UNO

La cucaracha sube por la pared. Sube rapidísimo. Va vertical. Como una cosmonauta.

Parece un hecho mínimo. Es más, lo es. Es ese hecho mínimo que la gente suele recordar, y que Norberto Urgellés Martínez (Guácharo) asocia con el último día en casa de su mujer, mientras salía del bullicio, con el cinto amarrado a la cintura, el asa del maletín en la mano y su mujer (que gritaba ) y su niña de dos años (que lloraba) mirándolo. Dentro de Guácharo, la culpa del adulterio.

Después encaramó el maletín en el asiento grande del camión, le dio un grito al hermano y Carmelo, sin maletín (apenas tenía ropa), salió también de la casa de su cuñada. En el camión estuvieron unos días, dándole vueltas y vueltas a La Habana. A veces, mientras Guácharo cumplía con la rutina del trabajo, Carmelo se iba a caminar. Probablemente vio alguna tendedera en el camino. Metió las manos. Tuvo alguna bronca. Pero esas ya son especulaciones.

—El problema de no tener mujer —dice Guácharo— es que a la larga uno se queda sin casa. Y en este caso, éramos dos sin casa.

Un par de hermanos durmiendo por turnos en el asiento grande de un camión. Turnos diarios. Y la noche en que a Guácharo le toca dormir sentado, maneja la mañana con dolor en la espalda, con la cintura tiesa. Pero maneja. Se gana los pesos de manera legal. Mientras, Carmelo busca donde vivir. Juntan dinero. Se compran un terreno no muy grande en un lugar no muy grande. En un lugar cabrón.

Si hubiera —dice— podido escoger, no lo hubiera comprado. Pero a uno le hace falta un lugarcito donde estar cómodo.

Trescientos pesos. Un terrenito mínimo por La Cuevita, detrás del estadio, en San Miguel del Padrón. Allí construyen: en una de las curvas de un camino formado por el paso de la gente. En un barriecito que está formándose y al que le dicen ya, antes de terminarse, Los Mangos. Un barriecito de gentes que han llegado de todas las provincias a armarse chiringuitos en el mismo lugar.

Por las mañanas, Guácharo va al trabajo. Por las noches, cargan en la cama del camión tablas y tejas que compran por la izquierda. Por las mañanas, Carmelo pone clavos, junta tablas, engrampa un par de tejas con alambre. Por las tardes, Guácharo deja el camión en el garaje de un tipo que le cobra, y va a poner tablones también. Duermen sin techo, allí mismo. Desayunan y comen en El Tropicalito: una cafetería del Estado frente al estadio. A veces un vecino les da café, les carga alguna tabla, les da unos clavos. Pasan cinco meses. No almuerzan nunca. Pero en cinco meses ya duermen bajo techo. Aunque ya no hay camión.

***

Fue el 17 de diciembre del 96.

Guao

Guácharo en su cuartico. Foto: El Estornudo

—Me acuerdo porque es día de San Lázaro y porque tuve que coger tres guaguas del Vedado a Los Mangos —dice Guácharo.

Se acuerda porque había un molote grande de gente en la entrada del barriecito. Porque tuvo que llegar con la cabeza baja. Y porque vio a Carmelo por primera vez metido en la patrulla: sin camisa, sin moral, con rabia y odio, bajo el juzgado de los vecinos. Guácharo se acercó a la patrulla. Dijo que él era el hermano. El policía le dijo que Carmelo Urgellés Martínez había vaciado catorce o quince casas en Luyanó, en el Cerro y en San Miguel. Y que iba detenido hasta el día del juicio. Guácharo no dijo nada. Agachó la cabeza aún más y caminó el trillito junto al estadio (un trillo que se curva, se zanja, se va haciendo laberíntico). Hasta la casa. Con vergüenza, bajo el juzgado constante de los vecinos. Porque Norberto el Guácharo, Norberto Urgellés Martínez, lo hace todo limpio. Siempre juega legal.

Un día pésimo un hombre se levanta y pierde el trabajo. Y pierde al hermano. Y acaba el día tirado en la cama pensando en el suicidio. En su caso, la alternativa a la muerte era volver para Santiago de Cuba.

—Pero eso —dice— es peor todavía. Allá en La Maya mi hermano estaba preso todo el tiempo. Por eso vino. Huyéndole a la policía.

