El amor, madre, a la patria

    En su jardín, rodeada de gatos insolentes, quizás sorprendida por la aparición de una orquídea, indiferente al jovial barullo de sus vecinos, estoica y severa, mi madre ha cumplido a finales de 2016 muchos años. Nació cuando Carlos Mendieta, un personaje justamente olvidado, era Presidente de la República, en una época de Cuba que parece muy lejana, aunque no lo sea tanto. Mi madre es lo único que me queda de la República, una República que yo no he conocido, que probablemente no veré instaurada, cuyo nombre ni siquiera sé decir bien, «la República», pero que en mi corta imaginación es el símbolo y la esperanza, tan frágiles, de lo que Cuba debería querer ser. Las tenaces virtudes de mi madre son las de la República, su vigor moral, su enérgica honradez, su laboriosidad, su fértil generosidad. En el jardín de mi madre, en La Habana, y en en la memoria, la tristeza y la vasta paciencia de mujeres como ella, está lo que queda de la República, no de la antigua corte presidencial, de sus senadores, jueces y periodistas, sino la última posibilidad de tener una República nueva que merezca ser llamada así, «la República», con el sombrío respeto y el apretado orgullo con que yo no lo puedo decir.

    Al periódico que yo iba a fundar en Cuba le iba a poner La República, como homenaje a mi madre, no a Carlos Mendieta ni a sus atroces antecesores y sucesores. La República iba a comportarse como mi madre en su casa, demandaría disciplina, responsabilidad, estricta frugalidad. Recordaría a los lectores sus deberes, y la utilidad y el júbilo de la libertad. Juzgaría con dureza a los abusadores y a los engreídos, y sería el campeón de los débiles, los raros y los tristes. La República sería martiana sin tener la desfachatez de decirlo. No la habría leído nadie, habría cerrado en un mes, porque a los lectores no les gusta que les digan que ellos mismos, nadie más, son, habiéndose desechado todas las excusas, culpables de su pobreza e infelicidad, prefieren que los periodistas culpen a los políticos, a la economía, a los enemigos extranjeros, a los inconvenientes geográficos o al movimiento de las estrellas en el ojo de Dios. Mi madre, como haría, si existiera, La República, no usó nunca su pobreza, que fue mucha, y no se ha acabado todavía, como razón para abandonar sus deberes o su dignidad, para el desorden moral, la cobardía y la insolidaridad.  Como elocuente resultado de su vida ejemplar, mi madre no tiene nada, solo, afortunadamente, un jardín.

    Ese jardín es mi patria, el sitio en que tan bien estoy. Es un jardín pequeñito, cinco metros de tierra, no hay espacio para un capitolio, ni para una sola estatua, no podrían marchar por él más de tres soldados en fila, pero yo no necesito ni quiero una patria más grande. Ahí, mientras mi madre mande sobre su corte de gatos, vigile sus aguacates para que no se los roben, y levante la vista al cielo para adivinar si caerá un rato de lluvia, yo seré libre, con la suerte de inocente, fácil, radiante libertad que todavía no he conseguido en ningún otro lugar, y que Cuba, ferozmente, siempre me ha negado. En esa república, mi madre es presidente, y yo no he tenido ni voy a tener presidente mejor, más sabio, más hacendoso, que imparta veredictos duros pero no crueles, cuya constante benevolencia no sea nunca marca de debilidad. Si mi madre, o una mujer como ella, hubiera sido Presidente de Cuba por cuatro años serenamente constitucionales, en lugar de solo uno de los diecipico de idiotas, ladrones y déspotas que sí lo han sido, Cuba no sería Suecia, qué Suecia ni Suecia, sino, más ventajosamente, seríamos más parecidos a lo mejor que nosotros, de tan pobre fibra, podemos ser.

    Desgraciadamente, Cuba tiene muchos patriotas, de exagerado, teatral patriotismo, y muy escasos ciudadanos. Los cubanos son razonablemente capaces de defender a su país de los ataques o los insultos de los extranjeros, pero han mostrado un curioso desinterés por el derecho de votar honestamente por su gobierno o contra él. Los cubanos quieren tener un país, y con mucha comida, no una república, aunque sea una que les dé muchos derechos. Sería preferible que hubiera en Cuba menos cubanos de los que gritan con soez bravuconería su amor por su país y más de los que dicen honradamente lo que piensan, de los que no delatan u ofenden a los que piensan lo opuesto de lo que piensan ellos, de los que no roban a su país lo que puedan robarle, cien mil dólares o un lápiz, o de los que simplemente no echan al suelo el papel grasiento en el que estaba envuelto el mendrugo que se comieron con la voracidad y los modales de las bestias. Sobran los cubanos que se comportan como si el Jardín del Edén, donde Adán y Eva cometieron el primero y más fatal de los pecados, hubiera estado en el Valle del Yumurí, como si la revolución de 1959 hubiera tenido más prolongadas resonancias que la del vulgo de París en 1789, y como si fueran la belleza de nuestras mujeres y la virilidad de nuestros fanfarrones machos tan excepcionales en la realidad como lo son en las cancioncillas de Sindo Garay y en los toscos reguetones que berrean los jovencitos de hoy. Si Cuba fuera tan linda, y su pueblo tan virtuoso como tantos cubanos creen, tan ingenuamente, bien harían los judíos en cedernos el título inexplicable de pueblo favorito del Creador o la Creadora del mundo.

