Al día siguiente. Una novela cubana de no ficción (II)

    A media tarde Tess me convida a un té. Salimos a tomarlo en nuestra terraza. Es la primera vez en muchos días que tenemos ocasión de conversar tranquilamente y hacer la necesaria retrospectiva.

    Reparamos en alguien que nos saca fotos. El tipo está ubicado en la terraza de la casa de enfrente. Nos paramos para hacerle notar que estamos al tanto de su acoso. El tipo nos mira fijamente, dispara una vez más, y desaparece.

    ***

    «Dejar pasar carretas y carretones», dice un viejo dicharacho cubano.

    Aguantar.

    ***

    Llegamos a Inmigración. Un tipo nos hace esperar dos horas. Al hacernos pasar nos dice «violadores». «¿Violadores de qué? Eso es una calumnia». «Violadores del estatuto de arrendamiento de Cuba».

    Nosotros parábamos en un enorme departamento en el municipio de Playa. Unos 200 metros cuadrados para Tess y para mí. Llegamos allí por un amigo pintor que habíamos conocido recientemente en Bogotá. Tiempo después, agentes del Ministerio del Interior nos dirían que ese departamento había sido habitado un buen tiempo por dos conocidísimos guerrilleros colombianos. Una información que no pudimos corroborar nunca. Con Tess bromeamos: quizá por esto algún día también seríamos sospechosos de algo, pero en Colombia. El azar sigue su rumbo. El oficial nos dice que tenemos que cambiar de hospedaje, ¡ya mismo!, o de lo contrario sería multado nuestro casero —y de paso nosotros— con mil dólares.

    Nuestro casero propuso trasladarnos a un acogedor y pequeño departamento (treinta metros cuadrados). Un piso alto —a pocas cuadras de la Plaza de la Revolución— cuya terraza es utilizada por francotiradores cuando hay algún evento especial, nos dijo él, mientras nos entregaba una credencial de alquiler.

    Vamos y le mostramos el papelito al inquisidor, que nos acredita como huéspedes legales. Mientras hablamos con él ingresa a la oficina otro tipo. Se saca la camisa militar y se pone una camiseta del Barcelona Fútbol Club. Suda a borbollones. El nuevo actor del régimen nos pide que le contemos —otra vez— toda nuestra historia. El mismo cuestionario. Las mismas pequeñeces. ¿Les interesará saber cuántas veces hemos entrado al baño o hemos hecho el amor? Al final nos dice que estamos vigilados, que vamos a tener una persona detrás de nosotros todo el tiempo y que ellos se enterarán de todos y cada uno de nuestros movimientos porque esta Revolución les ha costado mucho sudor y mucha sangre como para que vengan dos extranjeros a hablar con todo el mundo de cosas que no le incumben a nadie sino al gobierno y al pueblo cubanos. «¿Nuestro delito es hablar con la gente?», pregunta Tess. «Sí, aquí el turismo se hace en la insigne Plaza de la Revolución, en el malecón, en La Habana Vieja y en Varadero. En el resto de la ciudad los extranjeros no tienen que estar, a menos que sea de fiesta. Aquí nadie, absolutamente nadie, puede transitar con cámaras grabando a la gente. Díganme, colombianos. ¿qué es lo que quieren saber? Ya se dieron cuenta de que hay pobreza. ¿A quién le importa eso? Ya se dieron cuenta de que hay borrachos. ¿A quién le importa eso? El turismo no hace preguntas: el turismo viene, gasta, la pasa bien, empaca varias botellas de ron y cajas de tabacos y se va. ¿Entendido?»

    Grito sin rostro / Foto: Dahian Cifuentes.
    Grito sin rostro / Foto: Dahian Cifuentes.

    ***

    Al día siguiente, muy temprano, golpean en el departamento. Una parejita de oficiales de Inmigración. Nos citan en treinta minutos para su oficina ubicada en una fogosa casucha de la esquina de 21 y C en el Vedado. A pocas cuadras de donde estamos. Acudimos. Nos preguntan qué fue lo que pasó. Tess y yo nos miramos. Resignados. Visualmente jugamos a cuál de los dos le toca hablar. Pierdo yo. Empiezo desde el principio, que cada vez es más difuso para mí.