Dice que vivían «doce negros en un cuarto». Los diez hermanos, la madre y el padre. Que el padre falleció. Y que la madre le escribió una carta a Celia Sánchez. A los dos o tres meses, Celia mandó a buscar a los diez hermanos. Les dio beca a todos. Era 1963. Guácharo pasó la escuela de pesca en La Habana. Se hizo marinero. No le gustaba el mar. Carmelo vino y estudió algo que no sabe Guácharo. Algo que tampoco dice Carmelo, porque nunca se deja entrevistar. Lo que se sabe es que terminó la escuela, volvió a Santiago, empezó a caer preso, llamó a Norberto un día por teléfono y Norberto le dijo que viniera. Norberto, entonces, vivía en Santos Suárez, a finales de los 80, en casa de la mujer. En San Leonardo, entre Rabí y San Indalecio, dice. Y manejaba, tranquilo, aquel camión para la termoeléctrica del Mariel. Después nació la niña. Y Carmelo vivió ese par de años con la niña y con Guácharo en Santos Suárez. Sin trabajar.

***

Llegan cinco patrullas, diez policías, cruzan el estadio, desenfundan las tonfas, gritan, gritan, un sábado a las diez de la mañana, a principios del 2000. Entran todos juntos. Patean puertas, gritan, se envalentonan, tumban al suelo los jirones de ropas que guindan de las sogas que van de un palo a otro en los portales de algunas casas, a ambos lados del trillo. Alguien mira detrás de una ventana. Los niños lloran. Las abuelas les tapan las boquitas en busca de silencio. Si se escucha una voz en una casa es probable que la policía entre a la fuerza y sabrá Dios qué hagan. Si no se escuchan voces, también. Miedo en Los Mangos. Hay quien pone una silla tras la puerta de madera, o quien la calza con algún palo gordo. Yaquelín, embarazada, siente que está al parir. Hay quien se mete en el baño y quien mira por las hendijas que hay en las paredes, por donde entra la luz. Algunos hombres tienen miedo también. Algunos quieren salir, fajarse. Nadie se decide. Es algo lógico. Hay diez policías afuera con tonfas y ningún hombre quiere salir solo, ni en dúo. Es normal que tengan miedo. Pero los niños lloran, y sus madres. Y aquellos policías siguen jodiendo en el asentamiento. No tienen qué romper. Ya no les queda. No hay una saya puesta en ninguna soga. No queda una puerta sin pateadura. No queda una mala palabra por gritar. Entonces sale Yaquelín. Yaquelín Casamayor. Tiene veintitrés años. Y se para en la puerta de su casa. “Pité rega’o, dice, “me resingué en la madre de to’l mundo por’í pa’ allá.” Salen algunos hombres. Con tubos y con piedras. Con machetes. Con bíceps y con puños. Y salen las mujeres también. Y algunos niños. Encaran a los diez policías. Ya, de cerca, no lucen tan valientes. Pero dicen que hay que desalojar Los Mangos. “Pa’l carajo to’l mundo. Cada uno que tumbe pa’ su provincia.” “Los policías, a veces, se olvidan de que son seres humanos. De que muchos vinieron de provincias también”, dice Yaquelín ahora, después de quince años. “Pero en Los Mangos nadie vira.” Es lógico. Si están aquí es por algo: que por muy mal que vivan en La Habana están en La Habana y tienen, a la larga, más oportunidades que por allá.

Va un trompón por el aire, aterriza en la cara de un policía. Detrás de ese, miles.

Desde las once y media de la mañana de un sábado, a principios del 2000, la policía (a menos que fuera de manera contingente) no ha pisado Los Mangos otra vez.

***

Mientras Carmelo estuvo en la cárcel, Norberto fue chofer de guaguas, albañil, lechero. Había tenido unas cuantas mujeres. Nada formal. Ya le decían Guácharo. Y el barrio minúsculo de Los Mangos era un asentamiento ilegal con más de cuatrocientas casas. Sin agua, sin servicio de electricidad. Cuando Carmelo salió, Norberto había ido por lo menos una vez al mes a verle al combinado. Le había llevado panes, cigarros, revistas. Le había contado el chisme, la revuelta con la policía en el barrio. Lo había mantenido al tanto de todo. Le había llevado una carta de la madre en Santiago.

