Raúl Castro salió brevemente de su escondite el mes pasado para asegurar a los cubanos que no se repetirá, a pesar de los persistentes rumores que la presentan como inminente e inevitable, la catástrofe económica que su hermano tituló con el cruel eufemismo de “período especial”. Algunos socarrones deben haber pensado que, en efecto, no podría repetirse todavía algo que no ha terminado, que para que haya un segundo “período especial” tendría que concluir antes el primero, y que, puesto que no ha habido un solo día en Cuba desde 1990 que no sea “especial”, en el maligno sentido que Fidel Castro le dio a esa palabra, cualquier nuevo infortunio que vaya a padecer en el futuro el país, después de tantos años de indecente penuria, no sería excepcional o raro en absoluto, sino revolucionariamente normal.
Raúl parece creer que la vida de los cubanos ha mejorado tanto desde que él es dueño del país que vagos rumores de que el “período especial” está a punto de recomenzar podrían provocar pánico, o, en otro exquisito eufemismo “el desánimo y la incertidumbre”. Le dijo a la Asamblea Nacional: “No negamos que puedan presentarse afectaciones, incluso mayores que las actuales, pero estamos preparados y en mejores condiciones que entonces para revertirlas”. Ni siquiera los más cándidos diputados de la Asamblea Nacional, y mira que allí hay tontos, creyeron que Raúl había dicho toda la verdad sobre el precario estado de la economía cubana y las posibilidades realísimas de descender a otro nivel, aún más profundo, de la perenne crisis nacional, pero el mandamás, después de aceptar gruñonamente los aplausos de sus súbditos, se escabulló del Palacio de las Convenciones y volvió a su escondite, y nadie nunca lo volvió a ver.
Los cubanos saben que, aunque Raúl pretenda ocultarlo, y, como su hermano hizo antes, se ufane de que Cuba está preparada para enfrentarse a los más despiadados enemigos y sobrevivir las más devastadoras catástrofes, vienen tiempos que podrían ser casi tan malos como 1993, un año en que la isla casi se hunde en el mar. La principal industria de Cuba, Venezuela, está siendo destruida por un violento conflicto político entre dos bandos ferozmente incapaces de alcanzar una conciliación o al menos una tregua, y aunque la mayoría de los cubanos, que se enteran, infelizmente, de lo que pasa en el mundo por el Noticiero de Televisión, la muy bolivariana Telesur o los ininteligibles Granma y Juventud Rebelde, no sepan o comprendan los detalles de lo que pasa en Caracas, no han podido no notar que el gobierno de Nicolás Maduro podría perder el poder, por la vía constitucional, antes de fin de año, y por cualquier otra vía en cualquier momento.
Maduro, ese personaje matemáticamente inexplicable, podría, haciendo muchos trucos, y si no pierde el apoyo de sus generales y coroneles, resistir la vasta ofensiva opositora y llegar el final de su período presidencial, pero, a juzgar por las noticias, es muy probable que lo echen de Miraflores antes del todavía remoto 2019. De cualquier manera, Cuba ya ha sido ampliamente perjudicada por la crisis venezolana, aunque Maduro sea aún presidente. El petróleo que Venezuela envió a Cuba en la primera mitad del 2016 fue 40% menos que el que envió entre enero y junio del año pasado, una cifra confirmada por la compañía PDVSA a Reuters, pero que Raúl tuvo buen cuidado de no mencionar en la Asamblea Nacional. Si Maduro cae, y quién podría apostar dinero a que no, Cuba se las verá negras. Probablemente, un nuevo gobierno venezolano, al que quizás incluso Raúl Castro se niegue a reconocer, revisaría o tal vez hasta repudie y se niegue a cumplir los acuerdos comerciales firmados por esos dos fantasmas, Fidel y Hugo Chávez, que le dan a Cuba tantas ventajas que ya quisiera Carolina del Norte que la tratara con semejante bondad y deferencia su mezquina tocaya Carolina del Sur. Los 20 y tantos mil médicos cubanos que están en Venezuela tendrán que regresar a sus consultorios y hospitales en la isla, los entrenadores a sus piscinas vacías y sus gimnasios sin techo y los agentes de la inteligencia a perseguir Damas de Blanco.