    Nos ponen a esperar otra vez. Tess y yo. Un policía lava su patrulla Lada 1500 al ritmo de un reggaetón malsonante. Baila. Otro, fuma cigarrillos criollos viendo cómo su compañero se mata a pleno sol. Dos horas después nos llaman. Entramos en una oficina con los rostros de Fidel, Raúl, el Che, Camilo Cienfuegos y José Martí (cada uno enmarcado con palabras célebres que alguna vez dijera. Recuerdo mucho la violenta perorata de Fidel en que invita al policía a matar con las armas, que le ha proporcionado el «digno» y «libre» Estado cubano, «solo si es necesario»). Nos dicen que debemos presentarnos en la oficina central de Inmigración para que nos abran un expediente y nos controlen. «A ver», tanteo al oficial, «¿será que usted es tan amable de decirme en qué va a parar todo esto? Vamos a completar una semana yendo y viniendo de un lugar a otro y nadie nos dice nada. Hable, por favor». «Los vamos a deportar», dice el tipo en voz baja, «pero ustedes tienen que pagar todo».

    Al día siguiente estamos en la tal Inmigración General. Siempre nos citan a mediodía. Pienso que son tácticas de agotamiento. Buscan irritarnos a como dé lugar. Caminando, vemos edificios que dicen: «Patria o Muerte». «Hasta la victoria siempre». «¡Venceremos!» «Comandante en Jefe, ordene». «Bloqueo: el genocidio más grande de la historia». También vemos los rostros omnipresentes de quienes hacen lo que se les viene en gana con el país. Los dueños del miedo.

    Llegamos. Esperamos a que aparezca el agente que firmó nuestra citación. Nunca llega. Por fin, un tipo con un nombre impronunciable nos habla. Nos pide paciencia. Una hora después entraríamos a contarle, una vez más, todo lo sucedido. «Desde el principio», aclara. Nos miramos, y Tess sabe que es su turno. Códigos. Empieza a contar. Cierro mis ojos y dejo que sus desnudas palabras garabateen mi mente. Pienso en la coherencia que toda historia debe tener. Esta no será, específicamente, una historia muy coherente. Realmente, la realidad tiende a la incoherencia. A la contradicción. El oficial me pregunta si tengo sueño. Manifiesto que no. Que estoy escuchando la historia. Vuelvo a cerrar los ojos. Empieza a surgir en mí un interés literario particular. Con todo esto, lo que estamos haciendo es novelística, de la más depurada, porque cada vez, al recrear y recrear los mismos acontecimientos, van apareciendo nuevas aristas narrativas que permiten o abreviar la historia, utilizando subterfugios y conexiones ficcionales, o, simplemente, profundizarla hasta el paroxismo esquizofrénico de la nadería, generando así tediosas situaciones retóricas. ¿Cuántos personajes han pasado desde que todo empezó? Tess es práctica: opta por lo necesario, con un nivel de síntesis que envidio en secreto.

    Pues bien… El oficial, sentado en el salón por el que pasan todos los extranjeros que van presos, y dándole la espalda a un inquisidor y arrugado Fidel Castro, transcribe el relato. A nuestra derecha un cartel con las reglas de la prisión: horas de levantada, de conteo, de baño, de desayuno, de salida al sol, de almuerzo, de teléfono, de televisión, de ocio, de visitas, de cena, de dormir. Lo más curioso no es eso, sino el cartel que está al lado donde aparecen los precios por la estadía en el lugar: 20 CUC (un CUC equivale más o menos a un dólar) por extranjero, en habitación doble. 10 CUC en habitación múltiple. 5 CUC por comida (ofrecen las tres diarias) y, como estás bajo su custodia y estando allí tienes que regularizar tu situación, una vez tengas fecha de salida y pagues el inverosímil hotelito te llevarán al aeropuerto por 20 CUC. Me entran incontrolables ganas de carcajearme. Busco las cámaras. Pienso en el público que nos sigue todas las noches en horario estelar: te llevan preso y tienes que pagar la estadía. Claro, para ellos eso no es una cárcel sino un internado donde permaneces bajo su voluntad, tras sus barrotes, mientras ellos te venden cigarrillos y bebidas a precios londinenses.

