradora industrial todos los días. En cierto modo, subirme al rodillo es limpiar toda esa basura que se va acumulando en el cuerpo durante el día.

    Y es que culminar una hora de rodillo trae una recompensa. Un bienestar absoluto. Regocijo y relajación directo a la vena. Uno sabe cuando se siente bien. Después de 60 minutos de forzar esas piernas llega la satisfacción de haber cumplido un día más. Con el tiempo, cada jornada se empieza a valorar como un triunfo. Entrenar cada tanto pierde su peso. Lo que te forja es estar ahí, sea como sea, todos los días.

    El cuerpo finalmente es una máquina que necesita mantenimiento y lubricación. ¿Qué condiciones ambientales nos obligan a movernos con intensidad para mantener la calma? Eso es el ciclismo. Ir hasta los límites del cuerpo para poder seguir manteniendo la paz.

    La matanza semanal

    Luego de entrenar y entrenar llega el momento de demostrar. La ruta de hoy es un poco más larga de lo usual, ir a Latacunga. Una ciudad a 100 km de Quito. Para ir y volver sobre ruedas la distancia total será de 200 km.

    A esto se suma que la sierra ecuatoriana es la superficie más desigual que pueda haber. No existe tramo plano, o subes o bajas. En fin, empezamos un tramo que se prolongará casi siete horas. Los primeros kilómetros se van volando. Pero cometí un error fatal: salí sin alimentos suficientes. En el kilómetro 50 ya empiezo a sentir la fatiga. Deshidratado, subalimentado, empiezan los dolores.

    La sufridera despunta. A esta altura empiezan a caer los primeros soldados. Arman un grupo para regresar antes. Si no regresas ahora tendrás que ir hasta el final. No me importa nada. Me voy hasta la muerte en esta. Y, bueno, dos kilómetros después algo en mí se arrepiente. Pero va: a pedalear que quedan otros 50 km para llegar a Latacunga.

    La autopista rodea el Cotopaxi, volcán activo que erupcionó por última vez en 2015. Son las oportunidades que te brinda la ruta: mirar de cerca este extraordinario volcán que está ahí, reposando en su inmensidad, con su pico de cinco mil 897 metros sobre el nivel del mar. Desde Quito se ve, a lo lejos, cuando está despejado. Pero tenerlo cerquita te produce otra sensación que sabe mezclarse con las pulsaciones a mil que, como si fueran cruces, llevas encima.  

    Llegamos a Latacunga. No damos más. Paramos en la carretera en algunos locales a las afueras de la ciudad. Necesitamos recarga. Somos un pequeño grupo de seis, entre los más de 50 que empezamos en Quito. Muchos volvieron antes, otros se adelantaron, otros tantos aún no llegan.

    Pedimos pizzas y las bajamos con Coca-Cola. A estas alturas necesitamos azúcar y una buena dosis de alimento. Queda el mismo trayecto de regreso. Estiramos las piernas, devoramos la comida, revisamos los teléfonos, pero en el fondo estamos avizorando lo que se viene. No hay escapatoria, hay que volver.

    Luego de unos minutos, bicicleta en dirección opuesta y otra vez al ruedo. El regreso significa ingresar en un estado sublime. El cansancio te va ganando. Y es justo aquí donde recién uno se llega a sentir ciclista en serio. Empieza a pedalear con propiedad. A moverse lo menos posible para guardar energías.

    De aquí en adelante el sufrimiento es constante, no hay un solo metro en que no quieras parar, subirte a una camioneta y volver en el quinto sueño. No queda nada, duele todo: nuca, espalda, hombros, brazos, entrepierna, hasta los dedos de los pies.

    Contrario a lo que pueda pensarse, los últimos kilómetros son los peores. Estamos ya a diez mil metros del punto final. No queda nada y queda tanto. Queda todo. Vienen las últimas cuestas. Eternas. Pero ves atrás, todo lo que has recorrido, y pedaleas por inercia.

    Llegamos. Se acabó el padecimiento.

    Otra raya más al tigre.

    Confianza diezmada

    Imagen: Cortesía del autor

    Descenso en una vía de curvas sinuosas. Ripio y tierra desprendida en el asfalto. Un mal cálculo en el ángulo de la curva. Derrapada. Caída. Desde ese momento me tomará meses volver a descender con la misma velocidad que antes.

