Postales de Miami I

    Voy al Target de la 36 a comprar aceitunas. Abstinencia, corriente en el cuerpo. La realidad me llega de segunda mano. Alguien la estrenó, luego me la presta. Tiene olor de uso. Igual me la pongo. Los pelos se me salen por fuera de la gorra. Camino despacio a través de la luz de la tarde. Hay grafitis en las paredes de los edificios, grafitis deformes. Una morena flaca, las piernas largas, el pelo afro, un cartel que dice que no hay lugar como el 305. Ese es el código telefónico de Miami. Veo a Jimmy Butler con la camiseta rosa y azul del Heat.

    Me gusta Butler. Le vendía café a sus colegas de la NBA cuando se concentraron todos a jugar en una burbuja en Orlando. Vino de abajo. La madre lo botó de casa, no conoció al padre, la familia de un amigo lo recogió. Algo así, lo típico. No parece haber nadie exitoso que no haya estado jodido antes, pero la verdad es que tampoco hay nadie no exitoso que no haya estado jodido también.

    A mitad de cuadra un tipo salta por la ventana de un restaurante. El tipo es pobre, el restaurante lo es. El tipo se tira delante de un carro. El impacto lo lanza contra el asfalto, rebota en el cemento. Creo que eso dice algo sobre los cuerpos, o sobre alguna cosa en general. El tipo mira hacia los lados, los ojos abiertos, no sabe dónde está. Seguramente no esperó encontrarse algún día en una situación así. Atropellado por un carro, sentado en mitad de la calle, con gente alrededor. Cláxones y murmullos.

    Eso siempre le pasa a otro. ¿Fue a mí?, se pregunta, ¿soy yo? Sí, fue a ti, eres tú, le dice una voz. Tiene que haber visto en ese segundo algo que nadie más vio. La cara de la voz que le habla, tal vez. Qué extraño cuando te suceden cosas, cuando el mundo cae sobre ti. Parece un emigrante, uno ilegal. Quizá nació en Miami y tiene todo en regla. La asociación debe venir porque el emigrante ilegal lleva permanentemente la cara de alguien a quien acaba de arrollar un carro. Ese sigilo, ese susto, también ese conocimiento.

    El pelo abundante sobre los hombros, mochila en la espalda, unos jeans desgastados. Se impulsa con las manos y se arrastra. Frente al restaurante hay un taller de autos. Grasa, pistones de aire, olor a gasolina, gomas sueltas, plástico quemado. Fuera del taller hay un grupo de personas expectantes. Entre esas personas estoy yo. Barbas de varios días, descuido. Hablamos español, acentos distintos. Alguien nos pintó como grafitis deformes. Silueteados, fijos contra una pared. Lo que quiero decir es que parece esta una escena dibujada con spray.

    El tipo no quiere que nadie lo toque. Se levanta, se apoya en la baranda de una camioneta y el pie derecho se dobla como si estuviera derretido. No puede pisar. El suelo lo expulsa. Hay fracturas debajo de la ropa. Dos mujeres bajan de su carro y van a socorrerlo. Me preguntan si sé quién es. Todo el mundo sabe quién es, pienso. Todos lo sabemos. No sé, digo. Sueltan algo más en inglés y no entiendo. Quiero mirar, no hablar con nadie ni preocuparme. Todo lo que pregunto lo pregunto por crueldad o por tristeza. No puedo hacer nada por ese hombre.

    Minutos antes, el tipo había entrado al restaurante y había agarrado un cuchillo de la cocina. El cocinero salió corriendo. El tipo dice ahora que venían a matarlo. Con revolver. El gentío, mucha vista, carros detenidos, la policía en camino. El escándalo le cubre las espaldas. Quien sea que le fuera a levantar la tapa de los sesos, tendrá que posponerlo.

    Sé que ese sujeto está entre nosotros, mirando también. Podría ser yo, pero mi vida ha seguido un trayecto tal que, en este punto, en este momento, no estoy yendo a otro lugar que no sea al Target de la 36 a comprar aceitunas. En la esquina de la Quinta Avenida del North West, la policía intercepta al tipo accidentado. Se arrastra como un caracol, no deja rastro.

    Hay homeless en la parada del bus. Veo su desinterés. En el Target gasto cuarenta dólares. Compro más que aceitunas y pienso cosas. La pierna derecha del tipo parecía plastilina, imagen que fatiga. El mundo empieza a retirarse poco a poco, la carga cede.

    Comprar aceitunas, por ejemplo, es algo que ocurre fuera del mundo. La mayoría de las acciones no ocurren en el mundo, sino en un sitio que carece de sentido y no tiene nombre. Vivir bordeándolo, caminar por los alrededores de la piscina. La luz de la tarde se mece en el agua. Una cosa que hay que saber es que el mundo es el lugar donde ocurre la muerte, y que esa característica es justamente la que lo convierte en tal.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
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