    La decisión que Inmigración tomó, a propósito del caso de «los colombianos» (así dio en llamarse nuestro expediente), fue: «Queremos que se vayan del país lo más pronto posible». Le pregunto al soquete: «¿Es una deportación?» «No», responde. «Entonces nos están echando o expulsando». «No», dice sin mirarme a los ojos. «Entonces ¿qué significa esto?», grito. «Significa que les solicitamos su salida inmediata del país». «¿Y cómo pretenden que nos vayamos?» «Que compren un boleto o cambien el que tienen», señala, mirando los documentos dispersos en la mesa.

    Tess le dice al tipo que viajamos por una aerolínea de bajo costo y que los cambios cuestan una fortuna que no podemos pagar, y que comprar otro vuelo nos es aún más imposible. El tipo nos mira con desdén, cansado; son casi las 15 horas y no ha almorzado. La alta temperatura dentro del recinto es imposible. «Si no pueden arreglar eso, vienen a parar a este lugar para que nosotros los controlemos totalmente». Lo miro a los ojos y le pregunto cuánto dinero gana mensualmente por trabajar ahí. Me responde que 800 pesos cubanos (poco más de 30 CUC). Me causa tristeza. El tipo continúa: «Yo solo sigo órdenes, esto no es personal. Además, ustedes son extranjeros y ganan en dólares, así que podrían perfectamente venir y pasar unos días acá. No les cuesta». «Claro», le respondo, «el Estado cubano tiene que vivir de algo: de los salarios miserables que da a sus adheridos y de lo que cobran al extranjero hasta por llevarlo preso. Piense», prosigo con mi agitada retahíla, «lo que yo pagaría por un día de estadía es mucho más de lo que usted gana por estar treinta días a disposición de ellos. Sea sensato, ¿está de acuerdo con eso? ¿Le parece justo? ¿A dónde va a parar toda esa plata?» «Ese no es el caso», responde, esta vez aguantándome la mirada. «Si no solucionan su vuelo, los traemos. Ahora debo tomarles otra declaración». La damos. No sin antes dejarle claro que es poco lo que podemos hacer con el tema del vuelo y que no vamos a ir presos, ni internos, ni ninguna de esas payasadas. Que lo deje consignado en su expediente sobre nosotros, con mayúscula y subrayado, de ser posible. «Apenas sepan algo vienen y desde acá coordinamos la logística para el traslado al aeropuerto. Les vamos a ayudar porque aquí somos buenos», nos dice con una convicción muy parecida a la nobleza. «Eso no es tan fácil», le revelo, «lo que me interesa en este momento es que en ese expediente quede claro que no les vamos a pagar ni un solo peso por ningún traslado ni servicio penitenciario». «Tranquilo, tranquilo», dice, «eso del traslado al aeropuerto lo podemos arreglar. Ustedes concéntrense en cambiar todo que nosotros nos encargamos de su seguridad y vigilancia. Ah, una última cosa: ¿cómo es que se llama el reggaetonero?» «¿Cuál reggaetonero?», interpela Tess. «El que los puso en problemas», dice. «A nosotros nadie nos puso en problemas, y el personaje se llama Gorki, y lo que hace es rock, no reggaetón», explica Tess.

    ***

    Plaza de la revolución.
    Plaza de la revolución / Foto: Dahian Cifuentes.

    Tess quiere fotografiar la ciudad desde un punto alto. Vamos al monumento a José Martí ubicado en la famosa Plaza de la Revolución. Es mediodía. Justo cuando estamos llegando nos encontramos con dos de los agentes de contrainteligencia que habían participado en nuestro interrogatorio. Ellos se muestran jocosos. No pueden creerlo. Aseguran que no nos persiguen y que, aunque parezca mentira, es una simple coincidencia. Nosotros callamos. Seguimos nuestro camino. Tess paga los tres CUC para poder subir hasta la cúpula del obelisco. Yo decido esperarla en una improvisada cafetería. Es muy posible que haya sido una coincidencia, pienso una y otra vez. Es el sector de la ciudad donde más se despliegan los aparatos administrativos del régimen. Hay policías y militares por todos lados, además de los enormes y husmeadores rostros del Che y Cienfuegos en las fachadas de sendos edificios. No sé por qué, pero paso un largo rato reconstruyendo toda la trama de El largo adiós, el novelón de Raymond Chandler. Empiezo a pensar en lo excitante que puede llegar a ser convertirse en un detective privado a lo Philip Marlowe. Tess vuelve y, mostrándome sus minuciosas panorámicas, me saca de esa estúpida fantasía.

