Hace dos años Ezequiel Suárez (La Habana, 1967), uno de los mejores artistas que ha dado Cuba, se presentaba con una tarjeta donde se leía lo siguiente: “Ezequiel O. Suárez: artista de los medios y la TV”. La de ahora, recientemente impresa, es una broma sobre una anécdota que incluye a Nueva York, sus famosos taxis amarillos y algún que otro billete de cero dólar, la conocida obra del artista conceptual brasileño Cildo Meireles.

La historia es muy sencilla. Cildo Meireles se dispone a pagar con cero dólares una cuenta de taxi en la ciudad donde un hot-dog puede costar 10 cabezas de George Washington. El taxista (un hombre que no entiende de arte, y para el cual el MoMA se reduce al destino más popular entre unos cuantos turistas) lo toma como una ofensa y, según Ezequiel, se le joroba, lo que equivale a decir que lo reprende y le señala que el arte bien podría ser invaluable, pero no así su renta. En una versión polite, y suponiendo que hay artistas conceptuales entre los taxistas, Ezequiel imagina una respuesta recíproca: al ofrecimiento de un billete imposible, devuelve una tarjeta de presentación imposible donde dice “Taxis inclinados”. Esto significa que, entre otras cosas, Ezequiel se considera una especie muy afortunada de taxista, como fue alguna vez Lorenzo García Vega el custodio de una lujosa tienda Gucci. Detrás quedan 25 años de intensa vida artística que incluye, además de obras brillantes, el haber fundado junto a Sandra Ceballos el primer espacio alternativo dedicado al arte contemporáneo cubano (Aglutinador, 1994).

Lester Álvarez (Camagüey, 1984) prefiere imaginar historias en las paradas de guaguas. A los 17 años conoció a Rafael Almanza (Premio de Literatura Cubana Independiente Gastón Baquero 2018), quien de inmediato se convirtió en uno de sus maestros. Antes había coqueteado con la idea de ser rosacruz. Sus primeras obras y algunas de las que sigue haciendo, como es lógico suponer de un camagüeyano, son pinturas. Aunque esto no significa que la pintura sea un medio en el que pueda encasillársele.

Ha sido el editor de su propia editorial independiente llamada La Maleza, dedicada a perseguir textos inéditos e impublicables para las editoriales cubanas. Ha producido una exposición de poesía visual y un documental acerca de Rafael Almanza. Ha pasado dos años conversando con Román Gutiérrez Aragoneses (“metafísico y humorista cubano”) que derivan en la impresión de la novela Trenes van y trenes vienen (2003-2018) bajo su sello editorial. Ha visitado asiduamente la casa de Ezequiel Suárez durante esos mismos dos años, el resultado es una amistad sincera y la publicación de un poemario bilingüe de Ezequiel llamado “Un metro en Asia” (2017), cuya medida, es fácil adivinar, consta de un metro; el video Una hora sin inflar (2016-2018), literalmente de una hora; y una exposición titulada Esperando al arquitecto (Aveces espacio de arte, 2018) donde ambos exhiben su trabajo.

La obra de Lester está hecha de tiempo. Es posible definirla como un intermezzo, es decir, una puesta en escena (una parada) que prefigura un acto aún más serio, más grande, más prolongado. Este acto es el arte y la cultura (lo que sea que esto signifique), pero también puede ser el tristemente célebre camino de la ruta 400, o la monotonía veleidosa (valga el oxímoron) de un P-4.

En cambio, Ezequiel es como un cable caído de alta tensión dando latigazos de 10 mil voltios sobre el tendido eléctrico del “arte cubano”. La primera pieza de Esperando al arquitecto es una maqueta cuyo nombre encierra una lectura social: “La casa del artista que no engorda” (2002). La casa, que asombrosamente está gorda, se refiere a la relación motivada entre el éxito comercial de algunos artistas y su peso corporal: “lo ideal sería trabajar todo el tiempo, cuenta Ezequiel, llenar la casa con tu trabajo y no el refrigerador de comida”.

Formalmente es un objeto muy extraño. La fachada luce como modelada por el expresionismo de los años veinte: es negra y estirada, con un ligero aire parisino o berlinés, no sabría decirlo. El interior es un bulto gris que emana de las habitaciones como un fluido, o como una hinchazón donde se distinguen grandes cantidades de papel precinta y pigmento plateado. Recostado a uno de sus lados se lee un gran cartel con el siguiente mensaje, según Ezequiel, beligerante: “FARMERS”. El texto retoma la idea del intelectual como obrero de la cultura, pero esta vez dicha como una ofensa.

