La vigilancia y la represión gubernamental contra activistas, opositores políticos y periodistas independientes en Cuba constituye una realidad cada vez más excoriante.
A medida que se ensancha el espacio público isleño, con el aún tímido advenimiento de Internet y las redes sociales, se hacen más evidentes tanto la capacidad de denuncia y de movilización de las opiniones por parte de la sociedad civil como los operativos simbólicos y prácticos de control y disciplinamiento ejercidos por el poder.
En mayo de este año hubo en La Habana una marcha independiente de la comunidad LGBTI, y esa marcha fue puntualmente reprimida. También hemos visto acciones de interpelación cívica en favor de los derechos de los animales o en defensa de la autonomía de SNet, la mayor red offline inalámbrica del país.
En las redes sociales se han multiplicado pronunciamientos solidarios contra el despido de profesores universitarios por razones ideológicas, o contra las limitaciones impuestas al libre ejercicio de la prensa y el artivismo político.
Se sabe que el totalitarismo es la posibilidad real de que en cualquier momento te toque una patada en el esternón (Véase arriba, una vez más, ilustración de Monkc).
Carlos Lechuga escribe aquí sobre «miedo» y «gente fula». Carlos Melián relata acá su interrogatorio. En El Estornudo, a fines de 2019, hablar a toda costa nos sigue pareciendo trascendental.
Eso, sobre todo, porque se trata de un país donde hablar de «elecciones directas», o de «instituciones y prácticas deliberativas», o de «disenso legítimo», o de «oposición política legal», es igual a convocar una cuadrilla de animales mitológicos. Alguna vez todos hemos mencionado esas bestias pardas, pero nadie nunca las vio.
En Cuba, la «República» y la «Democracia» son diosas presuntamente tutelares cuyos nombres pueden leerse en la nueva Constitución, pero cuyas probables encarnaciones en la realidad política de cada día son, digámoslo así, minuciosamente vigiladas y castradas por los que mandan.