Este 25 de septiembre el Gobierno cubano trocó en destierro la prisión que hasta entonces sufría el artista Hamlet Lavastida, que para entonces se extendía a más de 90 días. El 21 de junio pasado, al aterrizar en La Habana procedente de Berlín, adonde había viajado para realizar una residencia artística, Lavastida fue apresado por la Seguridad del Estado, que lo encerró en las mazmorras de Villa Marista, donde permaneció hasta el 20 de septiembre, la mayor parte del tiempo incomunicado. Ese día fue trasladado a una casa de protocolo de ubicación desconocida en espera de que se ultimaran los detalles de su destierro.
Decir que Lavastida fue puesto en libertad es, cuanto menos, eufemístico. Su prisión fue, en realidad, conmutada por otro tipo de castigo. El 25 de septiembre, cuando cruzó el umbral de la casa de protocolo donde estuvo secuestrado los últimos cuatro días que permaneció en Cuba, Lavastida no emergió un hombre libre: no pudo decidir hacia dónde dirigirse o con quién comunicarse, y es posible, a juzgar por el testimonio ofrecido por su pareja, la poeta Katherine Bisquet, que ni siquiera portara documentos de identificación.
Custodiado una vez más por agentes de la Seguridad del Estado, Lavastida fue conducido, en triste recorrido inverso, al mismo aeropuerto donde fuera apresado tres meses antes. Allí fue puesto en un vuelo rumbo a Polonia: un viaje que, según le fuera advertido, no tendría retorno. Bisquet fue desterrada junto con él.
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Hamlet Lavastida y Katherine Bisquet son los dos últimos nombres de una larga lista —que en beneficio de la memoria histórica habría que reconstruir— de ciudadanos cubanos inconformes con el status quo que han debido pagar la expresión pública de su inconformidad con el destierro, sea este, como en el caso de Lavastida y Bisquet, la expulsión del territorio nacional o, como en el caso de la periodista Karla Pérez, la imposibilidad de regresar a la isla. Se trata de una lista que es, en sí misma, garantía de poder, que es el status quo.
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El pasado 11 de julio, y en días posteriores, la historia política cubana registró sucesos inéditos. Por primera vez en al menos seis décadas tuvo lugar a lo largo del territorio nacional una serie de protestas ciudadanas, después acompañadas por manifestaciones políticas de exiliados cubanos en diversas ciudades de Estados Unidos, América Latina y Europa.
En muchas de las protestas realizadas en Estados Unidos, país donde reside la mayor parte de la diáspora cubana, los manifestantes demandaron una invasión a Cuba. Para ellos, se trataba —se trata— de la vía más expedita hacia un deseado cambio de régimen en el país de donde, por razones políticas, se marcharon y adonde muchos temen regresar. «In-va-sión», se coreó a lo largo de la avenida Bergenline y frente a la alcaldía de la ciudad de West New York. También se escuchó, aun con más fuerza, en Washington, D.C., en los alrededores de la Casa Blanca, en varias avenidas de la ciudad capital y a las puertas de la embajada cubana.
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Ninguna administración estadounidense de la historia contemporánea —digamos, de los últimos 20 años— ha mostrado interés en invadir Cuba. Es difícil encontrar, en el gran esquema de la política mundial, justificación histórica, estratégica o siquiera ética favorable a dicho desenlace. No es el caso, sin embargo, de una simbólica «invasión» de desterrados.
Hablo de regreso y no de desembarco. De pasaportes y derechos de nacimiento como armas, y no de granadas o balas. De vuelos comerciales llenos de exiliados y de flotillas humanitarias, y no de ejércitos. Debemos devolverle a Cuba el potencial de cambio que entraña la expresión pública de la inconformidad con el status quo, de cuya amenaza, durante seis décadas, el poder político ha conseguido deshacerse; hallando en ello garantía de permanencia y consolidación. Hablo del aeropuerto de La Habana como Bastilla.
Invadir Cuba destruyendo la lista de los desterrados para que Hamlet Lavastida y otros tantos como él puedan por fin cruzar el umbral hacia la libertad.
Excelente. Es necesario el libre regreso de quien así lo decida.
Maria, a muchos cubanos no nos gusta el término invasión, por las connotaciones históricas que esto representa. Creo en la impunidad que le otorgo el pacto Kennedy- Kruschev a Cuba en lo referente a cualquier invasión, y esto produjo el resurgimiento de la lucha cívica que se inicio con la fundación del Comité Cubano Pro Derechos Humanos 28 de enero de 1976. Lo que da inicio a una nueva concepción de la lucha pacífica desde la plataforma elaborada por la ONU y el Partido Pro Derechos humanos. Esta fue la vía que permitió concientizar el pueblo de la importancia de los derechos humanos y de la lucha pacífica por la sociedad civil. Este proceso que llega hasta hoy hace posible tu idea y otras que nos permiten ir arrancándole a la Dictadura poco a poco los derechos ciudadanos a que todos tenemos derecho. Me parece tu idea válida y posible, siempre que se encuentre la brecha necesaria…….me apunto incondicionalmente.
Maravilloso