Foto: Luis Alexander del Rosario

Foto: Luis Alexander del Rosario

La factura de la maqueta es un misterio, parece el producto de algo relativo a la alquimia, no a la escultura. Se ve tracho, bizarro, contrahecho, pero posee el encanto de lo inverosímil. Intentar desglosar sus materiales a base de plecas es como triturar, licuar y pasar el líquido resultante de una fruta por un microscopio para determinar por qué sabe tan bien.

Las paredes domésticas que rodean este objeto (Aveces Espacio de Arte es un hogar que suele convertirse más de una vez al año en sala de exposiciones, sin desmantelar aquello que lo mantiene habitable) contienen una serie de pinturas de Lester cuyo tema es aparentemente muy llano, son paradas habaneras de guagua.

En un nivel sofisticado (esto haría las delicias de la crítica más “seria”), las “Paradas” (2017-2018) son una reflexión de hielo acerca de nuestra arquitectura más preciada: el Movimiento Moderno made in Cuba, el fordismo de los años cincuenta, los arcos como tipografía de McDonald’s y el techo a dos aguas invertido, símbolo de la generosidad automovilística de la General Motors. La mayoría de estas paradas son pre-revolucionarias, lo que podría sugerir que la movilidad y la funcionalidad pertenecen a una tradición política diferente. En el nivel anecdótico (y este es verdaderamente la esencia de la serie) son la puesta en escena de una rutina: de lunes a viernes Lester va desde San Ignacio y Obispo (donde está su casa) hasta Nuevo Vedado (donde está su estudio) en la ruta 27; en la noche del viernes se va a casa de su novia en Santamaría (la playa más hermosa de La Habana) a través de la ya mencionada ruta 400.

Foto: Luis Alexander del Rosario

Foto: Luis Alexander del Rosario

Todos los cuadros merecen que te detengas en ellos. En “Parada La 400” hay a un tipo boca abajo contra la calle siendo arrestado por tres policías, uno de uniforme y dos vestidos de civil, mientras la cola permanece en modo playero, nadie se inmuta. Otra escena muestra (“Parada Casino Campestre”) a un grupo de soldados, u oficiales o cadetes que salieron de pase y esperan quién sabe si una botella o un camioncito. “Parada El toro rojo” (llamado así porque desde la parada puede verse una carnicería con una inmensa propaganda de la empresa cárnica Bravo, la cual, felizmente, Lester declina representar en el cuadro) está rematada con un personaje casi invisible de un ahorcado que cuelga del techo de la habitación anónima de un edificio. “Parada varada”, un teatro de sombras chinescas (síntoma de esa parodia de lo humano endémica del contexto de las paradas en Cuba) sobre las “áridas soledades de la patria” y bajo el amparo de una cobertura mediocre de zincs calientes (sin duda un retrato del país).

En ninguno de los casos puede verse un ómnibus u otro tipo cualquiera de transporte. Los personajes tienen un pacto displicente con el tiempo, su gran arte y recurso más preciado es el de la espera. Las paradas, así de simple concreto, pedazos de tubo o zincs ardiendo son el marco de una potencial novela vanguardista, pero sus escenas son de un realismo casi decimonónico. Lo principal de la serie, diría Lester, es el costumbrismo de estos pequeños relatos: “la herida de mi relación con el mundo urbano”.

Al lado de “Parada Última parada” (la única pintura donde han desaparecido las personas y que solo recoge un banco y un pequeño techo rodeado de árboles frente al muro inconfundible del cementerio de Colón) está “S/T (a Kurt Cobain)”, 2014. La pieza es otra maqueta donde Ezequiel Suárez imagina metafóricamente la casa donde murió el chico de cabellos de oro y cerebro tóxico que no solo fue el vocalista de Nirvana, sino también de toda la música grunge.

Esta vez el objeto resulta descifrable, se trata de cuatro paredes de PVC pintadas de azul, amarillo y rojo a la manera accidentada de un grafiti; aunque el texto que presenta la maqueta, bajo el título “Centro de la tierra (la casa de Kurt Cobain)”, es oscuro e imprescindible. En realidad presupone un silencio, todo lo que rodea la obra es este texto, lo único que es dado decir acerca de ella: “No sé por qué pasa, pero entras en la sala. Un sol alpino envuelve la entrada. Las tibias cortinas, pensativas también y dueñas de sí, se elevan de pronto rozando los muebles, se entrelazan y chocan formando en el medio un puño amarillo, ocre, rosado. Es un Centro de la Tierra como otro cualquiera, dices. Insignificante y costoso, dices. Como esas mentes vacías y rubias que bailan. Y ya sabemos que los cubanos lo complican todo; Ezequiel O. Suárez Otoño 1970”.

