Al final, muy al final, el hombre laborioso confesará que hay ciertos trabajos que también hace y que no conviene decir cuáles son. Porque lo delataría. Porque lo embarcaría. Perjudicaría. Porque no se puede. Porque no.

Sigue siendo, aun así, el hombre más laborioso que conozco: su trabajo número cinco le gusta más que su trabajo número uno, y más que el dos, el tres y el cuatro. Incluso, se relaja más que en su trabajo número seis y se divierte tanto como en el siete y el ocho.

El hombre laborioso no puede parar de trabajar. “Es mi vida”, ha dicho.

Y, ciertamente, es su vida.

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Los trabajos uno, dos, tres y cuatro del hombre laborioso consisten en hacer guardias nocturnas. Es custodio en noches alternas del centro médico de Playa Baracoa, de una sala de rehabilitación, de una vaquería del pueblo y de una granja colindante de pollos de ceba. Lleva ocho años trasnochando y no prefiere estas corridas: “La guardia no se paga con nada, por la tensión, por la mala noche, ese tiempo no lo recuperas nunca”.

El hombre laborioso vive en una casa en construcción. Ha terminado la mitad, cuarto y baño, espera poder acabar sala y cocina.

Foto: Cortesía de la autora

Foto: Cortesía de la autora

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Si el hombre laborioso pudiera dejar a un lado todas sus tareas, ocupaciones, o como quiera llamársele, se quedaría con su trabajo número cinco. Nada lo hace más feliz que su trabajo número cinco. Lo dice una, otra vez: “De todos, el que más gusta es la pesca”. Al rato repite: “De todos, el que más me gusta es la pesca”.

El hombre laborioso ha estado tiempo sin dormir de noche en su casa. Luego de las guardias nocturnas sale a pescar. No siempre fue así, pero ahora para el hombre laborioso lo más importante es la pesca del pulpo. Y en eso se enfoca. Si le pregunto por qué no pesca otras especies, pargos, rabirrubias, me dice que porque el pulpo en estos momentos lo pagan en sesenta pesos la libra. Da resultado. El hombre laborioso sale con el bichero –explica que bichero es un alambrón con la punta encorvada–y con un pomo de sulfato de cobre. Si no logra atrapar al pulpo con el bichero, el hombre laborioso hecha en la entrada de la cueva del pulpo un poco de sulfato de cobre y este sale en cuanto empieza a faltarle el oxígeno.

No en todas las cuevas hay pulpos, pero el hombre laborioso sabe en cuáles sí los hay. Lo ha aprendido con el tiempo. Los recovecos del arrecife los ha aprendido. Sabe que si fuera de la cueva hay viejos caracoles de ciguas, almejas, conchas, o piedras, son rastros todos de que hay en la cueva algún pulpo. Reconoce señales bajo el agua tanto como en la superficie.  Es más, el hombre laborioso ha dicho también que de poder, elegiría vivir bajo el agua. “Me olvido del mundo si estoy en el mar, pierdo la noción del tiempo”.

La única vez que ha estado sin ir al mar, desde que interrumpió sus estudios de Contabilidad y se dedicó más seriamente a la pesca, fue cuando después de esperar largo rato a un compañero con quien estaba pescando, se dio cuenta de que se había ahogado. Estuvo casi un año lejos del agua.

El hombre laborioso tiene la panza descubierta y una cicatriz en el mentón: “Un accidente”, me dice.

-Yo tengo más remiendos que una pelota vieja.

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El trabajo número seis del hombre laborioso es la caza de jutías. Se le ha visto en las tardes coger monte adentro, rodeado de perros satos. Las jutías dejan rastros en la tierra, y los pulpos en el fondo del mar. Las jutías dibujan trillos cuando pasan y los perros rápidamente se dan cuenta. Han aprendido a cazar desde que eran cachorritos. El hombre laborioso señala un ejemplar, negro y blanco y tan flaco que bien pudiera la jutía cazarlo a él. En ocasiones, el perro localiza el árbol donde se encuentra la jutía y el hombre laborioso se sube al árbol y la tumba para que el perro la atrape. Le pagan hasta 150 pesos por una.

