¿Cuánto pesa una cabeza? (III)

    «Son de máquina, María», cantó Rolando Laserie.

    Cubierta por una funda alquitranada viaja la guillotina en la fragata Pique desde las costas francesas de Rochefort hasta la Guadalupe, en El siglo de las luces de Alejo Carpentier. Una similar había servido poco antes en París para decapitar a Luis XVI y a María Antonieta; esta otra es llevada al Nuevo Mundo para imponer el orden.

    La primera reacción de Esteban al descubrirla es de estupor. «Esto y la imprenta son las dos cosas más necesarias que llevamos a bordo, fuera de los cañones», admite con orgullo Víctor Hugues, el líder de aquella empresa. Es él quien primero la nombra «la Máquina», para sorpresa del joven observador. Sabe que le será muy útil, que las leyes, el supuesto fin de los privilegios y la noticia de la abolición de la esclavitud no serán suficientes. Habrá que aplicar mucho la cuchilla.

    Y así le fue. Según las mejores páginas de la novela del escritor cubano, esta copia del artefacto ideado a partir de modelos de otras épocas por el médico Antoine Louis y promovido ante la Asamblea Legislativa por su homólogo Joseph Ignace Guillotin, pasará por varios estadíos al llegar al Caribe.

    Primero estará la estupefacción. La Máquina será exhibida al pueblo, que conocerá a Monsieur Anse, un mulato fino educado en París, practicante del violín y antiguo verdugo del Tribunal de Rochefort, que solía llevar caramelos en los bolsillos para regalárselos a los niños. A la par, el nuevo gobierno dejará claro cuáles serán los delitos que castigará con la guillotina: intentar huir a la Basse-Terre, la otra parte de la isla a donde habían escapado los británicos, o algo tan dúctil y acomodaticio como mostrarse «enemigo de la Libertad». También dedicarse a propalar «falsos rumores». Así que, ya lo sabes, si en otra vida gustabas del chisme, ay, tu cuello pudo haber sentido el filo de la cuchilla. Para redondear la idea, las autoridades instaban a los «buenos patriotas» a delatar a los confidentes. ¡Mira tú cuán cerca estamos de aquellos truenos!

    En lo sucesivo —y lo que menos quiero hacer aquí es eso que ahora llaman spoiler—, la guillotina se integrará a la vida diaria del isleño. Los días en que había ejecuciones, los comerciantes se frotaban las manos, se sobrecumplía el plan diario de venta de jugos, rones y garapiñas, los niños correteaban y los adultos que podían estrenaban nueva vestimenta. Parecía un 14 de julio en París o un 26 de julio de carnaval en Cuba. «Nunca pudo verse una multitud más alegre y bulliciosa, con aquellos tintes de añil y de fresa que parecían tremolar al mismo ritmo de las banderas, en la mañana límpida y soleada», escribe en cuerda poética nuestro novelista nacional.

    En pocas palabras: aquel artefacto imponente traído del extranjero y convertido en noria, en protagonista de la feria de las vanidades, lograba por fin centralizar la vida de la ciudad. Al final de la jornada, como en esos grabados habaneros del francés aplatanado Federico Mialhe, el sudor, el alcohol, la comida grasosa y la exaltación irresponsable de la vida conducían a casi todos los presentes a formar una rueda de baile alrededor de la guillotina, como aquellos salvajes danzantes que horrorizaron al personaje de Christopher Atkins en The Blue Lagoon, más conocida entre nosotros como La isla azul, la película de Brooke Shields que puso a salivar a los niños cubanos que nacimos en los setenta.

