Para Camilo, por la labor
Decía que mi obsesión por las cabezas cortadas quizá provenga del libro La Revolución Francesa, de Albert Soboul, con el que nos mostraron aquel período en la facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana a inicios de los años noventa. Sin embargo, no creía recordar que se tratara de un texto pródigo en anécdotas o en detalles jugosos. Entonces llamo a La Habana por WhatsApp, le pido a mi sobrino que husmee —más de lo que ya hace, para mi agrado— entre los libros que dejé, que localice ese y me envíe capturas de mis anotaciones de hace treinta años.
En efecto, Soboul no es abundante en lo anecdótico, no juguetea con lo novelesco. Más allá de la escena de la huida infructuosa de Luis XVI, vestido de mayordomo, y de María Antonieta, el 20 de junio de 1791, con la ayuda del supuesto amante de la reina (pocos, salvo Stefan Zweig, hablan de este personaje, el conde Hans Axel von Fersen, con su nombre de estrella del porno sueco); y más allá del relato escueto de la decapitación del monarca, no hay nada que haga salivar a un lector de novelas.
Retomo las imágenes que me envió Camilo y fijo la vista en un subrayado y una flecha. «Las cabezas caían como pedriscos», dice Soboul que dijo Fouquier-Tinville, acusador público del Tribunal revolucionario en pleno apogeo del Terror. ¿Estaba, pues, ante la clave del jeroglífico? Por fin, ¿de dónde me llegaba semejante fijación?
El sonido de aquellas cabezas «como pedriscos» —toc, toc, toc— me conducía sin reparos a la de Mijaíl Alexándrovich Berlioz, el redactor jefe de una revista literaria soviética, rodando cuesta abajo, «brincando sobre los adoquines», luego de que el golpe seco de la rueda de un tranvía la separara de su cuerpo.
«¿Será posible?», gritó alguien, y esto fue lo último que el hombre escuchó, según lo cuenta Mijaíl Bulgákov en El Maestro y Margarita. (Siempre ha de haber una última visión antes de que una cabeza se desprenda de un torso, me he dicho, unas últimas palabras escuchadas —acaso el improperio de una señora desdentada que suda a pesar del frío, que lleva horas en la línea de curiosos más cercana a la guillotina, en el invierno de 1793—, solo que no hay registro de ello, y esa es otra de mis angustias.)

Ahí le pido a mi sobrino que busque también aquella edición cubana que sorprendió a muchos en 1989. Camilo la toma con cuidado, como se agarra por el trasero a un cangrejo vivo, pasa sus hojas, rastrea nuevos indicios de mi pasado. Puedo ver su ritual a través del videochat. A mi sobrino le gustan los libros y eso me hace feliz.
El papel amarillea, lo noto y él me lo ratifica; es del malo, casi el mismo con el que se imprimía el periódico que dio cuenta del destino del general Arnaldo Ochoa, que no fue decapitado porque ya habíamos heredado de la Revolución mexicana y de la rusa un método menos espectacular y más moderno. Así y todo, me digo, al menos ese monumento de la literatura soviética cobró vida en nuestros predios menguados. Y circuló, seguro que circuló. En época de celulares mágicos y de redes sociales, Camilo no puede imaginar lo que significaron Kundera, Brodsky, Bulgákov para quienes intentábamos pensar de otra manera en aquella realidad tan gris que se ha eternizado.
Pero tengo que ser honesto: hacía mucho tiempo que ni siquiera había vuelto a pensar en este libro. En su interior abundan los subrayados, las alertas a mí mismo, y en la última página hay un garabato y una fecha. ¿Por fin, la del inicio de mi obsesión? Por supuesto que ahora lo he releído de otra manera. Las marcas de antaño no son las mismas, entre varias razones porque he alojado las actuales en ese aparato hereje y práctico que se llama Kindle, un libro duro, sin olor. Pero si en algo coincidimos aquel lector y el de hoy es en que notamos la cantidad de veces que aquí las cabezas terminan separadas de sus cuerpos.
Porque en El Maestro y Margarita lo que más abunda son cabezas cortadas y personas que vuelan.