Foto: Luis Alexander del Rosario

Foto: Luis Alexander del Rosario

Pero Ezequiel no solo ha traído maquetas a Esperando el arquitecto. También expone la serie “Por la Central de las fotos”, empezada hace casi diez años y todavía inconclusa. El políptico, compuesto de nueve fotografías (es solo una breve selección), tiene el ritmo y la inmediatez de un reportaje concebido por un principiante muy talentoso o un turista. Un turista cubano rumbo a Jagüey Grande, donde aún vive la madre de Ezequiel y que él visita religiosamente todos los meses mientras hace fotos. La mayoría de lo que puede verse en las imágenes son construcciones del gobierno que flanquean la Carretera Central y que Ezequiel clasifica de sospechosas. Sospechosas y al mismo tiempo bellas, lo que resulta increíble tratándose de garajes para vehículos estatales y desvencijados, almacenes anacrónicos de la supuesta reserva para tiempos de guerra, moles de concreto que alguna vez fueron preuniversitarios, hoy convertidos en prisiones. El fondo donde se enmarca esta arquitectura fantasma contrasta con el sello inevitable del paisaje local: un verde enardecido por el sol en su hora pico y un azul eterno de postal caribeña. Su principal influencia, Ezequiel se apura en aclararlo, son las fotos del periódico Granma y las cámaras desmotivadas del noticiero.

Hubo un tiempo en el que la fotografía era una práctica limitada por la técnica y el soporte, algo poco habitual. En la actualidad es el pasatiempo de millones (entre ellos Ezequiel) y la profesión de muchas personas. La distancia que existe entre la fotografía artística y la fotografía de carácter general está sustentada por la ideología de las instituciones fotográficas, por la tiranía de los formatos, pero sobre todo es una cuestión de utilidad: la fotografía artística es una especie de trabajo inútil, mientras que la otra (el 99 por ciento de las fotos que se producen en el mundo) está al servicio de la información o de la burocracia.

El texto que acompaña la serie parece comprender muy bien este asunto: “No es arte, es Fotografías. Es ejemplos. Hacer una foto (o más fotos) es Fotografías, es ejemplos. Imprimir esa foto (no hacer nada con entusiasmo) es Fotografías, por ejemplo. No son intelectuales estos ejemplos. Muchos fotógrafos en esta sala, muchos ejemplos”. La firma otra vez es sugerente: “Ezequiel O. Suárez Invierno 2019”.

Una hora sin inflar, un video de una hora en casa de Ezequiel a manos de Lester, es el punto en el que ambos artistas convergen como dos paralelas adentrándose en la profundidad de un plano infinito. Su lógica es la del archivo, seguir los pasos de la observación natural. Según Lester “se valoró el tipo de música adecuado, un probable eje narrativo, o las maravillas del montaje. Al final resultó como un registro, me di cuenta que sin cortes había exactamente una hora de filme, lo que terminó coincidiendo afortunadamente con el título, al que habíamos llegado juntos unos días antes. No hay corrección de color, no hay estabilizador de imagen, no hay edición más allá del orden cronológico en el que fue filmado, no hay texto, no hay voz en off”. La obra de Ezequiel se maneja como un sobreentendido, la casa como su gran escenario.

Foto: Luis Alexander del Rosario

Foto: Luis Alexander del Rosario

En cuanto al anfitrión, es un despliegue irrefutable de más de 15 años de trabajo ininterrumpido. Dentro del video circulan algunas de sus obras más brillantes:

Día mal, diario (2013-2017) dos cajas de zapatos repletas de pequeñas vallas cuyos textos Ezequiel vuelve a calificar de beligerantes, cada línea está diseñada para hacer catarsis acerca de los temas que suelen preocuparle. Sobre las mujeres: “las cubanas no te quieren” o “todas están informadas”; sobre política: “lo nuevo es Trump” o “somos unos desgraciados”; sobre la familia: “es como tener hijos esta mierda”; sobre la Bienal de la Habana: “¿La Bienal de la Habana, para qué, de quién, ahora?”; sobre los amigos: “el móvil de Christian” o “hueles a viejo”; sobre la Muestra de Cine de Jóvenes Realizadores: “No es nuevo, es nuevitero”; sobre la vanguardia: “Toda idea que triunfa, por muy dulce que sea por dentro y tersa en la superficie, se arrastra hacia la corrupción”, o “yo soy un comemierda de la old school, así que no infles”; sobre sus artistas favoritos: “genial serás tú, cabrón”; sobre él mismo: “hay muchas teorías y todas muy locas sobre mi persona”.

