Abilio Estévez: «No tengo ganas de batallar, salvo con las palabras…»

    El escritor cubano Abilio Estévez y yo no nos conocemos mucho, pero nuestras interacciones a través de las redes han sido muy lindas y simpáticas. Esta conversación intenta ser amena, algo sin demasiada ambición. Solo conversar. Aire fresco.

    Le digo a Abilio que, por favor, se sienta libre de hablar sobre lo que quiera y de evitar lo que no le guste. Agradezco por su tiempo para descargar con cariño.

    Carlos Lechuga: ¿Cómo es el día a día de Abilio Estévez? ¿Qué haces al levantarte? ¿Escribes de día o de noche? ¿Tienes algún otro trabajo? ¿Con quién vives?  ¿Qué ves por la ventana de tu casa?

    Abilio Estévez: Mi día a día es muy aburrido, Carlos, o por lo menos lo sería para el Big Brother que me estuviera observando. Creo en la felicidad de la rutina. Primero, un café muy fuerte; leer los titulares de los periódicos; desayunar; leer entonces las noticias que me interesaron. Dedico una hora a ese «calentamiento». Trato luego de escribir, de «machacar», como decía Virgilio Piñera, de ver si sale algo. Si te sientas cada día, siempre sale algo, una línea aproximadamente bien escrita y ya es suficiente. Hay que mantener la disciplina como si fueras un deportista o un bailarín. Soy de trabajo lento y necesito largos procesos. Y me gusta así. Me divierten esos procesos que parecen interminables. Además, debo preparar mis clases. Doy talleres de escritura creativa y también me estimulan. Da mucho gusto cuando encuentras personas con talento, o al menos con un interés especial, casi obsesivo, que se acerca al talento. Tengo un piso… bueno, no, no tengo un piso, estoy alquilado en un piso séptimo cuyo balcón da al Parque de las Estaciones, en Palma de Mallorca. Por mi calle pasa el tren de Sóller, que es un tren eléctrico y de madera. Tengo una vista sobre el sur de la ciudad, hacia Argelia, podríamos decir. Por la ventana de mi cuarto, hacia el noroeste, veo patios, una vista que me interesa mucho, como la de James Stewart en La ventana indiscreta, que en realidad se titula Rear Window, ventana trasera. En ese piso vivimos cuatro personas: mi madre de 92 años, mi hermano, Alfredo Alonso y yo.

    Te fuiste de Cuba ya con más de cuarenta años. ¿Cómo fue esa salida? ¿Esa llegada? ¿Llegaste primero a Barcelona? ¿Ahora estás en Mallorca?

    Me fui de Cuba con 47 años, que es una edad para ir poniendo en orden ciertas cosas y no para desordenarlas. Una edad para entrar y no para salir. Pero fue el momento en que se dieron las circunstancias externas e internas para esa salida. El momento en que sentí el gozo del ciempiés ante la encrucijada. Me fui a Barcelona porque tenía amigos allí y estaba la editorial que me publicaba y era una ciudad bastante amable que aún tenía un cierto tono cosmopolita que ha ido perdiendo a medida que se reforzó el sentimiento nacionalista. (Hoy Madrid es mucho más grande como ciudad que Barcelona). Los dos primeros años de exilio fueron muy duros. ¡Muy duros, muy dolorosos! Todo lo que había sido mi vida había quedado atrás. Mis libros habían quedado atrás. Hay un momento en que te asomas al abismo de la falta de lugar. Quiero decir, te percatas de que no eres de ningún lugar. Nunca fuiste bien acogido en tu lugar de nacimiento y acabas de llegar a un sitio donde no saben quién eres ni a qué vienes. El momento en que descubres tu verdadera pequeñez. Y entiendes que la de nación es una construcción, un invento de los románticos que no contaron con la burocracia. Más tarde te percatas de que es una sensación extraordinariamente beneficiosa; eso sí, tardas en darte cuenta. Tomas por desdicha lo que es una circunstancia de privilegio. Esa sensación impagable de que rompes amarras y a partir de ese momento ya puedes ir a parar a cualquier sitio porque descubriste tu condición errante. Creo que fue Elías Canetti quien dijo que todo hombre debiera sentirse exiliado alguna vez. Sí te prometo que cuando vives bajo un régimen totalitario (paternalista, el Estado como ogro filantrópico) la libertad es un vértigo al que cuesta adaptarse, aunque poco a poco comienzas a descubrir su grandeza. Quizá no debiera generalizar. Tú sabrás perdonarme. Yo hablo siempre desde mi experiencia personal.

    Mi hermano, su esposa, sus hijas y mi madre vivían en Palma de Mallorca desde mucho antes de que yo saliera de Cuba. De modo que siempre venía mucho a Mallorca, desde 1998, que fue la primera vez. Luego, hubo una desgracia familiar, la muerte de mi cuñada; mis sobrinas se independizaron; mi hermano se quedó solo, mi madre cumplió 87 años y pensé que era hora de acompañarlos. Por eso vine a Palma. Por eso estoy aquí.