    José Martí, que pasó en Cuba tan poco tiempo de su vida, y terminó muriendo por un país que apenas conocía, que había gloriosamente imaginado desde fuera de él, nos causó un gran perjuicio al escribir, muy prematuramente, antes de que siquiera le creciera la barba, que el amor a la patria no era «el amor ridículo a la tierra ni a la yerba que pisan nuestras plantas», sino «el odio invencible a quien la oprime» y «el rencor eterno a quien la ataca», unos versos que serían repetidos ad nauseam en el futuro por hombres y mujeres supuestamente educados que no repararían en la necedad de citar, para explicar un tema tan peliagudo, un poemita escrito por un niño habanero de 1869, aunque fuera uno de sensibilidad y carácter tan particulares. Ninguno de ellos parece notar el abrupto contrasentido de justificar el patriotismo como una forma casi paroxística de odio, «eterno», «invencible». De cualquier manera, los cubanos tienden a entender a Martí al revés, y hacen obstinadamente lo opuesto de lo que su Apóstol les pidió que hicieran. Así, la mayoría de los cubanos, temerosos de quienes oprimen a su país, resignados a vivir bajo su tiranía, o cómplices o socios de ella, sienten una arrasadora pasión por la tierra y la yerba que pisan sus plantas, por las palmas, ay, las palmas deliciosas, por la luna tan brillante que se filtra en la dulzura de la caña, y por el mar, gigante azul, abierto y sospechosamente democrático. De la misma manera, pero más trágicamente, la patria fue convertida en pedestal en vez de ara, y la República martiana con todos y para el bien de todos fue trocada por una con pocos para mal de todos los demás. Martí mismo se retractaría tácitamente de sus propios, inelegantes versos de Abdala, al declarar lo que ningún otro cubano que haya sufrido lo que él, todavía sin barba, sufrió, jamás ha tenido el coraje de decir sin que se le seque la garganta de hipocresía: «Y yo todavía no sé odiar».

    Algunos de los lectores de esta columna han dicho que «destilo odio», que ya no soy o me siento cubano, y algunas otros insultos igualmente cómicos. Lo de destilar odio es una frase que probablemente inventó alguien en Granma, o a lo mejor lo dijo Fidel, y de él lo copió Granma, como casi todo lo que ese periódico escribe. Quién sabe lo que eso significa y quién sabe qué se van a hacer los periodistas de Granma ahora que Fidel se murió y ya no hay quien les proporcione, a ellos y a todo el país, tan pegajosos clichés, lugares comunes y cursilerías. Yo no tengo derecho a decir que no sé odiar, como Martí, porque nada me ha pasado que me haya puesto a prueba, que haya podido provocar en mí, contra mi buen juicio, un sentimiento tan vulgar, tan craso. No sé si sé odiar, pero sé que no tengo ninguna razón para hacerlo sin sentir vergüenza de mí mismo. En cuanto a sentirme cubano, le doy la razón al buen lector que lo dijo. Yo no me siento cubano, pero tampoco me siento no cubano. Los datos de mi nacimiento y mi humildísima genealogía confirman que soy cubano, y si eso me basta a mí como conclusión de este asunto, también debería bastar a los demás. En realidad, Cuba me gusta bastante más de lo que yo le gusto a ella. Pero no es Cuba, esa leve curva de suspiro y barro, lo que yo amo, sino lo que Cuba pudo ser, la República que nunca fue inaugurada, aquella que, juzgada por Martí, valdría todas las lágrimas y cada gota de sangre de nuestras bravas mujeres y cada chillona fanfarronada de nuestros hombres.

    2016 ha sido desastroso, pero ya se acabó, agónicamente. Vamos a brindar, lectores a los que les gusta esta columna, lectores que la detestan, amigos tenaces y justos adversarios, Carlos Manuel y los fantásticos, valerosos redactores de El Estornudo: por las madres de Cuba, por la República, por la vida futura.