    Una caída es un cimbronazo a la realidad. Dos semanas con las rodillas inmóviles es poco. Pero la primera caída da una perspectiva de lo expuestos que estamos subidos en dos ruedas. De a poco uno vuelve a los descensos calculando de nuevo el vértigo de agarrar una curva con buen ángulo. Sentirse capaz es determinante para ganar.

    Uno escucha cada historia sobre las caídas. Que unos perros se le cruzaron a uno y este se fracturó clavícula y se abrió la cabeza. Que la caída desde un puente del ciclista profesional Evenepoel a un barranco en Lombardía desembocó en rotura de pelvis. O la caída en un tremendo bache de autopista que termina en rotura de cráneo.

    Es sin duda un deporte que te mantiene despierto. A veces unos kilómetros por hora de más son la razón de la victoria, pero también de tomar riesgos más mortales.

    La carrera

    Como esta enfermedad se impregna más y más me inscribí a un desafío de 170 km en la costa ecuatoriana. Destino: ciudad de Manta. La noche anterior me preparo como para salir a la guerra. Geles, aguas, barras, afino las llantas y mi ropa para las próximas horas.

    Me despierto 4:00 a.m. Una ducha refrescante, cargo munición, y salgo. El punto de salida es a unos 10 km de mi hotel. Consigo que un amigo me lleve en su camioneta al punto de partida. Como su primo y él van adelante, me toca ir en la cajuela del vehículo junto a las naves ciclísticas.

    Voy sentado, al aire libre, debajo de esa iluminación amarilla y tenue que muestra una urbe que da miedo, envuelto por el reflexivo silencio de la madrugada.  

    Llegamos y amanece. En escena más de 300 competidores. Hay cinco corrales donde debemos entrar todos para la partida. Estamos como pollos pegados uno al otro, con los nervios de punta. Saludo y converso con algunos colegas para pasar la involuntaria tembladera del momento previo al inicio.

    De aquí en más lo que sucederá, creas o no, es obra del destino. Habrá algunos choques, caídas, pinchazos, lesiones. También récords, lágrimas y superaciones.

    Se entona el himno nacional a todo volumen por los altoparlantes. Nunca en mi vida canté el himno con tanta emoción como ese día. Creo que ahí entendí la concepción de lo que es un himno. Lo cantamos al unísono como prisioneros listos para ir a la horca, como gladiadores, pero no en el sentido heroico, sino como los que saben que van a morir, pero que morirán peleando. Cantamos como ebrios en una cantina y, al final, se oye un grito estruendoso que contagia fervor.

    Salimos en pelotón; más de 300 ciclistas en bloque. El momentum que se genera es como ir subido en un tren. Ya en los primeros minutos hay dos choques en estilo dominó. Más adelante un ciclista se cae a dos metros de mí. No hay tiempo para asimilarlo. Sigue la carrera.

    Los profesionales y los ciclistas de élite ya nos dejaron atrás. Los mortales competimos por el placer de sufrir. Voy en un grupo de unos 20 ciclistas; debemos mantener ese momentum del bloque para ir más rápido. Pero esto es una jungla. Nadie quiere liderar y encarar el viento de frente. En el ciclismo se va en grupo porque los primeros son quienes absorben toda la fuerza del viento, y quienes van detrás van escudados o «chupando rueda».

    Vamos por la Ruta Spondyllus, una autopista frente al mar que deslumbra un paisaje exquisito. Pero lo que se alcanza a ver es poco, porque al mínimo descuido puede haber una caída.

    Todos van guardando energía. Con otro ciclista intento organizar el bloque para que vayamos haciendo turnos al frente. Pero muchos esperan atrás. Los que pasan al frente duran muy poco tiempo. Así es que cometo un error de novato: empecé a frontear el pelotón por más tiempo del que debía.

    Al regreso, ese exceso de esfuerzo me pasa factura. Los que guardaron energías ahora me dejan relegado. Pierdo el pelotón y los veo cada vez a más y más metros de distancia. La impotencia me ataca; no puede ser que yo haya tirado del pelotón y ahora me dejen como carne viva para las hienas.