Suspendido en el aire, en Los Estanques del Patriarca, aparece un ciudadano larguirucho, «transparente y rarísimo», con un ojo negro, el otro verde y mucha pinta de extranjero… el mismo Diablo. Luego Margarita Nikoláyevna, mujer casada pero espantosamente infeliz, huye sobre una escoba desde la ventana de su dormitorio en un chalé coqueto en el barrio de Arbat («Margarita no conocía los horrores de la vida en un piso colectivo», escribe Bulgákov en un apunte que me remite a la habitación y media en la que Brodsky contaba haber vivido con sus padres luego de la guerra). La heroína levanta el vuelo sobre Moscú, tras habérselas arreglado con uno de los secuaces del Diablo para que le facilite un encuentro con su amante. Y volando aparece al rato Natasha, su criada, montada desnuda sobre un cerdo gordo que golpea rabioso el aire con las patas traseras. Hay otros vuelos, sobre todo el de la escena final en la que todos se fugan de la gran capital, pero no voy a alargar el recuento.
En este libro se vuela mucho, como antes lo hicieran los castigados por lujuria en el segundo círculo del Infierno, «arrastrados por una tormenta infernal que no los dejará descansar», según el Dante; o más tarde el protagonista de París, de Mario Levrero, o un personaje llamado Robert Benton, en un cuento de Philip Dick. Volar ha sido desde siempre una de las manifestaciones más hermosas de la imaginación y la libertad; cortar cabezas, una de las más plásticas e impactantes.
Por esto último más de un lector ha enarcado las cejas al leer el testamento literario de un hombre al que le imposibilitaron viajar al extranjero. Él mismo, en la primavera de 1938, reconoce que trabaja con un material «difícil y complicado», según una de las cartas que le escribió a su esposa Eléna Sergéyevna Bulgákova —quien pasaba unas semanas en Lebedyan—, publicadas por J. A. E. Curtis en su libro Manuscripts Don’t Burn: Mikhail Bulgakov, A Life in Letters and Diaries (Ardis Publishers, 2012). En una de esas misivas Bulgákov también admite que su hermana apenas se había reído con sus ocurrencias mientras le ayudaba en la transcripción del manuscrito.
No es para menos: son demasiadas las cabezas cortadas, y hay espíritus que no soportan lo que nos exponen estas imágenes, lo mucho que nos recuerdan a la peor de las muertes. Comenzando por la cabeza morena y calva de Berlioz —presidente de una importante asociación de literatos— «brincando sobre los adoquines a lo largo de la calzada», en mayo, al final de la tarde, tras ser cercenada por la rueda de un tranvía. Pero también por la imagen del poeta Iván Nikoláyevich, que observa espantado la cabeza de su mentor, calle abajo.
Luego visitamos el depósito de cadáveres: sobre una mesa de zinc reposa el cuerpo del difunto, con su tórax aplastado; en otra está su cabeza, de la que destacan unos ojos turbios y unos dientes rotos. Ahí varios expertos debaten si se la cosen o no al torso antes de entregar el muerto a la familia. Más adelante vemos a un gato gigante arrancarle la cabeza al presentador Bengalski en una función de teatro, pero también está ella, que habla como un sujeto aparte, que reclama a gritos que llamen a un médico, mientras su cuerpo compañero permanece sentado sobre las tablas. Por último, reaparece la cabeza de Berlioz —que había sido robada del velatorio— dentro de una fuente, en medio del Gran Baile ofrecido por Satanás. Para asombro de Margarita, la testa del escritor oficialista, racional y obediente abre los ojos y escucha lo que le anuncia Voland: su cráneo se convertirá en un cáliz.
«La piel de la cabeza tomó un color oscuro —relata Bulgákov—, se encogió, empezó a caer a trozos, desaparecieron los ojos y Margarita pudo ver en la fuente una calavera amarillenta sobre un pie de oro, con ojos de esmeralda y dientes de perlas. La calavera tenía una tapa con bisagras. Se abrió».
Impactante es, no cabe duda; y plástico con esmero. Y hasta asqueroso, según el espíritu que le haga frente. Además de lo teatral —da la sensación todo el tiempo de que somos testigos de las peripecias de unos títeres—, hay mucho de lo terrible en esta novela. (¿Será por eso que la hermana del escritor no la disfrutaba?) Pero es lógico: todo el afán de Voland se centra en demostrar que el Mal y las sombras existen, y que no tienen nada de sobrenatural.
Ahora entiendo que mi sobrino experimentara tanta extrañeza. Tiene apenas 22 años. No sabe lo que es ver volar en pedazos a un colega cadete, en Huambo, Angola, que pisó dos palmos de tierra de un campo minado, también en 1989; o recoger las tripas de un general glorioso, caído en desgracia, que ha sido fusilado sin muchos miramientos… y ni siquiera poder contarlo en casa.