     ¿Guardas algún mal recuerdo de la gente de acá? ¿Y buenos?

    Por supuesto, guardo recuerdos malos, regulares, buenos y, como era de esperar, ningún recuerdo. No quiero dármelas de noble o de generoso, pero reconozco tengo una capacidad muy rara de olvidar algunos malos momentos. Me he encontrado con personas de las que me digo: «A este no debiera de saludarlo, en algún momento me hizo daño», y el problema es que no recuerdo qué. También es cierto que hay maldades que son inolvidables. Bondades que tampoco olvido. Desde muy temprano supe que vivía en una sociedad que ni me aceptaba ni me quería. Yo tenía algo demasiado lánguido, nostálgico, de «suspiro por las regiones donde vuelan los alciones sobre el mar», en una sociedad que declaraba que solo había una disyuntiva, la Patria o la Muerte, un país de tableteos de ametralladoras y gritos de guerra y de victoria. Quizá sea difícil vivir en un país en guerra. Quizá lo más complicado de todo es vivir en un país en guerra que no está en guerra.

    La universidad (y esto lo he contado mucho) fue uno de los períodos más horrendos de mi vida. En ocasiones, si tuviera que contar cuánto sufrí en aquella escuela de Letras de Zapata y G, no sabría qué decir. Porque a veces lo más grave no eran las cosas concretas (que las hubo) sino un ambiente general muy machista, de guerrilleros y heroísmo, un ambiente muy agresivo, un ambiente de chamamé y de quenas impostadas y banderas y frases del Che. En aquellos años había una cosa llamada «inserción»; consistía en que debíamos trabajar cuatro horas por la mañana y estudiar cuatro horas por la tarde. Se suponía que el primer año hacíamos un trabajo muy fuerte, en una fábrica de asbesto cemento. A partir de segundo año, aquello se haría más flexible. En efecto, muchos compañeros pasaron a trabajar a la Biblioteca Nacional, a diversos departamentos investigativos, etc. Yo continué en la construcción, en la reparación del edificio de Física, ese que está frente al hospital Calixto García. Según me dijeron sottovoce, la UJC [Unión de Jóvenes Comunistas] y no sé quién más habían decidido que yo debía «endurecerme».

    Recuerdo a algunos compañeros de curso con mucho cariño y a otros con verdadera repugnancia. Como uno que venía de mi preuniversitario de Marianao y que luego llegó a ser profesor de Marxismo en una escuela del Partido. Era un hombre pálido, con olor a muerto, como si ya hubiera muerto, y con una capacidad extraordinaria para una sordidez de poca monta, una sordidez nada literaria.

    También recuerdo con horror mi período de corrector en la Editorial de Libros para la Educación. Había personas maravillosas, claro (ahí, por cierto, conocí a una tal Vivian Lechuga que de algo te sonará), pero había otras que iban creando un círculo de azufre a su alrededor. Nunca me dejaron pasar de corrector a editor, porque, a pesar de cumplir con todos los requisitos, no era políticamente confiable. Allí, en aquella editorial que estaba en Tercera y 60, trabajaba en 1980 cuando los sucesos de la Embajada del Perú. Aquellos, te lo prometo, fueron días inolvidables, en el peor sentido de esta palabra. La maldad que vi en aquellos días o meses no la olvidaré nunca. Es una suerte que tú seas de una generación que nació años después, a pesar de que una sociedad en la que tuvieron lugar los actos de repudio de 1980 es una sociedad que ya no se recupera con facilidad, una sociedad en la que se ha inoculado una enfermedad mortal, de curación extremadamente difícil. Creo que algo tuvo muy claro siempre la dirección revolucionaria (hasta hoy): nada resulta más eficaz para mantener el poder que enfrentar a unos hombres contra otros, el conmigo y el contra mí. Eso que ya Julio César conocía muy bien «Divide et Impera».

    En efecto, hay muchos recuerdos malos. También los hay buenos, inevitablemente. Y por lo general no tienen nada que ver con el ambiente social, sino con el familiar, el amistoso, o simplemente con el paisaje. Jorge Semprún contó alguna vez que cuando regresaban del trabajo a los campos de concentración nazi, se detenían un instante y disfrutaban la puesta de sol.

     ¿Cómo es tu proceso creativo? ¿Tomas notas? ¿Piensas varios meses antes de ponerte a escribir? ¿Lees mientras tanto, ves películas…?

    Sí, llevo a cabo un largo proceso de preparación que es casi el más divertido. Creo personajes, los doto de un cuerpo y de una biografía, le doy forma a la historia, intento tener una estructura inicial. Preparo un cuaderno y ahí lo tengo todo, al alcance de la mano. Me gusta hasta dibujar el espacio en el que se van a mover los personajes. Ese trabajo me resulta estimulante. No quiere decir que luego no me deje llevar por el instinto, que a veces tiene sus iluminaciones. Se trata de que me gusta partir de un punto que yo considere lo más sólido posible, aun cuando después ese punto se convierta en otro y en otro y en otro.

