Sobreviviendo a Cuba

    Desde hace dos semanas regresé de mi última visita a Cuba. Desde hace dos semanas apenas me puedo levantar de la cama y el sofá. Igual mi esposo. No tenemos ganas ni de comer. Llegamos enfermos a la Ciudad de México, donde residimos desde hace más de 13 años. Aunque fuimos al médico, no nos confirmaron ninguna enfermedad. Solo nos dijeron que teníamos un proceso viral.

    A mi hermano le pasa lo mismo. «Llevo dos semanas hecho polvo», me comenta en el chat colectivo de WhatsApp, donde toda la familia converge virtualmente desde que comenzaron los encierros por la COVID-19 en 2020. «Eso es Oropouche», diagnostica mi madre, aunque yo digo que también es «depresión posviaje», porque regresar de Cuba es un proceso que cada vez se me hace más doloroso. Cada vez queda menos en un país cada vez más desolado.

    Mi familia ha sido siempre el único motivo por el que regreso a Cuba desde que en 2011 decidí rehacer mi vida en la Ciudad de México. Vuelvo cada cierto tiempo, sobre todo por mis padres, que ya sobrepasan los 80 años. Mis hermanos y yo decidimos que lo que les quede por vivir será lo más decoroso, digno y tranquilo para ellos.

    Después de la pandemia he regresado a Cuba dos veces. En marzo de 2023 fui a celebrar el cumpleaños 81 de mi madre. En la ciudad de Sancti Spíritus, donde aún residen mis padres en la casa colonial donde nací y bajo un apagón, le cumplimos su deseo de que sus cuatro hijos, cinco nietos y dos bisnietos estuvieran junto a ella ese día, aunque para mí esa semana fue muy triste, a pesar de la alegría de vernos después de tres años y haber sobrevivido a una pandemia que dejó huérfanas a muchas familias.

    Mi padre terminó en el hospital el mismo día que llegué. No sé si por la emoción o por sus pulmones de fumador, pero tuvo que ser llevado a urgencias casi en paro respiratorio. A las horas estuvo de vuelta mucho mejor, pero durante el resto de mi visita no superé el susto de casi verlo morir delante de mis ojos al momento de entrar por la puerta, y preferí quedarme a su lado el mayor tiempo posible.

    Durante esa semana, los demonios desatados por la ya fracasada Tarea Ordenamiento Monetario como la inflación, los apagones y la escasez de todo tipo, quedaron fuera de mi casa. Preferimos ignorarlos y solo concentrarnos en cumplir el deseo de mis padres de estar juntos otra vez, aunque afuera se estuviera acabando el mundo, o mejor dicho el país.

    Una de las alegrías de esa semana fue una olla freidora de aire que le pude regalar a mis padres y a cada uno de mis hermanos para atenuar la crisis del aceite comestible, por esas fechas a mil 500 pesos el litro, cuando aparecía.

    Para ellos realmente ha sido un alivio poder disponer de ese artefacto de fabricación china, con el que han mejorado las tantísimas recetas que mi madre ha tenido que inventar ante las muchas crisis que han impactado en su cocina por más de 60 años. Hasta ahora, y por mucho, esa freidora ha sido el mejor regalo que les he hecho.

    «Aunque no haya una gota de aceite, allí todo queda rico», dice mi madre, quien es una cocinera excepcional y hasta ahora ninguna crisis la ha podido vencer en su afán de poner cada día una comida más que decorosa sobre su mesa. Algún día habrá que crear un premio para todas las cubanas, que como ella, se han mantenido invictas ante la escasez crónica y el racionamiento oficialista de alimentos.

    Durante el regreso a México de ese viaje, todo el tiempo me estuve preguntando si esa sería la última vez que vería a mi padre, por lo que me prometí regresar lo más pronto posible, y volver a cumplir su único deseo: estar otra vez junto a sus cuatro hijos, cinco nietos y dos bisnietos, por lo que para agosto de este año, mis hermanos y yo, volvimos a organizar otra reunión familiar para darle ese gusto.