Volúmenes, una serie formada por seis volúmenes de pequeños objetos conservados en cajas de cartón y que constituye, por sí sola, uno de los comentarios más lúcidos y extravagantes sobre el arte y la realidad cubana de los últimos tiempos, un museo en miniatura. Por ejemplo, Volumen 5 está dedicado a lo que Ezequiel llama “arte nocturno” o también “arte fula”, concebido “en lo más recóndito de la madrugada habanera”. Son “caritas” hechas de porcelana fría u objetos encontrados. Tres caritas de pato con la lengua afuera o “con pico”, una carita verde de un chino, el rostro esperpéntico de un muñeco de nieve, una carita de Serrano, el conductor del noticiero, dibujada sobre un frasco de medicina plástico cuya tapa es una gorra de policía; una carita amorfa incrustada con la palabra Museo, el rostro caricaturesco de Satán coronado por palillos de diente enterrados sobre su espantoso cráneo. Volumen 4 es totalmente blanco y aséptico. Su principal atractivo es una pila de tarjetas de presentación de Yu Yeon Kim, curadora coreana radicada en New York que alguna vez visitó la casa de Ezequiel y que extrañamente olvidó el montón de tarjetas en su mesa. Volumen 2, el más intertextual de todos los volúmenes, está dedicado a herir de muerte el gran mito del arte contemporáneo cubano, la exposición Volumen 1 (1981). Su objeto más llamativo es un pisapapeles cuya parte superior, hecha de cartulina, es una cuña dibujada a imitación de un célebre cuadro de Flavio Garciandía donde se lee: “El arte cubano son muchas mafias”.

Ladas (joven negro con mentón), obra de una década durante la que Ezequiel tomó fotografías de 900 autos marca Lada, atravesadas fugazmente (en un número brevísimo) por un único personaje, un negro de mentón prominente.

El reino de este mundo (2007-2018), una inmensa acumulación de recortes de fotos del apartado de noticias nacionales del periódico Granma. Una serie donde literalmente, según Ezequiel, sale “todo el mundo”, desde Fidel Castro hasta el polémico Kacho, pasando por Graciella Pogolotti, Mercedez López Acea, Nicolás Maduro, o el nuevo presidente de Cuba: Miguel Mario Díaz-Canel Bermúdez, así con todas las letras.

En cuanto al invitado, a veces su trabajo consiste en desaparecer, aunque las citas son el teclado donde Lester Álvarez toca su propio concierto. Un concierto enfocado en el agradecimiento, una inversión rigurosa en el patrimonio humano. La colaboración, que habitualmente acaba con las individualidades, sorprendentemente ha fortalecido su obra.

Lo que de oídas es una cursilería empieza a desdibujarse cuando se miran los hechos. Lester no es adinerado, pero ha apoyado económicamente a más de uno de sus amigos escritores y artistas. No tiene nada que ver con el gobierno, aunque su trabajo es igual o mejor al de una institución (democrática). Es un artista más leído e informado que la media, pero no imposta categorías teóricas exóticas e ininteligibles. En cambio, insiste en hacer traducciones sobre lo que ocurre en la escena artística local, paradójicamente, su talante más cosmopolita y complejo. Su labor es la de un intelectual más que la de un artista, lo que no resulta fácil en un país sin dinero para las academias o los centros de arte. Más que un objeto, el saldo de estos hechos es un tejido cultural que empieza a convertirse en un texto. Un texto que esboza una tradición futura que quizá podría salvarnos.

Ezequiel Suárez, un artista que prácticamente no sale de su casa (un garaje convertido en apartamento), y Lester Álvarez, un flȃneur empedernido en busca de pasajes por toda la isla, bien pudieran ser la metáfora alternativa del hasta ahora así llamado “arte cubano”. Una marca explosiva que genera no pocas exposiciones oficiales y turísticas, adjetivos que en el ranchito nacional significan lo mismo. Esperando al arquitecto es otra cosa, una implosión en el panorama.