    Cuando estoy escribiendo una novela o un cuento, me cuesta mucho leer ficción. Es como si «vivir» en ese mundo de ficción me impidiera aceptar otros. Por lo general en esos momentos leo ensayos. Tampoco veo películas. Últimamente veo poco cine. Ignoro la razón. Aquella época dorada en que iba a la Cinemateca a ver ciclos de cine extraordinario, Bergman, Tarkovski, Kurosawa, Fellini, Wajda…, pasó quizá para siempre. Me cuesta mucho entusiasmarme con una película o una obra de teatro. El teatro sobre todo me aburre soberanamente.

     ¿Alguna manía o superstición antes de sentarte?

    Hace tiempo tenía ciertas manías. Por ejemplo, me gustaba comenzar la jornada escuchando un aria de María Callas o de Magda Olivero. Me preparaba un café largo. Leía lo escrito el día anterior… Ahora ya sólo me queda esto último, leer lo escrito antes, aunque no creo que sea una superstición sino un modo de reconectar, volver a entrar en la misma longitud de onda. Me doy cuenta de que ya casi no tengo supersticiones. Es probable que en esas manías estés tratando de influir en la realidad, de hacértela favorable. Y no, una de las cosas que aprendes con los años es que no hay nada que hacer ni a favor ni en contra de la realidad, salvo escribir, pintar, componer música, hacer cine o bailar. Probablemente con esas supersticiones no hay tanto un deseo de que las cosas se armonicen a tu favor, como de armonizarte tú en relación con las cosas.

    Abilio Estévez / Foto: Cortesía del entrevistado
    Abilio Estévez / Foto: Cortesía del entrevistado

     ¿Qué música escuchas?

    A los 14 años empecé a ir cada tarde a la sala de música de la Biblioteca Nacional, que entonces era una maravilla (supongo que ya no exista). Ahí comenzó mi verdadera pasión por la música. Lo escuchábamos todo, porque, con algunos compañeros de la Secundaria, hicimos un plan a partir del libro de Aaron Copland y escuchamos desde los Cantos Gregorianos hasta Noche transfigurada de Schönberg, disciplinadamente, por orden cronológico, tratando de entender las diferencias de los estilos. Luego empezamos a ir todas las tardes a los conciertos de la Sinfónica en el teatro Amadeo Roldán, con aquellos extraordinarios programas de mano que firmaba Ángel Vázquez Millares. Me gusta tanto el Barroco como la música romántica, Haendel o Chopin. Me encantan los boleros, con esa manera tan desvergonzada de gritar que se sufre solitariamente en la cantina. Daniel Santos, Julio Jaramillo, Benny Moré, Rita Montaner, Toña la Negra, Ñico Membiela. Adoro el lado «encantadoramente cursi» de Lecuona. Adoro a Ignacio Cervantes, Manuel Saumell. Me gusta la ópera y me gusta el pop norteamericano y el góspel y el jazz y la música country. Como ves, soy bastante amplio en mis gustos musicales. Lo que no quiere decir que resista cierta música, como el heavy metal o ciertos músicos de los últimos años, con esas canciones idiotas de ritmos aburridos y molestos. Tampoco puedo escuchar a los Beatles ni a los Rolling Stones. Y lo que menos resisto son las canciones con pretensiones poéticas o filosóficas, las que se proponen un «mensaje».

    Cuéntame un poco de tus amores: pasados, presentes.

    De amores, no puedo quejarme. He sido despreciado, mirado con indiferencia y también amado. Experimenté todas las sensaciones, que es de lo que se trata. Mi primer amor fue un compañero del Pre de Marianao y fue un amor imposible, como Dios manda. Fue un amor (signifique lo que signifique esta palabra) muy intenso, admirativo, platónico, cuyos brillos llegan hasta hoy. Creo que ese amor estableció un modelo, una forma de acercarme a los demás. Te confieso que soy bastante frívolo, adoro la belleza. Como decía un personaje de Estorino: «Los hombres lindos me matan».

     ¿Signo zodiacal? ¿Creencias religiosas?

    Soy Capricornio, del segundo decanato, 7 de enero, como Chano Pozo, José María Vitier, Kenny Loggins… ¿Viste que distinguida compañía?

    No tengo creencias religiosas. De muy joven fui católico hasta que comprendí que mi catolicismo era estético. Disfrutaba esa puesta teatral tan perfecta. Aunque supongo que soy agnóstico. Carezco de afirmaciones. Dudo mucho, dudo siempre, de todo. Y si dudas, no puedes tener creencias firmes, no solo en la religión. Si dudas, tampoco puedes ser un ateo riguroso. Tengo la absoluta certeza, eso sí, de que hay otros mundos, pero, como decía Paul Eluard, están en este.

    ¿Eres hijo de Yemayá?

    Es gracioso e inquietante que me hagas esa pregunta. Cuando tenía seis o siete años, una negra gorda y extraordinaria, amiga de mi familia y llamada Andrea, se apareció un día con una imagen de la Virgen de Regla y le dijo a mi madre que siempre la tuviera conmigo, que yo era hijo de Yemayá. A partir de ese día, siempre me lo han dicho, aunque nunca he estado en ningún rito de iniciación y creo que sin esos ritos es imposible saber de qué orisha sería yo hijo. Como tampoco creo en religiones, animistas o no, saber esos detalles no me inquieta. ¿Cómo se te ocurrió hacerme esa pregunta?

