Cabeza de familia

     

    —¿De dónde tú eres?

    —De La Habana.

    —Ah, habanero…

    —¿Usted es santiaguera?

    —Sí.

    —¿De dónde?

    —Cerca de Chicharrones, por allá. En el reparto Dessy. Llevo ahí toda la edad que tengo. Son 66 años.

    Ella es interesante desde lejos: la cabeza cubierta por un pañuelo y una expresión triste, sentada con el bolso entre las piernas en un muro del Parque de los Locos, con jabitas de nailon en la mano para vender.

    La vi y corrí a sentarme. Puse la grabadora del teléfono y le dije que quería hablar con ella, que yo era periodista, y me miró bien, disimuló un poquito, metió en el bolso las jabas de nailon.

    —¿Y cómo está La Habana?

    —Pesadísima.

    —No, sobrino, si La Habana es normal. Yo he ido bastante a La Habana, me he pasado meses en La Habana. Y es casi igual que Santiago. Allí lo que la vida es un poquito más aprisa que aquí. Pero es mucho mejor, porque en La Habana de cualquier cosa tú haces dinero, y ya tienes dinero, pero aquí… aquí tú tienes que rayar un corojo para tener un peso.

    El Parque de los Locos está cerca de la Plaza de Marte: el centro de la ciudad de Santiago. Es una esquina con algunos bancos, tres canteros con árboles y un muro. Y vendedores de diarios y de fósforos; de cualquier cosa; pedigüeños, alcohólicos. Hay casi una veintena de personas que pasa el día encima de esos bancos.

    Algunos de los bancos también son camas.

    Converso con ella y hay dos hombres con barbas amarillentas en uno de los bancos. Nadie más.

    Hay cientos de transeúntes pero van por la acera.

    El Parque está de frente a una avenida así que el ruido hace que hablemos alto, repitiendo todo, o haciendo pausas, esperando el silencio.

    —Cuando el triunfo de la Revolución yo era pequeñita. Yo no recuerdo nada de aquella época.

    —¿Cómo era Santiago?

    —Normal. Santiago tenía cosas que no tiene ahora. Las cosas no eran como ahora, que son caras, pero bueno…

    «Por ejemplo, esta avenida no era así. Casi todas las cosas eran timbiriches de esos particulares, y no como ahora que pusieron los mercados Ideales, que son del Estado. Yo era chiquita, pero yo recuerdo que no era así. La ciudad era más chiquita… Siempre ha sido del mismo tamaño pero, ¿tú me entiendes?, no era tan poblada como ahora.

    «Y, por ejemplo, los edificios que existen ahora, cuando yo era chiquita no existían. El distrito José Martí, el Antonio Maceo, los 18 plantas, los micros. Todo eso es nuevo.

    «Y yo me acuerdo que yo iba a una escuela que ahora se llama Julio Díaz. Ni me acuerdo cómo se llamaba en aquel tiempo. Fíjate que le decían El Bejuco, jajaja. Porque por allí había muchas matas de bejuco, por la orilla de la escuela».

    —¿Dónde era eso?

    —En Dessy. Yo vivía ahí con mis abuelos, y los padres míos vivían en La Maya. Mi abuelo murió cuando terminó la Revolución. Y mi abuela murió como a los dos años o tres.

    «Mi abuelo era veterano de la Guerra de Independencia. Era mambí… Lo único que recuerdo de mi abuelo… Bueno, no recuerdo nada».

    —¿Guarda cosas de él?

    —No, no. Es que ahí hemos vivido mucha gente, y esas cosas se van destruyendo, se van desapareciendo. Así lo que recuerdo bien es que era aindiado, así; alto, de buen pelo, y delgado.

    —¿Le hacía cuentos de la Guerra?

    —Si me los hizo, yo no recuerdo. Cuando él se murió yo estaba chiquita. Tendría como ocho años por ahí. Después me quedé con mi abuela y con una tía mía. Y cuando se murió mi abuela me quedé con mi tía y mi tía se casó, y tuvo hijos.

    «En ese tiempo la casa de mi abuelo era grande y tenía cuatro cuartos así, al final, que los alquilaban. Cuartos de inquilinos. Una casa grande de mampostería. Mi abuelo alquilaba los cuartos de atrás, y nosotros vivíamos en la parte anterior.

    «Después de eso la casa se transformó, y ahora no tiene cuartos de alquiler porque todo eso se desbarató. Mi tía y todo eso lo desbarataron. Lo modernizaron. Porque la casa era de mampostería, pero no era de placa. Y ahora sí es una casa de placa.

    «Ahí estuve hasta que me hice grande y me casé, con 18 años, y me fui de al pie de mi tía. Mi tía después se murió y ahora las que viven ahí son unas primas. Las hijas de ella».

    —¿Y usted se fue lejos?

    —Ahí mismo en Dessy, pero lejos.

    —¿Y no le da nostalgia cuando pasa por esa casa?

    —Yo casi no paso. Voy poco. Ahora mismo hace como seis meses que no voy. Pero de ahí para acá he luchado mucho en la vida. Tengo tres hijos… Pero la vida es de lucha, sobrino. Es la lucha por la supervivencia. Tú tienes que luchar un peso para tú vivir, y si no lo luchas qué vas a comer, porque quién te lo va a dar. Y no es fácil. Nada es fácil.

    «La vida para el pobre es una vida recia. El que vive bien es el que tiene dinero, que tiene desenvolvimiento. Pero el que no tiene está perdido, sobrino, ¿no es así?».

    —¿Y sus hijos?

    —Los hijos después que se casan, sobrino, y tienen su familia, ya son totalmente independientes. Ya lo que luchan para su familia no alcanza.

    —Pero usted es la cabeza de la familia…

    —Ah, bueno.

    —¿Y su esposo?

    —Mi esposo ahí. Estamos peleados. Vivimos los dos en la misma casa, pero no somos marido ni mujer. Él vive para su lado y yo para el mío. Y bueno, nos llevamos bien, pero cada uno independiente.

    «Nos separamos porque… Bueno, por problemas de la vida que uno no los debe de decir. Yo la historia de mi vida no la hago. Hasta ahí hasta donde te conté, hasta ahí llego. Así que otro día nos vemos y hablamos más».

    —¿Pero por qué? ¿Tienes el día malo?

    —Bueno, me levanté por la mañana a tomar café y a lavar un poco de ropa, y a ponerla a secar. Fregué un poco de platos que estaban sucios, calenté el agua, me bañé y salí.

    —¿Llevas rato aquí sentada?

    —Estaba por allá abajo por la feria. Y después vine y me senté aquí. Y ahora creo que tengo que irme porque están cayendo goticas.

    Se levanta.

    Le pregunto si puedo hacerle fotos. Dice que no.

    Silencio.

    —¿Tú desde cuándo estás por acá?

    —Desde el jueves.

    —¿Y te vas…?

    —El martes. Así que a lo mejor nos vemos de nuevo.

    —No, no, no, sobrino. Yo no voy a resolver nada contándote mis problemas. Ni tú me los vas a resolver, ni yo voy a resolver nada. Y no vale la pena. ¿Para qué?

    Recoge el bolso. Cruza la avenida.

    Yo me quedo pensando que ojalá no tuviera la razón.

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