Tal vez fue Henry Kissinger el primero en recordarlo, pero muy pronto la vieja noticia se difuminó por medios rusos como Sputnik y Russia Today y alcanzó medios de la izquierda putinista latinoamericana, que treinta años atrás preferían no mencionar aquellos nombres y apellidos. «Incluso disidentes tan famosos como Alexandr Solzhenitsyn y Joseph Brodsky insistieron en que Ucrania era una parte integral de la historia de Rusia y, de hecho, de Rusia», escribió Kissinger en 2014, cuando la anexión de Crimea y en medio del Euromaidan en Kiev.

Lo que no necesitaba recordar Kissinger, aunque sí esos medios latinoamericanos que lo amplifican, es que ambos escritores fueron expulsados de la Unión Soviética por traidores, luego de someterlos a varios arrestos, censura de sus libros y amenazas de muerte a ellos y a sus familias durante años. Leonid Brezhnev decretó ambos destierros, el de Brodsky en 1972 y el de Solzhentisyn en 1974, que iban acompañados de pérdida de la nacionalidad rusa.

Para Solzhenitsyn, que nació en la pequeña ciudad caucásica de Kislodovsk, entre el Mar Negro y el Caspio, casi llegando a la frontera con Georgia, la identidad rusa fue central. Más de ocho años en un campo de concentración y el acoso constante de la política política orientaron su crítica al totalitarismo soviético desde una ideología nacionalista tradicional y paneslavista. Aunque su plena rehabilitación se produjo en 1989, después de un forcejeo de varios años entre Novyi Mir, que rescató Archipiélago Gulag, Pabellón del cáncer y El primer círculo, y el Glavlit, la oficina que protegía los secretos de Estado en la URSS, el escritor no regresó a Rusia hasta 1994.

Antes de su regreso, en su exilio suizo, Solzhenitsyn escribió varios ensayos que captaban la reacción nacionalista al colapso del imperio soviético: Cómo reorganizar Rusia (1990), El problema ruso: al final del siglo XX (1992), Rusia bajo los escombros (1992). En aquellos textos se anticipaba la visión de la desintegración soviética como «catástrofe», que ha popularizado en los últimos años Vladimir Putin, ex agente de los aparatos represivos que martirizaron a Solzhenitsyn por décadas.

La tesis tan repetida en estos días por teóricos neorrealistas y conservadores de Estados Unidos y por ideólogos bolivarianos latinoamericanos, que culpan al «Oeste» por la invasión rusa de Ucrania, apareció mucho antes, en otro ensayo de Solzhenitsyn del periodo del exilio, rescatado en tiempos de Boris Yelstin: El error de Occidente (1998). Al final de su vida, el viejo escritor disidente no solo lamentaba la desaparición del imperio sino la liberalización de la economía rusa y la globalización postcomunista. Cuando murió en Moscú, en 2008, aquel Nobel desconocido por el Kremlin, en 1970, fue sepultado con honores de Estado.

Más llevadero fue el exilio para Joseph Brodsky, nacido en una pequeña familia judía en la, a su manera, cosmopolita Leningrado de 1940. Desde muy joven, Brodsky fue un excelente traductor y, como Vladimir Nabokov, alcanzó una gran familiaridad con el inglés. Su temprana Elegía para John Donne (1967) sirvió de anuncio a una carrera que se volcaría a la asimilación de lo mejor de la cultura occidental. Admirador, como Guillermo Cabrera Infante, de los grandes directores del cine estadounidense (DeMille, Welles, Kazan, Wilder…) confesó en On Grief and Reason (1995) que en su juventud, en Leningrado, quería ser «más americano que los americanos».

A Brodsky le concedieron el Nobel ya en el exilio y la nomenclatura soviética no tuvo que debatirse entre reconocerlo o no, como cuando se lo concedieron a Pasternak o a Solzhenitsyn. También fue una víctima del régimen soviético, ya que lo acusaron de «parasitismo social» y fue condenado a cinco años de trabajo forzado en los sesenta. En el momento de su muerte, en enero de 1996, había sido reinstalado como miembro de la Unión de Escritores de San Petersburgo, en la sección de traductores, pero prefirió que sus cenizas fuesen enterradas en la isla de San Michele en Venecia.

Cuenta Karl Schlögel en El siglo soviético (2021) que el apartamento en que Brodsky vivió con sus padres en Leningrado, antes de su expulsión de la URSS, se convirtió en un museo comunitario después del comunismo. Se trataba de una kommunalka con cocina y baño compartido, muy parecida a la que narra Boris Pasternak en Doctor Zhivago y que el propio Brodsky describe en su ensayo autobiográfico «En una habitación y media». La Casa Maruzi, en el número 24 de Liteiny Prospect, es un edificio de la Edad Plata que sobrevivió a la Revolución de Octubre, la guerra civil, el terror estalinista, el sitio nazi, el esplendor y la decadencia soviética.

En esa casa, según Brodsky, cabía toda Rusia, su historia y Ucrania dentro de ambas. Pero lo que nunca dijeron Solzhenitsyn o Brodsky es que para defender la identidad rusa de Ucrania fuera preciso negar la existencia de esa nacionalidad de Europa del Este y bombardear Kiev, Jarkov y Odessa. Atribuir el imperialismo de Putin a aquellos escritores que desafiaron un Estado totalitario no deja de ser un testimonio más de la patética orfandad que produjo la caída del imperio soviético hace treinta años.