     Háblame de tus padres.

    Mi padre era un soldado que había nacido en Bauta. Mi madre una ama de casa que había nacido en Artemisa y que muy joven se fue a vivir a Bauta. Allí se conocieron el día de Reyes de 1944, el año del ciclón, y se casaron en 1951. Yo nací tres años más tarde y mi hermano siete años después de mí. Cuando se casaron, se fueron a vivir al reparto Buen Retiro, en Marianao, porque mi padre era radiotelegrafista del Cuerpo de Señales. Luego, y como mi abuela paterna vivía dentro del Cuartel de Columbia, se mudaron a una casita que quedaba justo detrás del Instituyo de Marianao, donde nací yo. Mi padre era un hombre dulce que podía ser también muy áspero con las personas a las que no conocía. Lo recuerdo tranquilo, vestido de cuello y corbata los domingos, escuchando tangos y algunos cantantes mexicanos, como el doctor Alfonso Ortiz Tirado y Pedro Vargas. Mi madre era, y es, todo lo contrario de la serenidad de mi padre. Una mujer incansable, que parecía un ciclón ella misma, a quien el tiempo no le alcanzaba ni para vivir. Si es cierto que existe la inevitable relación amante-amado, mi padre era el amante.

    ¿Qué es lo que más te gustaba o recuerdas de Marianao?

    No sé si intento glorificar a Mariano o el espacio de mis recuerdos de infancia. Debes tener en cuenta que Marianao está asociado con mi infancia, mi adolescencia y que en ambas fui bastante feliz. Dice Fernando Savater que todo aquel que ha vivido una buena infancia va después por la vida con el paraíso detrás. Mi paraíso era Marianao. La playa de Marianao. Y en especial esa zona del Obelisco, de la calle 100, la Calzada Real hasta el Puente de la Lisa. Me gustaba que, subiendo por mi calle, la 102, que en otra época se había llamado Medrano (donde, por cierto, vivió Arsenio Rodríguez y a donde iba a diario Beny Moré a jugar cubilete), y pasando la Calle de la Línea (donde daba clases de piano la señorita Walkiria), llegaba a Buen Retiro, que entonces era para mí el colmo de la elegancia, con sus casitas de jardines y algunos castillitos góticos. En una de ellas Lam pintó La jungla. Muy cerca de mi casa, hacia una vinagrera, había un camino que es para mí el recuerdo que tengo del monte. Me fascinaba ir a la Sears, a la Quincallera, a la pequeña terminal de trenes que estaba por detrás de la quinta Durañona. Justo al lado de la quinta, había un café donde se tomaba una Coca-Cola extraordinaria, porque ponían la cola en el vaso con hielo y luego el agua de Seltz que brotaban desde tuberías con grifos. Uno de mis paseos preferidos era aquel que hacía con mi padre al Mercado de Marianao; el mercado en aquellos años era una fiesta. Y la panadería El Roble, frente al cine Principal. Íbamos mucho al cine en aquellos tiempos. Cuando aún se podía ir al teatro de Columbia, había funciones de cine cada noche. Después, íbamos a lo que se conocía como «chincheros» (una palabra muy descriptiva para aquellos cines de barrio), el Salón Rey (donde se organizaban peleas de boxeo), el Cándido, el Record, el Alfa (que era un cine precioso, con una cafetería y relieves de gladiadores en las paredes), el cine González, el más chinchero de todos y donde vi la primera gran película de mi vida, Umberto D.

    ¿Cómo conociste a Virgilio Piñera? ¿Cómo fue su relación? ¿Cuando murió dónde estabas?

    No te voy a contar mucho sobre Virgilio porque quiero, necesito, escribirlo. Y no se puede perder la energía literaria. Nos conocimos una noche de julio de 1975, en La Ciudad Celeste, la quinta de la familia Gómez (Juan Gualberto Gómez) en la carretera de Managua. Y los cuatro años que duró nuestra amistad, hasta su muerte en 1979, fueron muy intensos. Tal vez los más intensos que he vivido. Los años de mi mayor aprendizaje, de mi epifanía. Como aquel primer amor de mi infancia, Virgilio me acompaña todavía. No creas que no me percato del tópico que acabo de escribir, solo que no me parece justo tratar de encubrirlo con una frase más elaborada. Sí, un tópico, todavía me acompaña. Nunca conocí, ni conoceré, a alguien tan «en la literatura», que estuviera todo el tiempo en estado de fábula. Si fue un escritor excepcional, también fue un personaje excepcional.

    ¿Hay algún escritor cubano que te gusta?

     Sí, vuelvo siempre al propio Virgilio, a Lezama, a Lino Novás Calvo, a Guillermo Cabrera Infante, a Calvert Casey, a Jorge Mañach… En el caso de Lezama y de Novás Calvo, voy una y otra vez porque trasmiten una fe muy especial. Son esos escritores que cuando los lees despiertan los deseos de escribir.