Hay quien las cría, me dice, y hay quien las coge para comer. “Yo las cojo para comer. La jutía sabe a puerco si le quitas una telilla que tiene en las costillas. Si no se la quitas, la jutía sabe a palo de almácigo”.

El hombre laborioso vive con su esposa y dos hijos. Cuatro a la mesa.

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Como trabajo número siete, el hombre laborioso cría carneros. Antes tenía puercos, dice, pero es difícil darles de comer y el carnero muy fácil, porque se puede alimentar con yerba nada más. Ahora mismo tiene un lote de 35 carneros, y algunas de parida. El hombre laborioso los pastorea, ama su cría, hace poco unos perros le mataron siete carneritos y luego él mató a los perros.

Como el hombre laborioso deja los carneros hembra para que reproduzcan, vende los carneros macho a diez pesos el pie. Su peso vivo en libras por diez, explica.

Sin embargo, si el chivo no fuera “problemático”, pudiera criarlos y venderlos para asuntos de brujería.

–¿Por qué el chivo es problemático? – pregunto.

–Se come las matas de los vecinos, y me busca problemas. Ya me fajé con uno hace poco.

Al hombre laborioso se le ve en una bicicleta con cajón. De aquí para allá. De allá.

Foto: Cortesía de la autora

Foto: Cortesía de la autora

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La caza de pajaritos podría considerarse su trabajo número ocho y último. Para no contar a las palomas.

El hombre laborioso sale al monte con jaulas de trampa. Sabe que si saliera hoy mismo a cazar azulejones volvería sin ninguno, porque la temporada de azulejones empieza –y lo dice con exactitud- el 10 o el 15 de octubre y se extiende hasta abril, que parten hacia el norte en bandadas azules, más azules que el cielo, contraste del azul sobre el azul.

Le dan entre 15 y 20 CUC por cada azulejón y por eso no pierde tiempo en ese período. El degollado solo se puede cazar tres días al año, pero ese sí cuesta de 30 a 40 CUC. La mariposa abunda en noviembre, y los tórtolos, y los cardenales.

Al lado de todo lo demás, su cría de palomas viene siendo un hobby. Las entrena y por eso acaba de terminar un campeonato con la sociedad colombófila. Compite en tres modalidades: velocidad, fondo y mediofondo. Tiene en estos momentos un total de 59 palomas, las disfruta, las suelta y es lindo verlas volar. No se dedica a vender palomas, pero la gente va a su casa en busca de pichones y el hombre laborioso les dice cincuenta, cincuenta pesos cubanos, y es otro dinero que le entra.

Al hombre laborioso le enyesaron un pie hace no tanto, a causa de un esguince. A menos de diez días no aguantó más y se arrancó él mismo el yeso y se fue a trabajar.

–Trabajo y trabajo y no me da tanto como quisiera pero vivo, y estoy bien–, responde a una pregunta cualquiera.

–Lo que más odio es el maltrato, el abuso– responde a otra pregunta cualquiera.

Y al preguntársele por un sueño, cualquiera, un sueño, uno, lo que se te ocurra, lanza de golpe: un barco propio. “Me gustaría tener un barco propio, porque si no es tuyo y tú quieres pescar casteros, el dueño quiere la aguja”.

El hombre laborioso tiene un nombre muy largo y complicado que ni él mismo usa, y que por tanto no deberíamos usar nosotros, por eso lo llamaremos Abito, que así le han dicho siempre.

El hombre laborioso, que tiene las manos gruesas y ásperas, y los pies gruesos y ásperos del hombre común que trabaja el trabajo normal de su día sin excesos, no entiende por qué haría yo un escrito sobre él, un hombre ordinario: “Esto para mi es normal, mija”.

Hay otros trabajos que hace y que no puede decir cuáles son. Pero el hombre laborioso trabaja un poco más y todo lo anterior es solo una parte.

El hombre laborioso no sabe que es un hombre laborioso. Sabe, por una razón inexplicable, que no puede parar de trabajar.

Le pasaría algo muy malo, quizás. Sería el fin. Pero tampoco está seguro de ello.