La derrota del chavismo en Venezuela sería seguramente menos dañina para los cubanos que la de los comunistas soviéticos en 1991, porque, por mucho que dependa de la generosidad, la simpatía o la estupidez de los líderes venezolanos, Cuba depende de ellos menos de lo que dependía de la gerontocracia del Kremlin. No porque en estos veinticinco años la economía cubana haya crecido imparablemente, sus finanzas estén tan sanas como las de Noruega, sus industrias hayan llenado de autos, medicinas y alimentos el mercado latinoamericano y el europeo, y La Habana se haya convertido en una nueva, reluciente Singapur. Cuba es hoy, se podría argüir, aún más pobre de lo que era antes del “período especial”, su economía es más improductiva, sus escasas industrias más viejas e ineficientes, decenas de miles de profesionales y técnicos se han marchado. La zafra del 2016 producirá solo 1.5 millones de toneladas de azúcar, menos de lo que se producía cuando José Miguel Gómez era presidente. En Cuba siguen circulando dos monedas, veintitrés años después de que Fidel Castro permitiera a los cubanos tener dólares, usarlos para comprar jabón o aceite, o incluso, radicalísimamente, guardarlos en un banco. De nuevo, veintitrés años.
Incluso el turismo, la única industria importante que le queda al país, ha crecido lentísimamente desde que Fidel, en aquel peripatético discurso del 26 de julio de 1993, admitiera que, de haber tenido otra alternativa, hubiera preferido no tener tantos turistas extranjeros merodeando por su isla. Casi cuatro millones de turistas visitarán Cuba este año, pero la República Dominicana, cuyo territorio es menos de la mitad del cubano, recibirá seis. Los norteamericanos todavía no pueden viajar como simples turistas a Cuba, una muy obvia razón de la parsimonia con que el turismo ha crecido en la isla, pero esa prohibición está a punto de ser sabiamente eliminada, y cuando lleguen los americanos, y ya están, con muchas argucias legales, llegando en manadas, empujados por el taimado Presidente Obama, van a encontrar a los cubanos muy poco preparados, sin tener dónde ponerlos. El bloqueo tiene muchas, gravísimas culpas, como saben los que todavía leen Granma o Cubadebate, pero no es culpable, por ejemplo, de que el aeropuerto de La Habana sea más pequeño, y enormemente menos cómodo y hospitalario, que el de algunas microscópicas islas griegas.
Por supuesto, la mayoría de los cubanos vive mejor que hace veinticinco años, aunque eso no sea mucho decir, porque aquello de 1993 no era vida. El petróleo venezolano, que la isla ha chupado ávidamente, ha mantenido los televisores y ventiladores encendidos en casi todas las casas de Cuba durante más de quince años. Raúl, que ha sido un gobernante muy mediocre, pero infinitamente menos cruel y más pragmático que su hermano, ha dado a los cubanos unas pocas libertades, la de vender y comprar casas, la de viajar al extranjero, la de abrir un restaurante o un hostal, la de hospedarse en un hotel con piscina y aire acondicionado, la de conectarse a Internet por una o dos horas en un parque o en mitad de la calle, y a cambio de esas graciosas concesiones, los cubanos han aceptado continuar privados de la libertad de votar por sus representantes, de tener periódicos libres o al menos legibles, y de decir en cualquier parte lo que piensan. Crucialmente, Cuba ha recibido en los últimos veintitrés años decenas de miles de millones de dólares enviados a la isla por sus exiliados. El año pasado, y de nuevo, por culpa del perverso Presidente Obama, Cuba recibió 3354 millones de dólares enviados por los cubanoamericanos a sus familiares en la isla, de acuerdo con The Havana Consulting Group, y al que le parezca muy grande esa cifra, que se asome a las paladares de La Habana o revise los precios de los apartamentos en el Vedado. Los exiliados cubanos en Europa deben haber también enviado algunos euros, libras y coronas, sin dudas. Solo seis países latinoamericanos reciben más dinero que Cuba a través de remesas familiares. En su discurso en la Asamblea Nacional, Raúl no mencionó las remesas ni una sola vez, aunque, para darle crédito, quizás se refiriera a ellas cuando dijo que el país estaba preparado para sobrevivir una nueva crisis. Quiso decir, aunque no fuera completamente entendido, que los cubanos de Cuba apagarán sus televisores y ventiladores si fuera necesario, y caminarán al trabajo, y comerán arroz con algo, como han hecho tantas veces antes, y los exiliados seguirán mandando dinero para que sus familias, si vuelve el 93, compren el algo y el arroz, y no pasen hambre, o no tanta como entonces.