    ***

    Vamos al Consulado de Colombia. No nos había dado tiempo de hacerlo. Esperamos en una prolija salita con aire acondicionado. Una señora se emociona porque le dieron la visa para el país del sangrado corazón. Sonríe como una niña cuando le dan su caramelo preferido. Interpreto esa sonrisa como una sonrisa de futuro: es probable que se quede allá. No entiendo por qué habiendo tantos países en el mundo algunos cubanos deciden irse a Colombia, un país violento, retraído, insociable, donde no hay procesos ni firmas de paz que valgan.

    Es nuestro turno. Nos atiende un cubano con la misma displicencia con que atendió a sus compatriotas que nos precedieron. Pedimos hablar con alguien de Colombia. Nos pregunta si somos colombianos. Sí, decimos. Cambia su manera de relacionarse con nosotros. Nos asombra la amabilidad, la efusividad que maneja: «Esta es la casa de los colombianos. Ustedes no tienen que hacer filas, ni esperar como los cubanos». Le cuento muy por encima todo nuestro rollo. Doy vueltas. Tess agarra la sartén. Puntualiza. Asombrado, nos dice que eso tiene que saberlo el cónsul, pero que lamentablemente está de vacaciones, y que en su reemplazo hay alguien que solo puede atendernos después de las tres de la tarde. Miro el reloj, marca las 12. Por más que sea nuestra casa, naturalmente, no podemos esperar allí adentro. El sol está en su momento más tórrido.

    Regresamos a la hora sugerida. El mismo cubano sigue atendiendo con su cara de hirviente culo. Nos ve y sonríe. Disfrutamos del aire acondicionado. Leemos revistas de Copa y Avianca. Nos hacen pasar a la oficina del cónsul y quien nos atiende es su representante. Una señora nos escucha mientras pasea su aristocrática mirada sobre nosotros. Cree que le estamos pidiendo plata. Le aclaramos que no, que lo único que queremos es dejar sentado un precedente de todo lo que nos ha sucedido. Nos dice, muy cortésmente, pero con un remilgo muy colombiano: «Agradezcan a Dios que no pasó a mayores porque generalmente», y aquí bajó la voz, «ellos van hasta las últimas consecuencias con este tipo de casos que incluyen oposición y disidencia. A lo mucho podemos dejarlos llamar a Colombia para que pidan el dinero que necesitan». «Señora, primero: no agradecemos ni a Dios ni a nadie. Segundo: no necesitamos llamar a ningún lado. Tercero: solo queremos dejar sentado el dichoso precedente de todo lo que ha sucedido». «No podemos ayudarlos», responde. «Mil disculpas, pero no estamos autorizados para tomar declaraciones de ningún tipo. De corazón, esperamos que les vaya bien y puedan retornar a Colombia. Que Dios los bendiga».

    ***

    Sumamente impacientados, perseguidos, aplastados por el peso de la burocracia socialista, ahora tenemos que enfrentarnos a los infranqueables estatutos del capitalismo: la pasas bien si tienes con qué y, si no, jódete. Así las cosas, y sin tener con qué, empezamos a pensar en la posibilidad de jodernos por la simple y sencilla falta de dinero.

    En el aeropuerto de La Habana no hay oficina de la aerolínea que emitió nuestros tiquetes. No hay teléfono. No hay nada. Parece una terminal de buses. Hablamos con los encargados de llevar a cabo la toma de equipaje de un vuelo que salía para Bogotá. Nos dicen que no pueden hacer nada. Que todo se debe hacer desde Internet o directamente desde Bogotá. Al ver nuestro descontento, los funcionarios se funden con nosotros: se quejan de Cuba, de todo lo que pasa… «¿Por qué no se van?», pregunto. Ambos ríen y el más avezado de los dos responde: «Chico, salir de aquí no es tan fácil».