     Recomiéndame cinco libros y cinco autores.

    Recomendaré libros de emociones recientes, algunos porque los acabo de leer; otros, porque los acabo de releer para mis clases. Es decir, libros que me han impresionado recientemente, no clásicos de siempre o cosa así:

    1) Knockemstiff, Donald Ray Pollock. Un libro de cuentos al mejor estilo de Winesburg, Ohio [de Sherwood Anderson].

    2) Meridiano de sangre, Cormac McCarthy. Una novela terrible.

    3) Falconer, John Cheever. La mejor novela de Cheever.

    4) Zuleija abre los ojos, Yuzel Gajina, una novela conmovedora sobre la Unión Soviética de Stalin, maravillosamente traducida por Jorge Ferrer.

    5) La mucama de Ominculé, Rita Indiana. Una pieza extraordinaria.

     Cinco películas que te gusten.

    Aquí sí te diré cinco películas de toda mi vida.

    1) Umberto D. de Vittorio de Sica.

    2)  Moliére, de Arianne Mnouchkine.

    3) Las señoritas de Wilko, de Andrej Wajda.

    4) París-Texas, de Win Wenders.

    5) Dodes’Ka-den, de Akira Kurosawa.

    Y creo que he sido injusto. Podría mencionar diez más. Me molesta dejar fuera Andrei Rubliov, Fanny y Alexander, Sunset Boulevard, Pieza inconclusa para piano mecánico

     ¿Cómo llegaste a la idea de La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea?

    Estaba bajo el influjo de La dolorosa historia del amor secreto de Don José Jacinto Milanés, de Abelardo Estorino. La figura de Zenea siempre me inquietó, desde que estaba en la Escuela de Letras. Me fascinaba aquel bayamés que se fue a los Estados Unidos y en New Orleans se hizo amante de Adah Menken, una mulata seguramente fascinante, judía, bailarina, equilibrista, acusada de bigamia y que aparecía casi desnuda sobre el lomo de un caballo… Ella murió de treinta y tres años; a él lo fusilaron con treinta y nueve. ¿Qué tenía que hacer ese poeta exquisito, afrancesado y exquisito, intentando negociar una paz? ¿A qué vino a la manigua? Un poeta es, por definición, impreciso, ambiguo, ¿cómo podía entrar en una batalla de poderes políticos y económicos y creer que podía salir incólume? Pensé que su verdadera culpa era esa: acceder a una manigua para la que no estaba preparado y en una guerra que no era, que no podía ser, la suya. Entonces leí el ensayo de Lezama sobre Zenea. Y hay un momento en que dice textualmente: «A veces pienso en el proceso y ejecución de Zenea como una gran obra posible para el teatro del futuro». Y, con esa soberbia de la juventud, me dije: Yo escribiré esa gran obra posible. Tuve la suerte de que en la biblioteca de la Casa de las Américas hubiera fotocopia del proceso de Zenea, que había encontrado el historiador Raúl Rodríguez La O y entregado a la institución. Eso fue una maravilla. Y en la Biblioteca Nacional, estaban sus cartas a María Luisa Más, madre de su hija Piedad, escritas de puño y letra.

    ¿Cómo un escritor le entra a una obra como esta? ¿Haces como un arco dramático, unas notas sobre los personajes, o ya vas directo a la forma de hablar?

    Estuve alrededor de un año investigando, tomando notas. Preparé una estructura que condujera hacia los juicios. Luego, cuando ya tenía el material disponible, escribir la pieza fue bastante rápido.  El conflicto principal era muy evidente porque tenía que ver con un enjuiciamiento; los conflictos secundarios convergían en el primero, porque intentaban explicar una conducta que llevara al enjuiciamiento. Lo más difícil fue quizá encontrar un nexo entre el joven actual que quiere saber sobre Zenea y la atmósfera romántica del propio Zenea. Una atmósfera romántica y casi gótica. Las revisiones sí fueron luego concienzudas, trabajando con Estorino, que tenía una gran visión dramática, que sabía dialogar, que tenía gran experiencia de trabajo en el teatro en que el texto funciona únicamente como una proposición para el trabajo del director y los actores.

    Josefina la viajera para mí es una obra fuerte, que te atrapa y te jode el corazón. ¿Cómo la escribiste?   

    Esa es otra obra que tiene el tono de una actriz, que fue pensada para una actriz extraordinaria. Una de esas actrices que tú sabes que pueden hacer lo que quieran con un texto. Me refiero a Grettel Trujillo. Fue escrita en Barcelona, a principios del nuevo siglo, y tiene que ver con un conflicto entre la errancia y el encierro, entre el deseo de viajar y el de tener una casa, un lugar adonde volver, con paredes y un techo que te amparen. Tiene que ver (no puedo remediar mis errores de sangre) con la nostalgia, con la sensación de fracaso personal, de fracaso histórico y el dolor por lo perdido… El deseo de partir de la reclusión de la isla hacia lo inmenso del mundo. Siempre he tratado de situar la historia de la isla en medio de la historia del mundo. Lo hago constantemente, como si buscara comprobar que teníamos, tenemos, una existencia que concuerda con la del resto del mundo.