Las remesas, la más importante entrada neta de moneda dura de la que dispone Cuba, es muy fugazmente mencionada en el disparatado documento titulado “Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista”. De ellas se dice que “se reconocen otros ingresos legítimos no provenientes del trabajo, como remesas, herencias, venta del patrimonio personal…” La omisión de las remesas, sus beneficios y su injusticia, de ese estrepitosamente inútil panfleto es tan grosera como si Arabia Saudita, en su propia “Conceptualización”, si se les ocurriera a los sauditas perder así el tiempo, omitiera el petróleo, o si Barbados omitiera el turismo, o Alemania los BMW, los Mercedes, los Audi y los Porsche. Ese documento, y su acompañante, el utópico “Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social hasta 2030” ocultan algunas verdades que a los cubanos les dolería oír, y que la crisis venezolana ha hecho muy evidentes. Que el eterno gobierno cubano no ha hecho casi nada, o nada muy efectivo, para corregir las deficiencias estructurales de su economía, para hacerla más dinámica, libre, creativa y eficiente, y que el único modelo que Raúl y su hermano conocen y comprenden es parasitario, depende de la benevolencia hacia Cuba de países infinitamente más ricos, la Unión Soviética primero, y Venezuela después, a los que la isla les ha dado a cambio su más importante producto de exportación, no azúcar ni tabaco ni níquel ni siquiera médicos, sino una alianza política, militar y de inteligencia, que permitió a los soviéticos poner las fronteras de la Guerra Fría a noventa millas de Cayo Hueso y dejarlas allí durante treinta años, y a Chávez y Maduro mantener su rocambolesco régimen bolivariano.
Si Maduro es derrocado, es difícil imaginar quién podría sustituirlo en el triste papel de benefactor de Cuba, quién querrá heredar de él una fatídica alianza política y militar con Raúl Castro o su todavía desconocido sucesor. Ni Vladimir Putin ni los chinos parecen demasiado interesados, puesto que estar a noventa millas de Cayo Hueso es mucho menos valioso hoy de lo que era en 1959. A Cuba, a menos que cambie, rotundamente, y abra su economía, responsable pero decididamente, tanto al capital extranjero como a los propios cubanos, solo le quedan, en la tormenta que viene, sus tan generosos y tan denostados exiliados, los turistas, esos a los que Fidel no quería invitar a su país, y los mismos cubanos de la isla, esos sufridos juanes y marías y yusnetzis que hacen su trabajo como si lo único que los salvara del infortunio de su país fuera hacer su trabajo como debería ser hecho si Cuba fuera un país normal. Si volviera el 93, o la mitad de él, Cuba sobreviviría, claro, esa isla es realmente de corcho, si no se ha hundido en el mar bajo el peso de la desilusión y la apatía de su pueblo, nada la hundirá ya. Lo que a Raúl seguramente le preocupa no es la vuelta del 93. Es el recuerdo de que, después del 93, vino, furiosamente, el 94.