    Así cristaliza «el Gran Terror en la Isla»: en una rueda exaltada que pronto se rompe y se convierte en conga serpentina por calles aledañas, traspatios y jardines. ¡Calla, Bajtín, que entre Carpentier y lo-que-vino-después te hemos superado! Carnaval y represión en el malecón habanero, en febrero o en julio, según la época. ¡Quién no ha vivido esta experiencia sin igual! Jolgorio y empujón, musicanga en altavoces de fabricación alemana oriental y sujeto-metido-a-la-fuerza-en-un-camión-jaula, carroza de poliespuma halada por un tractor y cacheo contra la puerta de un Lada soviético, perga encerada y bastonazo, reguetón y carmañola… Al fondo, como en Pointe-à-Pitre de finales del siglo XVIII, el olor de la fritanga y el bamboleo de las banderas. ¡Que viva la Patria! Y claro, con la llegada de la madrugada empieza la templeta, igual que en el mejor cine cubano.

    Mientras tanto, en alguna esquina del patio interior de un edificio oficial, tres, siete, once cabezas, según el día, todavía tibias, todavía rezumando sus fluidos y con sus correspondientes muecas, esperan visitadas por las moscas en un canasto a que al día siguiente les den sepultura. Esto no aparece en El Siglo de las Luces, sino en mis obsesiones, mientras me acaricio el cuello. A pesar de su afán taxonómico, de notarización de lo humano y lo natural, Carpentier deja escapar la posibilidad de contar y describir las cabezas que iban siendo cortadas.

    El siglo de las luces, de Alejo Carpentier

    Sin embargo, incluso a la Máquina, como al mejor de los matrimonios, le llega la hora de la rutina. El primer indicio de su decadencia viene con la masificación, esa manía de algunos que destruye hasta la más sublime de las expresiones humanas. Víctor Hugues se empecina en la ubicuidad del castigo y ordena montar la guillotina en una carreta. (A la mente me vienen aquellos carros-bazucas que sueltan un humo espantoso para aniquilar mosquitos). Era hora de moverla por la isla y de aplicar la ley en cada villorrio.

    Pero Monsieur Anse, que es violinista y hombre exquisito, sabe que cortar cabezas no es fabricar morcillas: hay algo ontológico en el trasfondo, un ritual que no se debe abaratar. Tan grave es el fracaso que en un pueblo nombrado Berville, de 865 condenados a muerte apenas hay tiempo para cortar 30 cabezas. «Se había hecho lo humano por acelerar la operación», leemos. ¡Qué no, señor, que una guillotina móvil es una chapucería! —me dije y cerré el libro—. Al retomarlo, supe que los demás castigados fueron debidamente fusilados en grupúsculos (esa palabra tan nuestra) de diez o de 20, «mientras la carreta regresaba a Pointe-à-Pitre sorteando malos caminos». Y así la imagino: una guillotina que vuelve a casa con el rabo entre las patas.

    Aquello marcó su decadencia. Dice Carpentier que el artefacto «se había aburguesado»; se perdía lo mejor de la Revolución: el ímpetu y el entusiasmo. Ya ni siquiera era llevado por el verdugo-violinista, sino por sus asistentes; este pasaba sus días en el monte cazando lepidópteros, como Jünger, como Nabokov, como cualquier ser superior que deja correr el tiempo y se enfoca en la belleza y la fragilidad de una mariposa o en la crianza de ruiseñores.

    ¿Acaso no es persona única también quien lleva décadas cortando cabezas? Ahí está Sanson, de nombre Charles-Henry, un verdugo de estirpe con 40 años de oficio y casi 3 mil cortes precisos en su haber. Llevo años pensando en lo que se debe tener para asir una cabeza supurante en el aire, contemplar el regocijo siempre ciego de la plebe, lavarse las manos, retirarse a casa, cenar con la servilleta encajada en el hoyuelo del gaznate e irse a la cama con la doña. Cavilo, vuelvo a acariciarme el cuello y un corrientazo me recorre desde el coxis hasta el alero del occipital.