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    Juan Orlando Pérez
    Juan Orlando Pérez
    Es, tercamente, el que ha sido, y no, por negligencia o pereza, otros hombres, ninguno de los cuales hubiera sido tampoco particularmente estimado por el público. Nació, inapropiadamente, en el Sagrado Corazón de La Habana. A pesar de la insistencia de su padre, nunca aprendió a jugar pelota. Su madre decidió por él lo que iba a ser cuando le compró, con casi todo el salario, El Corsario Negro. Él comprendió, resignadamente, lo que no iba a llegar a ser, cuando leyó El Siglo de las Luces. Estudió y enseñó periodismo en la Universidad de La Habana. Creyó él mismo ser periodista en Cuba durante varios años hasta que le hicieron ver su error. Fue a parar a Londres, en vez de al fondo del mar. Tiene un título de doctor por la Universidad de Westminster, que no encuentra en ninguna parte, si alguien lo encuentra que le avise. Tiene, y eso sí lo puede probar, un pasaporte británico, aunque no el acento ni las buenas maneras. La Universidad de Roehampton ha pagado puntualmente su salario por casi una década. Sus alumnos ahora se llaman Sarah, Jack, Ingrid y Mohammed, no Jorge Luis, Yohandy y Liset, como antes, pero salvo ese detalle, son iguales, la inocencia, la galante generosidad y la mala ortografía de los jóvenes son universales. Ahora solo escribe a regañadientes, a empujones, como en esta columna. La caída del título es la suya, no le ha llegado noticia de que haya caído o vaya pronto a caer nada más.
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    20 COMENTARIOS

    1. Yo todavia te veo con esa inocencia de tus apenas 18 años en aquella Facultad de Periodismo UH en aquellos años del indetenible desmorone, con tu mirada noble e inteligencia callada. Mira en lo que te has convertido, muchacho. Eres un gigante que usa la palabra con destreza y pintas con tus ideas la forma en que ves el mundo , tu realidad y a ti mismo. No me canso de leerte ni de sorprenderme con el hombre que es hoy aquel chiquillo que logro convertirse en escritor. Un abrazo y que el 2017 nos venga mejor!

    2. Me bueno el artículo. Sin embargo, me hace pensar que todos los ciudadanos decentes y patriotas verdaderos son aquellos que han salido corriendo del país. ¿Será también esa una condición de ser patriota verdadero, haberse ido de Cuba? ¿Será que todos los que estamos aquí somos cobardes porque no nos arriesgamos a ir a la cárcel o perder un trabajito cualquiera que nos permita alimentar a la familia, robando o sin robar, diciendo lo mismo que dicen los que lograron salir y pueden hacer lo que quieran sin arriesgar nada? ¿Será que todo ese cuento acerca de la dictadura es en realidad un invento, que no existen los dictadores, si no personas amantes del reguetón todos, que no saben comer además, y se inventan una dictadura para no tener una vida verdadera con las responsabilidades que eso implica? Si, debe ser eso.

    3. Excelente comentario. Lo felicito. Siempre me pregunto qué nos ha pasado. Por qué se ha permitido todo esto. Qué ha sucedido. Y hasta cuándo. Por dios! Basta !!!

    4. Realmente, no sé hasta cuándo y tampoco – creo que nadie podría a estas alturas – decir por qué hemos llegado, en la isla, a ese estado de cosas, porque creo que es multicausal: anomía, acostumbramiento, falta de valentía para disentir y proponer otra alternativa, aunque cueste; miedo; falta de unidad de los propios cubanos a lo interno; etc. Sí hay algo cierto: compramos un discurso (y digo compramos porque no me gustan las hipocresías y porque también lo hice y lo defendí mientras creí en él y lo compré un tiempo de mi vida, hasta que abrí verdaderamente los ojos) y dejé de creer, simplemente eso: dejé de creer en los encantadores de serpientes, en los mesías, en los carismáticos y sabihondos, en los líderes testiculares que nunca escuchaban al otro y que vivían cada vez mejor y mandaban a sus hijos a estudiar fuera para prepararles para la vida fuera del país y – puertas adentro- hablaban de resistencia, frugalidad y humildad) y de período especial y ellos escogían cada noche una buena botella de vino para irse a la cama y tenían una buena cena, mientras mi madre se la pasaba sentada en la escalera largo rato pensando qué cocinaría y cómo llenaría la olla esa noche y si le alcanzaba el peso para comprar en el mercado negro aunque fuere unos frijoles. Un buen día descubrí, con cierto pesar y mal sabor, que todo lo que me habían dicho era mentira, que lo hacían para mantener el poder porque quien controla el discurso mantiene el poder y engaña y empecé a pensar en una salida elegante para escapar de ese isla prisión. Actualmente, no quiero volver, ni como turista y tampoco quiero que me entierren allí. Creo que me curé ya pues no la sufro y la veo en la distancia cada vez más distante e intento entender a todo aquel que vive de saudades, que ahorra todo el año para pasar las fiestas navideñas allí y luego regresar a la nación que lo acogió con depresiones y quejándose del mal estado de la vida en Cuba y de lo mal que están los cubanos. No me interesa y tampoco me importa lo que se piense por esto que digo. Abrí los ojos, rompí mis propias cadenas y me fui, sin mirar nunca más atrás. Porque fueron tantos años de engaños y adoctrinamientos que, a final de cuentas, fueron años perdidos de mi vida. ¿Se imaginan muchos qué hubiera sido de sus vidas si hubieran nacido en otro país y no en la isla de Cuba y si en vez de pensar ir de vacaciones a la isla decidieran conocer el mundo, otros lugares y otras culturas? Yo todos los días, en el lugar que elegí para vivir definitivamente, intento hacerlo olvidando lo que dejé atrás y créanme no sufro, ni tampoco extraño pues construí mi propia patria, la mía, no la de ningún político…mi propia libertad.