    En un café internet, intentamos hacer la gestión virtual. En la página de la aerolínea no dice nada. Evidentemente solo sirve para comprar. Todo el esquema de la aerolínea nos lleva a la frivolidad de un buzón de sugerencias con un botoncito al final de la página que dice «Enviar». Tiempo perdido.

    Nos comunicamos con amigos en Colombia y les pedimos el favor de llamar a Wingo, la aerolínea. Pasan dos días y no se pueden comunicar. Van a las oficinas en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá. «No podemos hacer nada», dicen, «a menos de que paguen la penalidad o compren otro tiquete». Nuestro reclamante amigo muestra una foto con el papel que dice que debemos salir de la isla lo más pronto posible; el papel que nos echa, el papel que debería decir «Deportación». Insisten en que no pueden hacer nada y resaltan que esto ya les ha pasado varias veces y que lo único que pueden hacer es pedir a los implicados que vayan a la Embajada de Colombia en La Habana. Nuestro amigo pregunta el valor de la penalidad por el cambio de fecha: son los mismos 300 USD que costó cada tiquete, ida y vuelta, pero esta vez solo por un trayecto. El pasaje, comprado nuevo, sale en 450. Imposible. El capitalismo nos hunde. A su manera, también nos reduce al silencio.

    Tenemos cita el lunes (decimoquinto día después de nuestra reunión con PPR. No sabemos nada de ellos y tememos que se hayan complicado más de lo que ya estaban). A las diez debemos presentarnos en Inmigración para notificar lo que hemos hecho y lo que no. Me imagino que ellos corroborarán todo lo que decimos con quienes nos siguen permanentemente. Lo que ellos esperan es que llevemos nuestros boletos de regreso, so pena de pasar por el internado durante los veintitantos días de estancia que nos quedan en la encantadora isla.

    La ciudad se retuerce de la borrachera. Es el primer sábado de los carnavales de verano. Tess y yo caminamos, en silencio, rumbo al departamento. En una esquina encontramos venta de pollo al carbón y arroz congrí. Nos sirven dos buenas porciones en cajas de cartón. No nos entregan cubiertos. A nuestro alrededor todo el mundo come con la mano. Seguimos la tradición, sentados, en medio de la multitud. Volvemos a la marcha. Al llegar, planeamos lavarnos las manos y prepararnos un par de mojitos para cada uno. Con más ron que cualquier otra cosa.

    ***

    El malecón en el último atardecer antes de Irma.
    El malecón en el último atardecer antes de Irma / Dahian Cifuentes.

    Cada mañana, esta isla se me presenta como un oscuro resplandor, puesto boca abajo, de espaldas al mundo.

    Una tarde empieza a llover como el demonio. Salgo a caminar. Voy hasta el malecón. El mar está picadísimo. Es una timorata tormenta tropical que, probablemente, se extenderá la noche entera. Un grato fresco en medio del verano. Con Tess hemos entrado en embarazosas curvas anímicas: por momentos queremos salir, comernos la ciudad, disfrutarla a como dé lugar, como cualquier par de turistas. Después queremos encerrarnos en el departamento, no hablar sino lo estrictamente necesario y dedicarnos a trabajar cada uno en su laptop. También hemos llegado al punto de devorar nuestros cuerpos, salvaje y ansiosamente, como dos animales disparatados en busca de novedosos placeres, para después volver al indecible silencio. Un silencio vigilado por nosotros mismos. Son métodos básicos, y muy efectivos, de distracción y de soledad.

    Un día estuvimos dialogando sobre todo lo sucedido. No nos pudimos poner de acuerdo. Para ella yo soy un tipo inconsciente y desequilibrado que solo busca el riesgo. Para mí ella es una persona con una psicología muy frágil, una persona que transpira miedo. No nos lo dijimos y, en medio de nuestras respectivas furias, estoy seguro de que ambos entendimos que funcionamos complementariamente: ella como un ancla y yo como un cometa.