    Esto de la saturación de la Máquina no es nuevo. Lo interesante es cómo una misma sensación de fatiga nos llega por diferentes vías y cómo descubrimos las lecturas de un escritor en las entrelíneas de su libro. El propio Carpentier nos da una breve pista, cuando en una entrevista que pactó poco antes de morir con el periodista Ramón Chao —convertida luego en el libro Conversaciones con Alejo Carpentier (Arcos Vergara, 1984)—, admite haber leído una novela de Joseph Conrad donde el tema de la Revolución Francesa era abordado tanto de soslayo, al tratar los años posteriores a la irrupción de Bonaparte en el poder, como desde lejos, fuera del foco de París: en un caserío lejano de la costa sur, en las proximidades a Tolón.

    No aporta nada más el escritor en su respuesta, ni siquiera nombra el título del libro; prefiere recordar que aquella lectura le atrajo «muchísimo» y que con una visión parecida —abordar esa misma Revolución desde la periferia— acometió la escritura de El Siglo de las Luces.

    Entonces «no es grano de anís» —expresión del propio Conrad en esta novela, The Rover, de 1923, publicada en castellano como El pirata— que aquí también se haga referencia a la poca efectividad de la guillotina a la hora de la masificación del terror revolucionario. Según lo narrado por uno de sus personajes, un pescador que sobrevivió a aquel cisma, la Máquina no había dado abasto en Tolón, resultaba insuficiente ante la enorme tarea de purificación que se llevaba a cabo en la ciudad, por lo que los jacobinos procedieron a dar muerte a los traidores en plena calle, «en las bodegas, en el lecho». Entre los verdugos más activos estaba Scevola Bron, un hombre que ahora, en el tiempo del relato, rumia su dolor de extremista con las alas cortadas («no se mató lo suficiente», llega a lamentar) y se considera el último de los patriotas.

    The Rover, de Joseph Conrad.

    Este sans-culotte emprendedor no había tenido piedad ante lo que todos llamaban «abastecer a la guillotina». Su capacidad para liderar turbas y su entusiasmo —sentimiento que no debe fallar en las revoluciones— habían sido tantos que la gente terminó apodándolo le buveur de sang, como llamaron en su momento a Antoine Fouquier de Tinville, el más estricto de los acusadores de la era Robespierre, y a algunos otros igual de aplicados.

    Cuando pasa la ola del Terror, Scevola, «el bebedor de sangre», huye de las noticias que llegan al pueblo, no quiere saber de lo que se comenta, vive encerrado en el estrecho mundo de su granja, lejos de todo, de la desradicalización del país y de la desrevolucionarización de la sociedad. También, como pasa con Hugues cuando manda desmontar la guillotina, no le cabe en la cabeza verse del lado del castigado, del arrastrado por una turba de campesinos rencorosos. Por eso desconfía, como deben desconfiar los revolucionarios. «Sospechosos son todos», pone Carpentier en boca de su aventurero y dictador. «A todo patriota le incumbía la tarea de abrigar la sospecha en su corazón», aclara Joseph Conrad al mover los hilos de su Scevola.

    Según se deduce de una semblanza que Heberto Padilla escribió sobre Alejo Carpentier, el novelista cubano tampoco era ajeno a los tejemanejes del celo, el cuidado y la sospecha. La última vez que se vieron, el poeta penaba sus últimos años de castigo —pionero al fin de la condición de regulado—, mientras que el otro estaba de vuelta de muchas cosas y sobre todo bastante enfermo. Carpentier llevaba más de una década en París como diplomático del Gobierno revolucionario (el mejor de nuestros eufemismos), donde «tuvo que asumir posiciones políticas que había sido un experto en eludir públicamente». Incluso se había visto obligado a hacerle frente desde la oficialidad a la secuela europea del Caso Padilla.

    Esta vez el más joven de los dos tiene ante sí a un hombre fatigado, que suda y que lo invita a tomarse una cerveza en uno de los bares del hotel Habana Libre. «Todo lo que ha ocurrido pudo ser peor —le espeta el novelista—. Por lo menos estás vivo y libre». ¿Acaso estaba dando por hecho que la revoluciones son capaces de hacer cualquier cosa con tal de sobrevivir, y que cuando la Patria está en peligro da igual la guillotina, el paredón, el destierro o el mitin de repudio? «Te habrán dicho que tuve la mano dura, durísima —le dice Víctor Hugues a Sofía cuando se vuelven a ver—. No podía ser de otro modo. Una revolución no se razona: se hace».

