El camión avanza a través de la noche. Solo se vislumbra la estrecha carretera a la distancia de sus focos. A los lados, oscuridad. Se adivinan, pero no se ven, los árboles un poco separados del camino y los arbustos, más cerca de la cuneta. Se presienten los insectos en la yerba, tal vez algún roedor, quizás algún majá o jubo arrastrándose lentamente. De cuando en cuando, nos adelanta un ómnibus, un auto o un tractor, pero solo esporádicamente. O nos cruzamos de frente con dos focos luminosos. Voy parada detrás de la cabina del camión, rodeada de cantos, voces y silencios. El aire me da en la cara, es un poco frío y tirito, pero no me muevo de mi posición.
Las risas estallan con frecuencia, se hacen chistes, todas parecemos felices. Hace mucho que salimos de La Habana, luego de una larga espera, y nos separan varias horas más de nuestro destino: un lugar inhóspito, sin corriente eléctrica, solitario, en la base de las montañas del Escambray. Eso lo sabremos después, por ahora solo tenemos una ligera idea de que vamos hacia un lugar desconocido, en el centro de la Isla. Allí llegaremos de madrugada, entre risas y miedos, entre bromas y lágrimas, entre voces de mando y silencios.
Mientras el camión avanza por la Carretera Central, las voces, al inicio altas y claras, se van apagando, y apenas se siente ahora un murmullo tenue, una queja ahogada, algún suspiro. Ya no cantamos. El frío cala hasta los huesos y se hace cada vez más intenso. Unas duermen sobre las mochilas, las maletas de madera y los maletines, algunas se mantienen despiertas, apretadas entre sí buscando algo de calor; las más callan o hablan en voz baja. Otras, como yo, siguen paradas recibiendo la brisa de la madrugada en pleno rostro. Voy en silencio, me arde la garganta, no sé bien si por los cantos y los gritos, por el aire frío o por el polvo que se levanta al paso del camión, que apenas se detiene en un cruce de ferrocarril o disminuye su velocidad cuando atraviesa un pueblo o un caserío.
No quiero llorar y, sin embargo, daría cualquier cosa ahora mismo por estar sola y hacerlo. Sigo oyendo la voz pausada de mi padre intentando buscar argumentos para evitar que, por primera vez, yo me aleje de la casa. Ya no soy la niña de 12 años que, inmersa en el entusiasmo contagioso de los inicios de la Revolución, entró por la puerta del apartamento, diciendo con algarabía que se iría a alfabetizar para encontrarse con su negativa inamovible.

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Mi familia emigró a La Habana en 1956. Ya lo habían hecho todos los hermanos y hermanas de mi padre, después de vender o perder el pedazo de tierra que les tocó por herencia, luego del suicidio de mi abuelo a principios de la década del veinte del siglo pasado. No sé si por tozudez o por evitar la nostalgia, mi padre se aferraba a la parte de la finca Orbeta que le correspondía. Pero finalmente cedió a la súplica de sus dos hermanas solteronas, que habían vivido a su amparo durante mucho tiempo, y a la necesidad de darles un mejor futuro a sus siete hijos.
En La Habana vivió el triunfo de Fidel y sus barbudos, pero nunca confió en la Revolución. Recuerdo claramente sus palabras a mi madre cuando se legalizó nuevamente el periódico Hoy (órgano del Partido Socialista Popular), a principios de 1959: «Esto es comunismo». Entonces, yo no sabía el significado de esa palabra, pero mi padre, respetuoso hasta la obsesión de las opiniones de los demás, incluyendo las de sus hijos, nunca se opuso al camino que quisimos seguir. Era demasiado amante de la unión indestructible de la familia como para permitirse y permitir una ruptura por ideas políticas o ideológicas.
Cuando uno de mis hermanos le regaló a mi madre una foto enmarcada de Fidel, y le pidió interceder ante mi padre para que sustituyera la imagen del «Corazón de Jesús» que colgaba en una pared de nuestra humilde casa, la respuesta de mi padre fue una enseñanza de amor y tolerancia: «Puedes ponerla en cualquier pared, mis hijos tienen todo el derecho en este hogar que es de ellos también, pero tendrá que estar acompañada por Jesús».
Y mi querido padre tuvo que acostumbrarse a ver a varios de sus hijos montarse en el carro de la revolución, bien por convicción o bien por necesidad. Diecisiete días después del viaje a la URSS de su hijo mayor a estudiar Ciencias Políticas, mi padre falleció. En la carta de respuesta a la misiva enviada por la familia informándole la triste noticia, mi hermano comentó: «Sé que papá no entendía, ni aceptaba las ideas comunistas, pero fueron sus enseñanzas de humanidad, amor al prójimo, sentido de la rectitud y el respeto, las que me inclinaron a mí hacia esta ideología, aunque él nunca estaría de acuerdo con este criterio».
Lo que nunca supo mi padre fue que la estampa de la Virgen de Fátima, a la cual fue devoto toda su vida, y que él forró con un pedazo de piel y cosió con amor, entregándola a mi hermano con el ruego de que la llevara en el bolsillo izquierdo de su camisa de miliciano, unas horas antes de partir hacia Playa Girón, quedó olvidada en una gaveta de la mesita de noche. Y murió convencido de que ese resguardo había salvado la vida de su hijo.
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Nos esperan jornadas de trabajo agotador al sol, haciendo cuatro veces al día el trayecto entre el campamento y los campos sembrados de cebollas, cada vez más alejados. Tendremos abundante y buena comida, cocinada por nuestras propias profesoras y las compañeras que no pueden trabajar en el campo por alguna dolencia o enfermedad.
En el medio de la nada, y en barracas con techo y paredes de guano y piso de tierra, dormiremos todas, profesoras y estudiantes, en hamacas sostenidas a los horcones de madera. Por esos horcones y por las paredes y el techo oiremos todas las noches las carreras de los roedores y los ruidos de los grillos y otros insectos. Una caseta, también con techo de guano, pero sin paredes, hará las veces de comedor, con mesas y bancos a todo lo largo y ancho. En una esquina, un pequeño mostrador, improvisando una especie de cafetería en donde nos venderán maltas calientes y algunas chucherías.
Nos esperan miedos, dolores, angustias y risas. Sobre todo risas, ahogando cualquier pensamiento negativo, cualquier intento de desistir, de traicionar, de abandonar la tarea y con ello marcar para siempre nuestro futuro. Reiremos con los gritos de algunas ante las ranas, o los grillos, o los ratones. Reiremos cuando veamos nuestras manos maltratadas y heridas, cuando nos preguntemos porqué tenemos que soportar el olor de cebolla impregnado en nuestra piel y en nuestras ropas, mientras otro grupo muy diferente de mujeres «libradas de la prostitución por la Revolución, y que encontraron en el trabajo agrícola la oportunidad del empleo digno y la inserción social», recogen fresas, no muy lejos de nosotras.
Todo esto lo confirmaremos después y lo sufriremos durante treinta y cinco días con sus noches. Por ahora, yo sigo parada detrás de la cabina del camión, imaginando el mes de incomodidades que me espera, de miedos ocultos para no provocar la burla, quizás las pesadillas nocturnas; un mes de trabajar, emular, fingir que se es feliz, volver a trabajar y mentir, siempre mentir. Pero no es eso lo que ahora hace que mis mejillas sientan el correr tranquilo de las lágrimas. Es el recuerdo vívido de mi padre, diciéndome adiós en silencio y sus ojos, la tristeza de sus ojos vencidos.