     ¿Cómo nace Santa Cecilia?

    De un encargo. Santa Cecilia es una obra por encargo. En el buen sentido de la palabra. Recuerdo un largo viaje desde Camagüey hasta La Habana con la actriz Vivian Acosta y su esposo José González. Era principios de los años noventa. Se había caído el muro de Berlín; se acabó el bloque socialista de Europa del Este, se disolvió la Unión Soviética. Terminaba la Guerra Fría. Se vaticinaba el fin de la Historia, porque ya no quedaban grandes relatos. Pura posmodernidad. Y nosotros, en La Habana, mirando la destrucción de la ciudad, sufriendo la destrucción física y (perdóname la palabra) espiritual de la ciudad. Todos querían huir. La ciudad se empobrecía y también ella perdía su viejo relato. O, mejor dicho, terminaba de perderlo. Vivian me preguntó si estaba dispuesto a escribir una pieza para ella sobre el derrumbe de la ciudad, sobre la huida de los cubanos, sobre la falta de esperanza. Le dije que sí. Y Santa Cecilia es el resultado. Ah, y una pequeña aclaración, porque los críticos, sobre todo los de teatro, pecan a veces de una encantadora ignorancia. Santa Cecilia, el título, es por la canción de Manuel Corona, que tiene que ver con Cecilia de Roma, una noble convertida al cristianismo y por eso martirizada, convertida patrona de la música. Nada que ver con Cecilia Valdés, personaje de Cirilo Villaverde.

     ¿Actrices y actores cubanos que te gustaron en tus obras?

    Tuve una gran suerte. Y es que siempre, o casi siempre, escribí los personajes pensando en los actores específicos que los desarrollarían. Eso da unas posibilidades de trabajo extraordinarias, porque logra que el personaje esté previamente encarnado. Conoces su cuerpo, su voz, cómo serán sus cadenas de acciones, su modo de relacionarse con el texto. Recuerdo, por ejemplo, a Adria Santana como Adah Menken; recuerdo a Hilda Oates como la Marquesa Viuda de Campo Florido; a Vivian Acosta en Santa Cecilia; a Grettel Trujillo (¡Grettel Trujillo!) en El enano en la botella y Josefina la viajera; pienso en Mario Guerra también en El enano…; en Osvaldo Doimeadiós en Santa Cecilia (aunque solo pude verlo en vídeo); en Lili Rentería como Grazziella Montalvo; en Mijail Mulkay y Alfredo en el Ángel de La noche; en Jacqueline Arenal como La Ciega…

    En casa tengo las ediciones de Tusquets de Tuyo es el reino, Los palacios distantes, El navegante dormido. Perdona, no soy un crítico, ni sé si has hablado de esto antes, pero siento que esos libros funcionan juntos, como partes de un mismo mundo, o de un mismo lenguaje. No sé si fue una intención.

    No, no fue una intención. Creo que, si un escritor es honesto, si un escritor necesita de algún modo «escribirse», lo que suceda será eso, un mismo mundo, un mismo lenguaje, una misma testarudez, una misma alucinación. Eso tan dicho y redicho de que siempre se escribe el mismo libro. En mi caso, hasta donde sé, ha sido fatalmente así. Con cada libro intento entender algo que se me escapó y se me escapa. Algo que no acabo de saber, de comprender. Dar vueltas en torno a las mismas personas, al mismo paisaje, con el propósito de mirarlo desde otro punto de vista y sacar algo en claro. Y siempre termino escribiendo otro libro para ver (infructuosamente) si acabo de tener una iluminación que, como diría Borges, no se produce.

    Hay en ellos una sensualidad y una visualidad bien cinematográficas.

    Sí, debes de tener razón. La primera experiencia estética que tuve fue con el cine, desde antes de saber leer, con tres años, cuando iba con mis padres al cine de Columbia. De modo que cuando ya fui capaz de leer, la imaginación cinematográfica estaba allí, auxiliándome. Hace mucho que la técnica cinematográfica se mezcló con las técnicas narrativas. Yo tengo presente la sensualidad en mi vida. Soy alguien que otorga mucho valor a la sensualidad, un hombre a quien le gusta escuchar, saborear, oler, tocar, mirar… Y siempre he intentado que en mis novelas esté presente esa sensualidad.

    ¿Para escribir una novela como Tuyo es el reino, debes parar los demás textos? ¿O al mismo tiempo escribes teatro, trabajas en algo más?

     Tengo poca capacidad de trabajo. Si escribo una novela todas mis obsesiones tendrán que ver en ella. Entonces no puedo pensar ni hacer otra cosa.

    ¿En que trabajas ahora?

    Acabo de terminar un libro de cuentos que supongo saldrá en Tusquets este año. El título (provisional) es Cómo conocí al sembrador de árboles. Y ahora, en estos días del confinamiento, en que parecemos venecianos del siglo XV, personajes del Decamerón, he comenzado una novela de la cual no pienso decirte ni una palabra.