Cuando Carmelo salió, Norberto había ido, por lo menos, una vez al mes a Santos Suárez. Los sábados. Le había dado dinero a la hija, la había llevado tres o cuatro veces a los dos zoológicos que hay en La Habana, se había disculpado con la mujer por pegarle los tarros y la mujer le había permitido mantener la dirección por Santos Suárez, aunque siguiera viviendo en Los Mangos. “Nunca volvimos”, dice, “pero me hizo el favor”. Gracias a eso, Guácharo trabajaba legalmente, para el Estado. Porque allí en Los Mangos casi nadie le trabaja al Estado. No pueden. No tienen la dirección. Allí en Los Mangos casi nadie trabaja por cuenta propia; es decir, casi todos lo hacen (venden escobas, haraganes, ropas, granizados, cigarros), pero pocos tributan a la ONAT. Esos pocos que tienen, en La Habana, la dirección.

Guácharo, además, tenía libreta de abastecimiento. Cada dos meses iba a Santos Suárez a llevarse el café, el arroz, el azúcar. Lo demás lo dejaba. El aceite, el pollo, los frijoles. Eso. El resto de la cuota se lo comían la niña, la mujer, y el marido de la mujer.

El aceite y el pollo de la gente de Los Mangos se quedan en las provincias de las que salieron. Lo mismo sucede con el registro legal de los niños que nacen en Los Mangos. Automáticamente son puestos en la dirección que dicen los carnés de sus madres. Y sus tarjetas de menor, entonces, no dicen San Miguel del Padrón. Aunque allí es donde viven.

Lo que nunca les falta es una escuela. Todos asisten. Al principio, dice Yornuarys Orphel, madre de Melody, una niña simpática de ocho años, había problemas. Las maestras no querían darles clases. Los directores no los aceptaban porque no tenían la dirección. Después la cosa fue ablandándose. Dejaron, poco a poco, que los niños entraran a las aulas sin la matrícula; con uniformes y libros resueltos, como se resuelve todo lo que no puede ser legal.

Dice, además, Yornuarys, que hasta hace un par de años no podían atenderse en el consultorio, ni en la posta médica. Cuando uno llegaba el doctor te preguntaba el nombre, la dirección. Y cuando uno decía que vivía en Los Mangos el médico te viraba la cara. Te decía que fueras directo al hospital. “Por suerte”, dice, “nunca supe de alguien que se pusiera grave, o que se muriera. Yo fui algunas veces con la niña con fiebre, con diarreas. Y nunca me atendían. Ya después me iba sola pa’l hospital.”

Cuando salió Carmelo de la cárcel, en 2001, en Los Mangos ya había tres CDR. Había sus guerritas con los barrios vecinos (los legales). Y las casas estaban enchufadas ilegal a los postes que pasan por la carretera, porque, antes de enchufarse, en Los Mangos no había electricidad. Agua tampoco, aunque para esa época los vecinos ya se habían conectado a las tuberías. Tenían chorritos de agua en las llaves. Y nunca hubo un teléfono. En el 2001, además, Los Mangos ya no era Los Mangos. Ni era un asentamiento. Al conjunto de casitas (llega-y-pones) agrupadas alrededor del trillo le decían ahora Comunidad. Y le habían puesto un nombre: Nuevo Renacer.

Así que Carmelo tuvo que reintegrarse. Participó en dos o tres reuniones con el delegado de la zona; firmó dos o tres cartas con sugerencias, quejas y reclamos, que enviaron los vecinos al gobierno provincial; tuvo rencillas, esporádicas todas, con Guácharo; tomó Paticruzao en el velorio de la madre en Santiago; y se buscó una mujer. Guácharo, entonces, empezó a trabajar en una microbrigada por Diez de Octubre. Allí estuvo tres años.

—Si no fuera por culpa de Carmelo, hubiera estado unos añitos más.

DOS

Un cuerpo de hombre no puede almacenar treinta y tres mil voltios. Quién sabe lo que piensa ese hombre, y cómo lo piensa mientras se derrumba.

—Fueron cuarenta y cuatro segundos —dice Yasniel Lamontaña, con precisión.