Nos horrorizamos como aquellos espectadores del Teatro Varietés en sus lunetas, pero aquí la ficción no hace más que secundar a la realidad. Una cabeza atea y militante que se desprende de su tronco y que rueda calle abajo —en Moscú, en los años veinte del siglo XX— dialoga todo el tiempo con las dos que colocaron muy cerca de un centro de votación, en Tijuana, el 6 de junio de 2021, día de las elecciones de medio término en México; con las seis decapitaciones de pandilleros encarcelados en un penal de Quetzaltenango, Guatemala, en medio de un motín, el 19 de mayo de ese mismo año; con los 12 occidentales tomados como rehenes por el grupo Estado Islámico en el hotel Amarula, en Palma, Mozambique, ese 24 de marzo, que fueron hallados maniatados y degollados una semana más tarde; o con Santiago Ochoa (mira tú, un apellido cercano), el colombiano de 23 años cuya cabeza apareció ese 19 de junio dentro de una bolsa de plástico en un sitio público de Tuluá, al norte de Cali. Son tiempos terribles, amigos.
Huelga insistir en que Mijaíl Bulgákov estaba en sintonía con su tiempo y con el nuestro. Buena parte de la escritura de esta novela se produjo entre 1936 y 1937, años emblemáticos en la historia de la URSS, notables por el nivel de malignidad que alcanzó la cosa política, por la manera en que, con el juicio a un antiguo compañero represor, el suicidio inducido de un exministro, el envío a Solovkí de un profesor universitario o el fusilamiento de un general, se llegaron a cotas demasiado altas de perversión. Se dislocaba, se diluía como nunca la frontera entre ese Bien que pretendían hacer germinar (ya sabemos que al final del túnel del socialismo siempre nos espera la Felicidad, una premisa todavía sostenida por muchos) y el Mal que implementaban a diario contra quien disentía e incluso contra el que poseía algunos ingredientes para empezar a disentir. Pareciera como si el escritor hubiese querido poner el acento en las cabezas arrancadas —recurso espectacular donde los haya, insisto—, pues no concebía otro paralelo con el mal que aqueja de manera constante al ser humano, y porque hacía rato que él mismo se sentía como un decapitado.
Dice Vitali Shentalinski en La palabra arrestada que el suicidio de Mayakovski prácticamente obligó a Stalin a suavizar las medidas dictadas contra Bulgákov. Sin embargo, nunca accedió a escucharlo en persona, nunca autorizó su viaje al extranjero (en la Cuba de hoy le llamarían regulado) y no dejó de enviarle a los perros de la policía secreta para que lo acosaran. Tampoco calmó a los secuaces culturosos que se ocupaban de censurar sus obras.
Quienes sostienen que la muerte civil no compara con la física deberían regresar al calvario de este hombre de teatro y escritor empecinado que tenía dos razones magnánimas para vivir: su verdad y la escritura. Como acota Shentalinski, el escritor pasó sus últimos años esperando a que alguien tocara a su puerta y lo liquidara. Creo, pues, que se apegaba a una de las premisas de su novela: «El hombre es mortal, y, como acertadamente se dijo, es mortal de repente».
Quiero pensar que tras aquella lectura de El maestro y Margarita cavilé por primera vez en serio sobre la brevedad de tantas cosas. En ese verano fusilaron al general Ochoa, mientras mi universidad me enviaba a Tarará —las alumnas a cuidar niños llegados de Chernóbil; los pocos varones, de ayudantes de cocina—. Liberado de aquella pachanga que incluyó noches de alcohol etílico mezclado con agua y “refresco de polvito”, de una muchacha unos años mayor que se llamaba Belkis y de una casa de estructura circular frente a la Playa del Cobre donde solo había cartones en el suelo para dejarnos caer sin ropa, yo hacía anotaciones en los márgenes del libro de Bulgákov, recostado a un vetusto sofá cama de los años cuarenta que ya no se podría abrir, en el sofocante cuarto pequeño de mi apartamento de siempre en La Habana del Este.
Todavía no habían muerto mis abuelos ni desaparecido de los mercados el litro de leche de vaca con su tapa de papel de aluminio. Miro atrás, veo aquel rosario de cabezas cortadas y repito mi gesto involuntario de llevarme la mano al cuello. Así me lo acaricio ahora un buen rato, mientras aprieto los párpados con fuerza, como si machacara ajos.
Pienso entonces en el fin de todo, en la futilidad de la pose, en la fragilidad de los galones.
(continuará…)