    Agarro algo de coraje y los alcanzo. Ahora me toca a mí. No paso al frente ni un segundo y aplico su misma estrategia: chupo rueda todo el tiempo. Competencia pura y dura.

    El ciclismo es, como todos los deportes, un juego que ataca el ego. La diferencia es que, para demostrar quién es el más fuerte aquí, hay que calcular distancias inmensas.

    En el ascenso final pierdo otra vez al pelotón. No me dan las piernas. Tan sencillo como eso. Casi 30 grados; ya me acabé toda el agua y la comida. No hay una sola ráfaga de viento.

    Encuentro a otros dos ciclistas y volvemos a generar ese momentum, menos eficiente entre tres pero que genera velocidad. Con ellos llego a meta, sobre la colina en Ciudad Alfaro. Los aplausos y los gritos de aliento de la gente son como empujones hacia adelante. La sensación es de familia.

    Al final me queda un sabor agridulce. Pero la estrategia en carrera se aprende así, jugándose al todo por el todo. Sé que algunos de los que me ganaron jugaron mejor con menos recursos. Y de eso se trata.

    Experiencias de la ruta

    Mientras veo el Tour de Francia asimilo la magnitud que tiene esa competencia. En promedio 200 km diarios durante 21 días. Un deporte históricamente dominado por belgas, franceses o italianos. Pero este 2021 hay un ecuatoriano metido en la pelea. Un carchense peleando palmo a palmo con los mejores del mundo.

    Salgo a rodar en otra ruta matadora. En algún punto del trayecto nos encontramos con un niño que decide seguirnos en su bicicleta casera. No le importan todos los recursos técnicos que nosotros traemos, le basta y sobra con seguirnos por un rato. Y nos da pelea. El grupo lo alienta: «¡Dale, pelado!»; «¡Buena, flaco!». Y es que a veces no se necesita el mejor arco, como dicen, lo que importa es la flecha. Eso es lo que nos prueba Richard Carapaz en Francia. 

    Días después Carapaz se lleva el oro olímpico en Tokyo. Un niño como el que nos acompañó en la ruta ahora se estaba colgando la mayor presea del ciclismo olímpico. La primera bicicleta de Richie ni si quiera tenía llantas. Andaba por su provincia del Carchi con los aros desnudos rozando el asfalto. Creció en un entorno rural, frío, a casi tres mil metros de altura. Hoy compite palmo a palmo en las mejores vueltas del mundo.

    El fanatismo por este deporte es tal que salimos a rodar incluso el 1 de enero. No se pierde oportunidad. Nos juntamos a eso de las 6:00 a.m. Muy pronto nos encontramos con los enfiestados, que vienen celebrando un nuevo año. Amanecidos y ebrios nos gritan sin vergüenza: «¡Dale, Carapaz!».

    Madrugar te enseña cosas que no ves a otras horas del día. Levantarse a las 4:00 a.m. para ir a entrenar te muestra, por ejemplo, accidentes de gente que seguro venía enrumbada en la noche, o la espontaneidad de la soledad. Hay pocas personas afuera a estas horas. La ciudad vacía te da la sensación de estar en un escenario posbélico.

    Levantarse a esa hora es algo a lo que nadie se acostumbra. Sin embargo, para que rinda el día hay que apretar un poco las horas de sueño. Resulta irónico pensar en este grupo reducido de «enfermos» que sudan hasta lo último antes de que siquiera salga el sol. La ciudad aún duerme, ignorante del sufrimiento que se buscan sus hijos más tempraneros.

    *Publicamos este texto en colaboración con la revista Late.

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    2 COMENTARIOS

    1. una muy buena crónica,….nos introduce a un mundo; para mi desconocido; en una forma en que se logra sentir en carne propia cada momento, cada vuelta de rueda,…cada fatiga y pasión.

    2. Para quienes somos ciclistas aficionados y que somos llevados por el hambre de aventura y desafíos, no existe retribución mas grande que comprobar que nos superamos a nosotros mismos hasta el punto de desbloquear con honor los propósitos que nos ponemos; una terapia para todos los males de este siglo. Agradezco a la creación humana haber desarrollado tan noble medio de navegar por las rutas que nos proporciona esa sensación de libertad y eternidad en el instante. Gracias por el vívido relato compartido.

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