Alguien, entonces, que cae desde un techo de madera, pestañea, intenta mover la boca y no puede. Luego Oriel —muchacho de veintiún años sin padre, y padre de un niño de siete meses— fue apenas un amasijo oscuro, renegrido, sobre las piedras.

—La corriente lo cogió por el cuello, porque le faltaban pedazos de piel ahí ―dice Yaquelín, su tía―. Me eché en el suelo para moverlo y estaba caliente todavía. La gente me decía que lo dejara, que estaba muerto. Pero yo no podía levantarme. Es lo peor que he visto: una persona electrocutada. Y es peor todavía si es alguien tuyo.

Hay pedazos de piel que nunca se encontraron, que desparecieron paralelos al tiempo en que Oriel se electrocutó. Cuarenta y cuatro segundos antes, Yasniel le había alcanzado una tabla, unos clavos. Cuarenta y cuatro segundos antes, Oriel era un hombre pensando en darle techo a su familia en Los Mangos, y en el espacio que ocuparía la cuna de su bebé.

Yaniri, su mujer, no pudo verlo. Pero la verdad es que el resto tampoco. Un cuerpo quemado es siempre eso que uno nunca hubiera querido ser: despojos. Y ese cuerpo quemado de Oriel, bajo el sol, en el suelo, es algo que Yaniri no querrá recordar. Por eso ella tendrá que inventar para Leo —el hijo— una historia encantada y hablarle de un padre que murió por una x-causa. Hasta que un día ese niño sin padre, hijo de un padre sin padre, meta los pies en las trampas de la verdad, y aúlle.

***

Oriel —natural de Songo, Santiago de Cuba— se quedó sin padre a los dos años. Ese mismo día también se hubiera quedado sin madre, si no hubiese sido por su tía Yaquelín, que frenó al padre de Oriel cuando intentaba matar a Sara.

—Yo sentí los gritos de mi hermana y golpes en la pared. Corrí, y cuando llegué a su casa me encontré a Frank ahorcando a Sarita, que estaba en cueros, en el piso. Agarré un palo y le metí a Frank por las costillas y la espalda. Pero Frank era un borracho y un animal; se viró y me partió la boca con un piñazo. Entonces me mandé a correr para la calle, chorreando sangre, y gracias a Dios venía Rafelito, un primo mío, y unos muchachos del barrio. Se mandaron a correr para casa de Sarita y le quitaron a Frank de arriba, que ya la tenía asfixiada.

Yaquelín, además, dice que Frank ligaba el ron con pastillas, para drogarse, y se ponía como un loco. Que hacía tiempo que su hermana aguantaba las golpizas y no escuchaba consejos de nadie.

—Yo le decía: “Sarita, cualquier día ese borracho de mierda te va a matar. Déjalo, mi hermana”. Pero ella decía que ese era su marido y que ella era quién decidía cuándo dejarlo. Pero aquel día ya fue lo último, porque de verdad, si yo no llego a estar cerca, Frank la mata delante de Orielito. Y parece que ella entendió que lo primero era el niño. Y dejó que Frank se fuera.

Dice que su primo y los otros le dieron una buena tanda de golpes a Frank, que salió corriendo, tambaleándose y con el pantalón a medio abrochar, diciendo que se iba al carajo, que con esa puta no estaba más.

—Unos meses después, en los carnavales de Santiago, mataron a Frank. Le metieron trece puñaladas.

Sara tuvo que seguir adelante —sola, sin profesión alguna, con un niño de dos años y desorientada—, planchando y lavando para la calle, cuidando familiares de otros para ponerle a su hijo un par de zapatos en los pies.

TRES

La vida ahora es Maritza tendiendo un poco de ropa en un cordel que cuelga entre dos matas sin hojas, a la entrada de la casa de Guácharo y Carmelo. Tiene puesto un pulóver anudado a la altura del ombligo y una licra, morada, fácil, que enseña debajo un blúmer a rayas, y el pelo amarillo hecho un moño en la cabeza. Está tendiendo a las seis de la tarde. Empieza a oscurecer.

Carmelo anda en la calle. Salió después de almuerzo y no le dijo a Maritza a dónde iba. Ni cuándo iba a volver.