    Pero esta vez quisimos que el nuevo encuentro fuera un poco más alegre que el último, por lo que acordamos vernos en la ciudad de Cienfuegos, donde vive mi hermana menor. Allí también tendríamos playa cerca, algún que otro lugar turístico que visitar, una urbe con tradición cultural, además de una casa ubicada en la periferia urbana, rodeada de mangos, aguacates, guayabas y hasta chirimoyas. Muy parecida a la casa espirituana donde mi padre ha vivido por más de 70 años. 

    Organizar cualquier viaje no es nada complicado, siempre y cuando no sea para Cuba. Cuando uno decide viajar a la isla debe estar consciente de que va a una «zona de conflicto». Aunque tengo claro que en una maleta no caben las necesidades de una familia cubana, como tampoco en un avión las de un país, para ir a Cuba hay que pensar hasta en lo más mínimo. Allí todo hace falta. Desde una aguja con hilo para remendar ropa hasta medias, calzoncillos, blúmer, zapatos, pañales desechables para adultos o niños, bicarbonato, antibióticos, pasta de diente, jabón, detergente lavavajillas, leche en polvo y mil cosas más que tampoco cabrían en esta lista.

    Tal razón, me obliga desde hace 13 años a organizar mis viajes a Cuba como si fuera a la guerra, aunque cada nueva visita resulta mucho más compleja que la última. El nivel de dificultad de estos viajes se ha ido elevando en la misma medida en que se ha ido achicando el valor de los ingresos de mis padres jubilados (entre ambos solo reciben tres mil pesos al mes) y los de mis hermanos, cada uno con dos y hasta tres trabajos a la vez.

    A estas alturas, con dos padres octogenarios y hermanos en la tercera edad, la prioridad en la maleta son las medicinas, desde calmantes, vitaminas hasta antibióticos; luego alimentos básicos y otras necesidades para adultos mayores como ropa interior, zapatos y algún que otro invento chino, como ventiladores recargables, para atenuar el calor durante las tantísimas horas de apagones que ellos soportan un día sí y otro también.

    Otro punto importante para viajar a Cuba es el dinero, qué monedas llevar, porque no todo se puede comprar en divisas ni en pesos cubanos, aunque mi esposo desde hace años tiene allí una cuenta de ahorro con su jubilación en moneda nacional, que siempre hemos usado para compensar los gastos en pesos mexicanos y dólares, dinero que siempre llevamos por el enrevesado sistema de pago en Cuba, sea oficial o no, y porque la moneda nacional en efectivo ya casi es imposible de sacar en los cajeros de cualquier parte del país. Ni en La Habana ni en Cienfuegos mi esposo pudo tener dinero cubano de un cajero. Cada vez que lo intentó o no tenían dinero o la cola era inmensa.

    Uno de mis cuñados, quien es trabajador por cuenta propia y todos los días tiene que batallar sus pesos en la calle, nos aseguró que «ya la gente no quiere guardar dinero en el banco, y mucho menos venderle dólares al Estado. Eso no da negocio. Incluso, hay gente que compra los dólares a 120 en CADECA y en la misma puerta los revende a trescientos y tantos». También una amistad cercana nos sugirió que con un «regalito» a un conocido en el banco se podía «conseguir» cualquier cantidad, pero al final, terminamos vendiéndole la mitad de los dólares en efectivo que llevamos, porque en muy pocos lugares aceptan el pago online a través de transferencia. Tampoco encontramos un lugar que nos permitiera pagar con la tarjeta de la cuenta en moneda nacional.

    La otra mitad de los dólares en efectivo la repartí entre mis padres y hermanos, porque es la única moneda en Cuba con garantía para acceder a cualquier cosa que se necesite. Todos quieren divisas en efectivo. Dólares o Euros. Incluido el Estado cubano y toda su red de establecimientos oficiales.