      • Somos iguales, nunca habia oido expresar mis sentimientos tan exactamente como lo haces » Yo todos los días, en el lugar que elegí para vivir definitivamente, intento hacerlo olvidando lo que dejé atrás y créanme no sufro, ni tampoco extraño pues construí mi propia patria, la mía, no la de ningún político…mi propia libertad.» gracias….gracias

    5. yo me he sentido en ese ambiguo estar buena parte de mi vida. en mi caso creo que la ecuacion se inviert, lo que se lo pco que le pueda yo gustar a Cuba, esta me gusta aun menos a mi. Pero es sin dudas en ese camino que define el articulo, no me gusta la Cuba de la que me echaron, de la que no me quedo mas remedio que salir, aun cuando no tenia, ni tengo militancias politicas. Pero de tanto populismo terminaron por desapracer los espacios para la decencia. Hoy el buen gusto es nada mas que sinonimo de amplia bolsa, y como en las leyendas, como en las biografias de Dulce Maria, o en el Ultimo Caballero de Altenaar, poco mas queda que ese jardin. Mi Padre ni siquiera jardin tiene.

    6. No puede ser más grande esta contradicción. Uno de los
      dos Juan Orlando no ha hecho honor a la verdad. Si su República fuera la de
      Martí, su madre sería, con mucha suerte una institutriz, no saldría de su
      recámara, existiría solo para darle buena conversación al esposo, su señor,
      sería en pocas palabras una vasalla. En esta vuelta de siglo, apelar a la
      República de Martí es indecoroso, injusto. Martí quería que el negro se
      comportara como blanco, y el cubano como el más ilustre europeo. Su madre
      probablemente no les pediría tal cosa a sus gatos y mucho menos a sus
      aguacates. Si una república fuera legítimamente idea de una mujer no sería la
      de Martí. Quizás su jardín pertenece al siglo XIX, y usted se ve como un gran
      señor, entre esclavos que le podan las espinas displicentemente. Solo un
      periodista del XIX, y no uno como Martí, por cierto, que era muy cuidadoso en
      estas cosas, puede realizarse recordando deberes, como si se tratara de una
      revista de higiene. Solo un dictador, y ese es el punto, cree que la prensa es
      para recordar deberes y someter; y que está por encima de los otros. Hasta el
      tono romántico de su estilo lo delata. Después de todo, su revista, martiana o
      no, y su república, no serían muy diferentes a las del Granma. Deje a su pobre
      madre en paz.

    7. Es curioso como los cubanos estamos cada vez mas preocupados por los estratos mas basicos de la sociedad, por sus fundaciones: principios civiles, derechos fundamentales, etc. Después de las desproporciones que se autoproclamaron revolucionarias (y que sin duda lo fueron) nos han dejado solo una forma inusual de progresismo…

    8. Mi marido y yo siempre queríamos tener hijos …pero soy infertil . Una de las opciones que me ayudo tener hijos es maternidad subrogada. Muchas gracias a aquellas mujeres de los vientres de alquiler que se sacrifican por nosotros, los que queremos simplemente ser feliz es y tener hijos , pero por cuestión de la naturaleza , Dios lo sabe por que no lo podemos . Pudimos ser padres con el centro de reproducción asistida de Feskov . Ya conocemos a varias parejas que se lograron su sueño ahí . Gracias a todos los médicos , el equipo del centro y por supuesto a nuestra gestante Svetlana.

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