    ¿Has regresado a la isla? ¿Qué es lo que más extrañas?

    Regresé en 2008. Encontré la misma Habana que había dejado. Esto, en realidad, no es cierto, la encontré un poco más destruida. No es cierto que el tiempo se haya detenido. Da la impresión de tiempo detenido. El tiempo es tan corrosivo como el salitre.

    ¿Lo que más extraño? Cosas que ya no existen. Ni volverán a existir. Cosas, lugares, personas que están asociadas con mi infancia. Extraño perderme en la arboleda del patio de mi abuela, que era la arboleda de la escuela de Columbia, Flor Martiana, que después se convirtió en la Escuela San Alejandro. Extraño ir a la quinta de los Peguero en el Wajay, donde había un olor a mango, a guayaba, a flores, hasta que prendían la barbacoa. Extraño llegar de la escuela y que mi madre me tuviera preparada la comida, y comer escuchando las aventuras de Kazán el Cazador. Extraño ir con mi padre a la Plaza de Marianao, a buscar arenques que luego él ahumaba. La Plaza de Marianao con su explosión de colores y de ruidos. Extraño las reuniones familiares en La Minina, Bauta, con una mesa larga y muchas cervezas. Extraño ir a Playa Habana, en Baracoa (Bauta) con una caja de tamales y un tanque de cervezas en hielo. Extraño ir al Ten-Cent de la calle Galiano a comer los bocaditos especiales y echarle una moneda a un muñeco bailarín. Extraño ir con mi hermano todos los agostos a Finca Vigía, a sentir cómo vivía un gran escritor… Extraño a mi amiga Marta, que trabajaba en la Biblioteca de 100 y 51 y quien murió con 28 años en 1980. Extraño a mi amigo Otto, muerto en Nueva York en 1991, con quien paseaba cada tarde por la Playa cuando terminábamos las clases en el Pre de Marianao. No hace falta que continúe, ¿verdad?

     ¿Te sientes de alguna manera traicionado?

    No. Traicionado no es la palabra. A uno lo traicionan cuando le han prometido algo que no se cumple. Aunque muchos me hayan traicionado, no sé si es el sentimiento que domina en mí. En realidad, me siento expulsado. Un sentimiento que llevo desde 1967 o 1968. Muy temprano. Sentirse expulsado tampoco es tan malo.

    Debo confesar que comienzo un hermoso período de reconciliación con mi propia vida. Todo aquello que hice mal me parece que fue justo para alcanzar el punto en el que estoy. Por supuesto, igualmente lo que hice bien. No descubro resentimiento en mí. Ningún afán de revancha. No tengo ganas de batallar, salvo con las palabras y la pantalla del ordenador. Se trata de aceptar las cosas como vinieron, como vienen, y saber (cínicamente) cuánto sirve todo ese material para la creación literaria. No, no tengo propósitos de revancha ni de venganza. Tampoco me interesa tener un palacio en ninguna calle de La Habana, ni dirigir institución alguna. Sí, en cambio, vivir tranquilamente la vida que llevo y el deseo (obstinado) de contar cosas tal como las imagino, con un español aceptable.

    Nos sometieron a un experimento que ni siquiera lo era. Todo se reducía a un afán desmedido de poder. Una especie de psicopatía del poder. Nadie quería nuestra felicidad, ni la justicia social. Nadie quería hacer algo por nosotros. Afán de poder. Solo eso. Muchos intelectuales se dejaron seducir por ese espejismo. Muchos intelectuales que solo quisieron participar de ese poder. Ahora mismo hago un esfuerzo por entender a los intelectuales (los honestos, claro) que creyeron y aún creen en eso que se llama la Revolución. Una Revolución de sesenta años, lo cual plantea un inmediato contrasentido. Destruyeron un país, una sociedad, una economía… Lo destruyeron todo; nada nuevo colocaron en su lugar. Salvo el poder, las prohibiciones, la policía y el miedo. La única igualdad ha venido por el lado de la pobreza, del sufrimiento y del miedo. Nos hicieron (nos hacen) sufrir mucho y eso hay que contarlo, como cada cual pueda. Hay que contarlo porque no hay otra consolación.

     A veces te siento como alejado de todo, como si no te interesara ser parte. ¿Me equivoco?