Guácharo llega de la micro. Se queda un rato hablando con Maritza, entra a la casa, se tira en la cama, prende la radio. Después llega Carmelo. Afuera, su gritería se escucha más alto que la radio. Seguro está borracho. Le suena dos trompones a Maritza y Maritza entra corriendo. Una bronca normal.

—¡Ay, Ochún, dame fuerza! —grita Maritza.

Y Carmelo la jala por el moño, la arrastra por el piso, le suena cuatro o cinco trompones más. Durísimo, con odio. Guácharo se levanta.

—¡No te metas!

Se faja con Carmelo.

— ¡No te metas!

Se tiran unos golpes.

—¡No te metas!

Maritza sale, corre por el trillo, llega a la carretera, coge un teléfono en una cafetería del Estado, frente al estadio, llama a la policía, luego se para al comienzo del trillo, al lado del estadio, mucho tiempo. Bastante. Hasta que llega la patrulla.

Carmelo va preso cinco años más. Guácharo, a quien le falta la falange del índice de la mano izquierda, de golpe se queda ciego. El empingue hizo que le subiera la presión ocular.

***

A los quince años —aún en Songo, Santiago de Cuba— Oriel soñaba con estrellas, alturas, espacios. Sueños de cosmonauta. El técnico en electrónica no le gustaba. Y tampoco la situación en que su madre se encontraba.

―Mi hermana nunca supo estar sola ―dice Yaquelín―. Cuando pasó lo de Frank, ella sabía que tenía que salir adelante, porque tenía un hijo. Pero se empezó a poner mal. Había tiempos en que no hablaba, ni podía hacer nada en la casa. Se deprimía fácil. Al principio pasaba poco, pero después empeoró.

Casama

Yaquelín Casamayor. Foto: El Estornudo

Oriel no aguantó ni tres meses en el tecnológico. Al ver que su madre desmejoraba, tuvo que empezar a trabajar y asumir las responsabilidades de la casa. Con quince años ya le tocaba poner comida en la mesa. Trabajó de ayudante de albañil, en la poda de jardines, en la plomería. A esas alturas, su sueño de ser cosmonauta moría con la evanescencia de la niñez, en los últimos años de su pubertad. Hasta que, a los dieciocho, alguien decidió que Oriel debía pasar el Servicio Militar Activo en La Habana.

—Yo hacía casi un año que estaba viviendo aquí en Los Mangos —dice Yaquelín— cuando Orielito vino para el servicio. Sarita me llamó y me lo dijo, y me dijo que se lo cuidara, que si a su niño le pasaba algo ella se mataba. Y yo le que Orielito era como un hijo para mí. Y yo le llevaba comida en las visitas y lo tranquilizaba con el problema de su mamá. Yo hice todo lo que pude.

Cuando Oriel salía de pase en la unidad militar, su tía se lo llevaba para Los Mangos. Y allí conoció a Yaniri, también santiaguera, cinco años mayor que él. Se hicieron novios justo unos cuatro o cinco meses antes de que Oriel terminar el servicio.

—Yo pensé que Orielito se iría para Santiago con su mamá. Pero se juntó con Yaniri y supe que ese no volvía. Vino el día de la baja del servicio y me dijo que no se iba para Santiago, que allá no había trabajo, que si se quedaba aquí, haría más dinero y así podría ayudar a su mamá. Por ese tiempo ya Sarita había ingresado una vez en el Psiquiátrico de Santiago.

En La Habana, Oriel trabajó de vendedor ambulante. Vendía haraganes, escobas, destupidores. Recorría la capital, desde bien temprano en la madrugada. Al principio, en casa de Yaquelín, compartía una cama con sus tres primos; en un cuarto dos por dos, un medio-cuarto, un trozo de lugar. Detrás quedaba Sara, y delante Yaniri y la promesa de vivir juntos. Oriel encontró un alquiler por diez CUC allí mismo en Los Mangos. En unos meses compró, a treinta pasos de la casa de Yaquelín, un terreno pequeño en ocho mil pesos. En ese entonces, ya Yaniri tenía cinco meses de embarazo. Y Oriel, aunque solo tuviera aquellos quince metros cuadrados, sin paredes, sin nada, parecía muy feliz. Se puso, entonces, a construir el techo.