    En las palabras de Carpentier en aquel bar hay un inusual desenfado, pero también está el reproche del camaján que no le da crédito a la incapacidad de Padilla, ese bocazas, para echarse encima el ropaje del camaleón, única manera de seguir medrando. De manera que se embrollan las sensaciones: el diputado de la primera Asamblea Nacional del Poder Popular parece incomodarse por «la confusa libertad que disfrutaba» el poeta Padilla en Cuba a finales de los setenta, y a la vez es capaz de adoptar, allí, entre dos cervezas, «el tono del verdadero cómplice, experto en el análisis y en la mafia», a pesar de que sabe que aquella charla estaría siendo monitoreada por la policía política.

    «Pienso ahora que fue uno de sus últimos actos de independencia», remata Padilla en su evocación «El Alejo Carpentier que conocí» (Vuelta, septiembre de 1985). El escritor de la errrre gutural, aquel falso sans-culotte, estaba de paso en La Habana para una revisión médica y es casi probable que se supiera enfermo de muerte. Lo demás lo tenemos claro: un hombre que es conducido al cadalso puede inflamarse en el trayecto y proferir cualquier tipo de blasfemia. De todos modos, unos minutos más tarde una cuchilla terminará por cercenar su cuello sudado.

    *

    BONUS TRACK: Un siglo antes de que Conrad concibiera a Scevola Bron (modelo del estalinista silencioso, de capa caída, que abunda en el exilio cubano a la sombra de sus hijos apolíticos), Balzac había ideado en el relato Un episodio bajo el terror un personaje llamado Mucius Scævola, que encarna al patriota emprendedor en el momento más cruento de la Revolución Francesa («este es más comunista que Fidel», escuché muchas veces decir en Cuba), pero que «en secreto es adicto a los Borbones».

    De Carpentier a Conrad, y de este a Balzac: enlaces furtivos de las letras y de la Historia. ¿O no?

    (continuará…)

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    4 COMENTARIOS

    1. Copio

      Brooke Shields que puso a salivar a los niños cubanos que nacimos en los setenta.

      Y a mi, que naci en 1953. Esa chica era una perita en dulce. Ja, ja.

    2. Me costo trabajo leer el Siglo de las Luces, un poco denso al principio. Pero valio la pena. El romance de Víctor Hugues con Sofía es como para agarrar palco.

      Muy simpatico que Victor al principio de la novela, se cuela en su casa de a Pepe.

      Asi que Alejito es un Camaleon. Jajaja.

      El alma, como la carne, es debil. Gente como Alejo conoci a varios. Uno de ellos queria refrenar mi rebeldia. Copio su consejo:

      «Vicente va, donde va la gente. ¿Donde va Vicente, donde va la gente»

    3. En el Blog de S Rodriguez insisten en justificar la masacre de Putin.

      Good Job. ¡Congratulations! Dicen, en lugar de:
      Хорошая работа! ¡Поздравляем!

    4. A un tio que me dice loser, le cuento a ver si asi se comporta un perdedor.
      Hace unos 4 o 5 meses sufri un principio de infarto.
      ¡Tienes que estar tranquilo! Me dijo el cardiologo. Necesito concentracion. Tu vida corre peligro!

      Tendido en la cama, con la luz en la cara , la boca seca y el cardiologo pasandome un caterer hasta el corazon, yo estaba como una pepa. Pensaba. «Asi que este es mi final.
      ¿Habra vida despues de la muerte? En un rato me entero de la noticia. Mis padres y mi mejor amigo se fueron. ¡Que cojones! Si en un poco mas de dos años, me he (censurado) a unas 200 bellezas, ya me puedo ir pal carajo
      Ja ja ja.

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