    En los 25 días que llevo en La Habana he leído muchísimo. Licenciosamente. Sobre todo, de noche, mientras Tess duerme. De Bogotá traje dos novelitas: Ocio (seguido de veteranos del pánico) del argentino Fabián Casas y Canción de tumba del mexicano Julián Herbert. Al primero lo conocí personalmente en una librería de Palermo, en Buenos Aires. Me resultó un tipo inflado. Una estrellita. Pero escribe de puta madre y ha hecho de Boedo, su barrio, un infinito excepcional. El segundo fue una recomendación de un amigo mexicano. De todo lo que encontré en una librería cercana a la plaza de Coyoacán, en Ciudad de México, Canción de tumba era el más barato y por eso —simplemente por eso— lo compré. Sería la segunda vez que lo leería, y lo traje porque algunos pasajes suceden en La Habana. Herbert cuenta la historia de vida de su prostituta madre mientras ella se pudre de leucemia en un hospital. Un texto dramático, fragmentado y extraordinariamente construido.

    Siguiendo esta lógica de siempre buscar lo más módico, encontré en una miscelánea de Centro Habana dos títulos que llamaron mi atención. Cada uno con un valor de cinco centavos de dólar. El muchacho amarillo, una serie de relatos surrealistas y apócrifos del español Rafael Pérez Estrada, me han servido para arrullar a Tess en su ilimitado sueño. Recuerdo que una noche le confesé que guardaría ese libro para leérselo, antes de dormir, a un hipotético hijo. Ella se limitó a sonreír, quizá porque sabía que era algo parecido a una declaración. También una novela del argentino Lázaro Covadlo: Remington Rand: una infancia extraordinaria. La historia de Eladio, un chico mitad indio, brujo, que cuenta las peripecias de su niñez en la agitada Buenos Aires de los años cincuenta.

    El casero me regaló un libro que es una joyita. Claro, después de darse cuenta de que, si bien no soy un buen comensal, sí que soy un excelentísimo tragón: Comer con Lezama, en donde se explica mucho de la gastronomía —y la cultura— cubana por medio de escenas lezamianas donde la comida es el eje narrativo cardinal. Sobre todo, fragmentos de Paradiso. Exquisitas recetas y fascinantes esclarecimientos antropológicos a propósito del origen y los significados de las preparaciones.

    Sobre la calle Galiano encontré una librería de viejo y, preguntando por Nicolás Guillén, aterricé en Leonardo Padura y sus obras Adiós Hemingway y La cola de la serpiente. Dos novelas excepcionales, históricas, habaneras, escritas con una prosa exacta, menuda y apremiante. En aquella librería, también compré —a buen precio— Diálogo con mi sombra, de Pedro Juan Gutiérrez. Una conversación, un ring reventado a cuatro manos entre el autor y su conocido alter ego Pedro Juan, que aparece, violento, ebrio, erotizado y solitario, en varias novelas suyas como Trilogía Sucia de La Habana, El Rey de La Habana y Animal Tropical. De hecho, una de las principales razones de mi visita a Cuba era poder entrevistarme con él. Lo hablamos vía email, lo coordinamos, pero no se pudo dar: él prefirió, obviamente, quedarse presenciando el ocaso del verano español.

    Siento que tengo que justificar mi tiempo libre. Por eso este proyectil de tiempo, perdido, al cual también le sumo tres discos pirateados —de a dólar cada uno— con 15 películas cubanas que nos devoramos Tess y yo con la misma hambre que este país sufrió en los años noventa, después de la caída del campo socialista. Época que, eufemísticamente, se llamó «Período Especial». Un tiempo donde lo único real e irrebatible fue el hambre, la miseria y la descomposición social de la nación. Nadie en Cuba quiere acordarse de aquellos días espantosos.

    En el tiempo que llevamos hemos bebido unos 15 litros de ron. Variamos entre Havana Club y Santiago de Cuba. Hemos sido bastante artesanales. Yo preparo mojitos: limón, hielo, yerbabuena, azúcar y agua. Una ebriedad encantadora. Y muy erótica. Como no tenemos Internet, conversamos más, más de lo que desearíamos, realmente. Esto me gusta. Vernos obligados a generar vasos comunicantes. De la nada. Conocernos, un poco más, desde el punto de vista verbal e intuitivo. Cuando compramos tarjetas de Internet nos disipamos en nuestras individualidades. Nos resulta imposible salir de eso: cada uno en lo suyo. Como dos egoístas autómatas. El teléfono celular solo nos sirve para saber la hora. Es un alivio. Un hermoso bálsamo.

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