Dice su amigo Yasniel:

—Él me decía: “¿Cómo voy, Yasnielito? ¿Cómo tú lo ves…?” Yo desde el piso lo guiaba. Le alcancé unos clavos y me agaché para enderezar otros. No llegó a un minuto. Y entonces aquello, como reventar una bolsa de yogurt. Lo vi en el piso, con los ojos abiertos. Corrí a ayudarlo. Le pregunté “qué pasó; coño, Orielito, qué pasó, viejo, dime qué fue”. Empecé a gritar para que la gente viniera y otros empezaron a gritar también. Vi que no tenía piel en el cuello. Yo le preguntaba y él quería decir algo, porque movía la boca. Pero no pudo decir nada. Entonces hizo como si bostezara, y se quedó tranquilo.

***

Exequias breves. El cuerpo cremado cabe en un pote de barro; mediano, rojizo. Lo tuvo Yaquelín, en su casa, varios días. Le puso ofrendas, durmió al pie de los restos. Lo lloró sola. Mamá Sara no pudo estar. A esas alturas, corría desnuda en un hospital psiquiátrico del Oriente. Y a Yaquelín le tocó subir una noche a una elevación de San Miguel. Lloró un poco, dice, y después de besar el barro dio al viento las cenizas de Oriel.

—Él siempre quiso volar y nunca pudo. La vida lo llevó siempre muy recio, a mi sobrino. Y cuando tú vives lo que él vivió, no te queda tiempo para ser lo que hubieras querido ser en la vida. Y todo se echa a perder. A Orielito ni siquiera le dio tiempo de ser padre.

Dice la gente que Leo se le parece mucho. Ahora vive con sus abuelos en Santiago de Cuba. Pero Yaniri no, ella estuvo unos meses por allá, luego regresó a La Habana y hoy vive en el llega-y-pon del Mirador del Diezmero, allí mismo en San Miguel del Padrón. Se dice que está en la lucha y que hace de todo.

CUATRO

—Yo a veces sueño que Los Mangos se va a quemar completo. Todas estas casas de madera, hasta las piedras. Nosotros vivimos en una telaraña de cables. Y yo no sé qué más tiene que pasar para que nos pongan la electricidad (legalmente). No basta la muerte de Orielito; no pasó nada por eso. Yo lo dije en el Poder Popular. Pero esas cosas no salen en los periódicos. En este CDR tenemos treinta y siete niños. Yo me pregunto cuántos tienen que morirse para que hagan algo.

Esteban Tamayo vive hace catorce años en Los Mangos, y lleva catorce años enchufado. Es presidente del CDR #1. El de Guácharo. El que hubiera sido, también, de Orielito. Y lucha. Discute. A veces ruega. Hace unos meses tuvo un preinfarto. Lo rebasó. Dice que el tema de la electricidad en Los Mangos es una guerra larga. Que la Empresa Eléctrica no los conecta al sistema porque sus viviendas son ilegales, porque ellos, a los efectos, no existen en La Habana.

— Hace más o menos tres años vinieron los de la Empresa Eléctrica y contaron los equipos que había en cada vivienda. Sacaron unas cuentas, un aproximado de cuánto se podía gastar por equipo en el mes, y nos pusieron en un contrato con la cantidad de dinero que teníamos que pagar. Pagamos durante un año. Pero eso era una estafa. Y nos quejamos. Al final dejamos de hacerlo, porque nosotros queremos pagar por lo que gastamos. No queremos que nos regalen nada, pero tampoco que nos quiten.

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Los mangos. Foto: El Estornudo

Hace años los nombraron Comunidad, una palabra como una catedral, como un título nobiliario. Pero más que una palabra, era una condicionante que rompía la lógica funcional de un llega-y-pon: desde ese momento no podían permitir que nadie más se instalara en Los Mangos, o en sus predios. Si aspiraban a ser ciudadanos legales tenían que decir no a las aspiraciones de otros, que fueron antes las de ellos. El precio de vivir, sentirse Comunidad, era el de renegar lo que fueron, y truncar sueños.

Hace tres años que nadie levanta una casa en Los Mangos.

—Duele con carajo decirle a un familiar o a un amigo tuyo que se vaya, que no puede construir aquí. Uno se pone en el lugar. Eso jode a cualquiera. Pero fue la condición que nos puso Vivienda: si manteníamos estable la cantidad de casas era más fácil legalizar la corriente eléctrica y el agua. Y dijeron eso y que en unos años, quién sabe, podían legalizarnos a todos.