    Es que nunca fui parte. Y ahora, que tengo 66 años, experimento más que nunca un absoluto cansancio de toda esa historia que vivimos. Veo a algunos compañeros míos en Cuba que tienen ánimo de escribir artículos y ensayos y defender cosas y criticar otras, ir a reuniones, discutir lo mismo que ya discutieron hasta la fatiga, como si la realidad cubana tuviera remedio aun con esas condiciones de poder. Es una batalla perdida. No hay nada que hacer en un país perdido, destruido, y no entiendo cómo esos amigos míos pueden mantenerse como el hámster que corre inútilmente en la misma rueda. Soy pesimista, ¿no? A veces entro en el canal de la televisión cubana. Hay unas mesas redondas donde la retórica es la misma de hace cincuenta años. Veo, por ejemplo, una discusión sobre cómo mejorar la relación de los dependientes de una tienda con sus clientes y me parece que es la misma discusión de hace cincuenta años, solo que en medio ya del absoluto desastre. Los «cuadros» del Partido hablan como los «cuadros» del Partido de hace cincuenta años. Es el mismo cuadro que cada cierto tiempo cambia de cara, pero que repite la misma retórica. Hay una retórica reiterativa y espantosa. Soy de un profundo escepticismo en relación con la isla. Ya nada se resuelve con batallitas y discusiones que no entran en lo verdaderamente catastrófico y profundo que sucede en Cuba.

    Me desanima cuando escucho jóvenes cubanos que casi no saben hablar, sin la cultura más elemental, con desconocimiento del mundo en que viven, que carecen de la más elemental idea de la civilidad. Por el contrario, también experimento cierta esperanza cuando descubro jóvenes escritores, artistas, músicos, cineastas, periodistas independientes que han superado el miedo que paralizaba (y en muchos casos encanallaba) mi generación. Por suerte, hay jóvenes a quienes ya no se les puede decir «eres lo que eres gracias a la Revolución». Porque, además, eso que ellos sienten que son no es demasiado alentador. Y han perdido el miedo. El miedo es lo más paralizante que hay. Yo te confieso que a ratos aún lo siento. Cierto que soy un hombre muy miedoso. O, dicho de otro modo, soy un hombre con un concepto hedónico de la vida. Si me dicen que mi vida depende de afirmar que la tierra es plana, lo afirmo con rapidez. Luego ya veré cómo lo resuelvo en la literatura.

    Concluyo, Carlos, con la certeza de que no soy un intelectual, de que no soy un reformador social o político que se proponga influir en la sociedad. Ahora mismo, con tantos relatos venidos abajo, no sé cuál es el camino a seguir. Siempre repito como mi amiga, la querida actriz Marta Farré: «Sigo creyendo en la justicia social». Sin embargo, ya sé que esa es otra aspiración que no se logra con un Estado todopoderoso y un partido único. Al menos eso sí lo sé. En cualquier caso, mira, soy alguien que simplemente se ha propuesto contar historias. Lo más que puedo hacer es contar bien esas historias y contar lo que yo supongo una verdad. Es el mejor modo que entiendo de «participar», o como tú dices, de «ser parte».

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    11 COMENTARIOS

    1. …te recuerdo veloz en el Paris literario y frenético de los anos 80 (???) del siglo pasado. Leo aun tus libros y algo importante aportaste a lo que sigo siendo. Abrazo.

    2. Mi vida pasada en Cuba fue por los años que Abilio vivio por eso comprendo todo lo que expone. Vivo en España como el y no he vuelto ni volvere jamas a Cuba. Para mi la Cuba de mis recuerdos de infancia no existe. Cuba no existe y si volviera a existir temo mucho que salga algo medianamente normal. Algo que no me gustaria ver. La Robolucion la destruyo.

    3. ¡Qué hombre tan claro! Ha contado su historia y dicho tantas verdades sin criticar ni insultar a nadie. Ciertamente un cubano de otros tiempos. Ojalá que esa pasión creadora persista por muchos años más. Saludos.

    4. No creo que a Abilio Estévez le guste oírse llamar un grande de la literatura. La ironía tierna con que se mira a sí mismo y la lucidez tranquila con que mira las cosas, lo protege de esa vanidad que oscurece y mata. Pero por lo mismo es un Grande. Tuve la suerte de conocerle un poco y de compartir un par de años, recién instalado yo en el reparto Sierra, en La Habana. No tenemos los mismos recuerdos aunque somos nacidos en el mismo año, porque yo pasé mi infancia en Santa Clara. Pero coincidimos en muchas cosas, en la mayoría, en las que cuentan.

    5. Que buena entrevista. Aprendi mucho. Se ve mucho dolor. Soy de un generacion 10 annos mas jove. Es interesante como todo en Cuba cambia y no cambia a la misma vez. Las vivencias cambian por decadas. El dolor de mi decada tiene mucho de diferente.

    6. Gracias a ambos. Enormes. Un intercambio que da gusto leer. Se nota que Carlos logra despertar, con las preguntas y los comentarios precisos, la generosidad de Abilio… y es ahí donde primero radica la maravilla del género. Belleza

    7. Me parece una entrevista sustantiva en tanto que Lechuga muestra un conocimiento amplio de la obra de Estévez. Por otra parte contribuye a la nueva búsqueda de la literatura cubana en el exilio y que paradójicamente, hace referencias a éste, pero sin tratarlo frontalmente como lo hacen otros autores, por ejemplo Leonardo Padura en cuyos libros, en la mayoría de ellos se proyecta una visón directa. Actualmente yo estoy trabajando sobre Padura, Estévez y Pedro Juan Gutiérrez. Me interesa por lo tanto todo lo que se refiere a la narrativa cubana.

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