    A diferencia de otros tiempos y otras crisis, hoy en Cuba lo que más falta hace es dinero, porque con plata se encuentra hasta «un elefante vestido de pelotero». Eso sí, hay que tener una acuñadora, como diría mi abuela paterna, porque allí no hay una relación lógica entre el precio de cualquier cosa que se venda, ya sea por la derecha o la izquierda, y los ingresos que se puedan percibir como jubilación o salario, de los que depende la mayoría de los cubanos. Los que tienen negocios, reconocidos o no, son otra cosa. Otro estatus. Otro nivel.

    Mi padre, quien fue electricista por más de 40 años en una fábrica de leche condensada en Sancti Spíritus, recibe una pensión de mil 500 pesos mensuales, el mismo valor de una bolsa de 500 gramos de papas fritas importadas, llena de grasas saturadas y conservantes artificiales. Asimismo, una pizza puede valer entre 900 y mil 200 pesos. Un paquete de galletas dulces importadas 500 pesos y un vaso de jugo de ocho onzas, 200 pesos.

    Por una pierna de cerdo de unas 20 libras pagué casi 30 mil pesos, y por un paquete de muslos de pollo otros mil 500 pesos. Por un kilo de leche en polvo desembolsé casi siete dólares en una tienda cienfueguera por MLC. En las MIPYMES, que venden cuanta comida chatarra puedan importar, además de algunos productos de primera necesidad, también se puede encontrar ese mismo producto en casi dos mil pesos cubanos por kilo. Al final, estas entidades son las que están salvando el día a día de los cubanos, gusten o no sus precios, porque ya no se puede contar ni con la libreta de abastecimiento.

    La cerveza puede oscilar entre 180 y 400 pesos, dependiendo si es importada o no. Una michelada con una cerveza Bucanero nos costó 500 pesos en un bar cienfueguero, lo mismo que nos cobraron por romper un vaso sin querer, porque «el que la rompe la paga», según su gerente. 

    La diferencia de precios entre la capital y una provincia no es significativa, porque el precio de la divisa en el mercado informal es lo que sigue marcando las operaciones de compra y venta en toda Cuba. En un restaurante en La Habana pagamos por una comida para cuatro personas, incluido un niño, más de 13 mil pesos, y una comida en Cienfuegos para todo el familión, 17 en total, nos costó 53 mil pesos. Por supuesto, que todo eso lo pagamos con los dólares que vendimos a 320 pesos por unidad. «Ni modo», como dicen los mexicanos. Así también hacen la mayoría de los que visitan Cuba, sean cubanos o no. Un amigo español que frecuenta la isla dice que es la mejor manera de «pasarlo como todo un rey».

    En total, en este viaje mi esposo y yo nos gastamos cerca de 300 mil pesos cubanos, sin contar los casi mil dólares que desembolsamos por los pasajes redondos en avión de Ciudad de México a La Habana y los boletos del ómnibus de la Empresa VíaAzul que nos movió hasta Cienfuegos y luego nos regresó a la capital cubana.

    Todo lo que ahorramos por más de un año para este viaje se nos fue como agua en una sola semana, aunque no sé cuánto pueda valer cumplir un deseo de mi padre, que se me está apagando como una vela. Mientras mis viejos y hermanos estén en Cuba tengo que volver una y otra vez, aunque cada vez sea más doloroso dejarlos en un país que literalmente han tirado por las alcantarillas. Ellos son los que me atan a Cuba y nada ni nadie me los puede quitar. Ellos son mi patria y vida.

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    Katia Monteagudo
    Katia Monteagudo
    Nació en el centro de Cuba, pero es ya chilanga por adopción. Pertenece a la generación del linotipo, a la mismísima era del plomo, pero sigue en el oficio por puro deseo casi 40 años después de haberse licenciado en la Universidad de La Habana.

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