El CDR que dirige Esteban tiene setenta y cuatro casas. Pero hay otros cinco, porque en Los Mangos, hoy, en 2016, pueden contarse más de tres mil viviendas, todas ilegales, enchufadas al tendido eléctrico. El agua es poca y hay tuberías podridas: empastes, remiendos de tramo en tramo. Y esta es la mejor definición de Los Mangos: un cosmos ilegal de madera y cinc, sin calles, con poca agua y corriente eléctrica robada, donde habitan seres ilegales con casas de madera y cinc y poca agua. Seres que esperan entre la resignación y el enfado.

***

Guácharo se levanta, agarra su bastón (lo deja siempre junto a la puerta) y sale de Los Mangos. Todos los días. Ahora vive solo. Tuvo que construirse un cuartico independiente al lado de la casa del hermano, con quien apenas conversa. Lo único que comparten es la escalera, aunque es casi imposible que se crucen en ella, porque Guácharo sí entra y sale con su bastón, pero Carmelo nunca. Cuando salió de la cárcel, la última vez, en 2009, se encerró en su pedazo de la casa y no se le ve. La que sale es Maritza. De vez en cuando, a buscar la comida. Y a trabajar. Pero tampoco habla. Ni ayudó nunca a Guácharo a construirse (ya ciego) su cuartico.

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Los Mangos. Foto: El Estornudo

Así que Guácharo agarra dos o tres palos de escoba, destupidores, se pone las gafas y sale de Los Mangos. A las siete de la mañana.

—A veces —dice— salgo pa’ La Habana: Luyanó, Marianao, Lawton. Aunque en El Vedado se vende mejor. Yo agarro el trillo, me monto en la guagua, me bajo en El Vedado y empiezo con mi bastón: taca, taca, taca, taca. “¡Escoba, haraganes, destupidor! ¡Arriba, la ferretería móvil aquí!”

Dice que en El Vedado peina siempre la zona cercana al Malecón. Vende sus cosas. Y cerca de la una de la tarde almuerza en F y 11, en una cafetería.

—Allí la gente me quiere —dice—. Desde que yo llego, tú sabes. Me dicen: “oye, ven pa’ acá, que ya tienes la comida servida.”

Cinco pesos cubanos. Una bandeja. Y nadie que lo ayude a bajar las escaleras, ni a sentarse a la mesa, ni a subir las escaleras después. Él lo hace solo. Porque dice que puede.

Todavía, varias veces al mes, va a Santos Suárez. Se pasa un tiempecito con la hija, y con una pequeña de tres años de la que siente orgullo; una pequeña con la que deja un rato de ser Guácharo y empieza a ser Abuelo.

A veces, también, se lleva los mandados.

Y cuando no le queda qué vender sube hasta el barrio de La Corea, cerca de La Cuevita, invierte el dinerito en palos de escobas, haraganes, cubos y destupidores mucho más barato.

Pero un chofer no deja de ser chofer hasta que no está muerto. O ciego. Guácharo no bebe alcohol, no fuma, no duerme bien, no tiene una falange de un dedo, no exige nada, no ve, no lastima. Pero no ha muerto. Ahora, aún vivo, se maneja a sí mismo como a un camión.

Es, además, el Guácharo. Norberto Urgellés Martínez ya no es Norberto, Urgellés, ni Martínez. Es el Guácharo. Y va a cumplir sesenta y cinco años en el mes de julio.

—Yo no pido nada —dice—. Dos o tres tejitas namá pa’ terminar el techo. Pa’ seguir en mi lucha. Y echar el pisito. Porque en la cama tengo un poco de nailon ahí que… Me lo tiro arriba y ya tú sabes. Por lo menos no me mojo. Y voy tirando ahí.

Quiere lo mínimo que quiere cualquier hombre. Vivir tranquilo, morirse tranquilo, pasarse algunos días con la nieta.

Si sus ojos sirvieran se acostaría y miraría al cielo por los huecos del techo, cada noche.

Su mirada subiera rapidísimo.

Y vertical.

Como una cosmonauta.

Autores: Randy Cabrera y Díaz y Jesús Jank Curbelo