En algún momento le dije que escribiría sobre nosotros, pero no un texto como este. 

Ella se metió en mi cama y nunca lo negó. Se moría de la risa cuando le recordaba que me puse muy nervioso al verla tan campante quitarse el short cortísimo y dejarme de frente a sus nalgas; unas nalgas hermosas y abundantes que colgaban de un hilo. 

Se acostó a mi lado y se viró de espaldas como si se tratara de una sentencia firme. Mi cabeza contó hasta diez pidiéndole al dios de mi firmeza no cometer un error. Cinco segundos más tarde la tomé por el cuello y ella respondió al tacto y al aliento. El dios de mi firmeza nos dio tres horas de mucho sexo; inundamos la ciudad de gritos y carcajadas. Un cántaro que nunca dejó de desbordarse.

Ocho meses después recuerdo en detalles cada cosa que le dije, cada posición que alteramos en todas las esquinas del cuarto. Fuimos todas las vaginas y todas las bocas y todos los rabos del mundo en un apartamento de 56 metros cuadrados en medio de El Vedado. 

Yo acababa de salir de una relación «Pripyat»; ese fue el término que cambiamos por «tóxica», que jamás nos gustó. La mulata era una divorciada reciente. Esa mañana fue un justo desquite por nuestro pasado más inmediato.

Vino una y otra vez. Tenía unos libros que quería dejar en herencia, y a mi librero le quedaron pintados. Me confesó en más de una ocasión que cada vez que se iba de casa quería que la agarrara por el pelo y le hiciera el amor allí mismo; que bajáramos las escaleras y le tocáramos la puerta a cada vecino para que nos vieran templar como dos animales con fecha de muerte.

Foto: Ricardo Acostarana

Me enfermé y estuvo para cuidarme. Vivía lejos. Hay mapas de la ciudad en los que Santa Amalia no existe. Fuimos juntos a la playa. Nos emborrachamos. Fumamos. Nos hartamos de dulces y cervezas. Asistimos a peñas literarias. Caminamos todo El Vedado. Siempre me recriminó por no llevarla de la mano.

Una tarde me enseñó un boleto de avión. Teníamos menos de 30 días para seguir descubriéndonos en aquella lujuria exótica y acéfala. Por esos días de agosto redescubrí también la poesía y el placer de leer en voz alta. Había una canción de reparto que nos volaba la cabeza. La cantábamos juntos; ella la bailaba y su pelo me daba en la cara y en el dios de mi firmeza.  

La última semana que pasó en Cuba fue frenética. Pedaleé cinco días seguidos ida y vuelta hasta su casa. Estuvimos horas acostados en su cama. Solo jugamos. Me sentía raro, y ella lo sabía. Por momentos tuve la impresión de estar en el lugar equivocado, que esa cama y ese barrio y esa familia le pertenecían a otro hombre, a otro dios de la firmeza. Caminamos por el barrio donde siempre vivió y al que solo volvería alguna vez como emigrada, o tal vez nunca. Me tomó de la mano, la apretó bien fuerte, y me lució por las calles. Yo me dejé arrastrar como el hilo rojo del destino, que se puede enredar, se puede extraviar, se puede deshilachar, pero jamás se romperá.

A las 12 de la noche del 20 de agosto de 2022, la mulata tocó tierra en Miami y me escribió para confirmarme esa realidad de la que nunca hablamos antes: «Casi toda mi familia está aquí. Tengo que permanecer el tiempo necesario para obtener la residencia. En Cuba solo me quedan tres cosas, mi casa con mi madre y mi abuela, algunos amigos, y tú. Tengo que… y voy a regresar».

No pude mirarla a la cara para pedirle que fuera mi novia. A priori, era una situación absurda. Solo estuvimos juntos alrededor de un mes y medio. Dormimos, desayunamos, nos bañamos juntos un par de veces; queríamos estar juntos, no poner la carreta delante de los bueyes. Algunos amigos insistían en que una relación de ese tipo, a distancia, es muy complicada. Insistían en que éramos la muerte y la crónica, una anunciación.

Ocurrió de todo en esos ocho meses de relación, mar por medio. Nos mantuvimos al tanto de cada uno, subrayando el más mínimo detalle. Las primeras semanas fueron durísimas. Me enviaba sus fotos y videos en fiestas, en la playa de noche, en cenas, en bailes. Sentí envidia del color de las calles, de las nubes, del césped. Era incapaz de quedarme en casa. Salía a caminar, a correr. En una ocasión le pedí prestado dinero a un amigo para emborracharme solo en algún bar. Le hacía audios de 26, 30 minutos. Por decisión propia le dejé todas las noches antes de acostarme un mensaje de voz con un poema diferente, a veces más de uno. Leímos a Heberto Padilla, a Piñera, a Ángel Escobar, a Oscar Cruz, a Alexis Díaz-Pimienta, a Drumond de Andrade, a Eliseo, a Baquero. 

Ella revisaba los textos que yo quería publicar. Me aprendí de memoria su barrio, su rutina de ejercicios, su dieta, la ropa de su armario, el precio del Uber camino al trabajo, el tiempo exacto que duraban sus dolores de ovario, las ubérrimas noches de Miami, el nombre de sus amigos, la historia de sus compañeros de trabajo. 

Construimos otros ritos: sobre las nueve de la noche nos amábamos por videollamada, aunque muchas veces la pésima conexión fue más fuerte que nuestras ganas… Pero éramos insistentes. 

Visité la casa de su madre una vez al mes. Nunca más entré en su cuarto; solo me asomaba y olía.

Una vez le escribí una carta. Nunca llegó. Olvidé poner el código postal y estuve 45 días al acecho de su asombro. Nunca hubo exigencias, obligaciones, cumplidos de ningún tipo. Nos convertimos en una costumbre de cuerpo y alma. Construimos un puente digital que parecía bastante sólido. 

Yo bromeaba a menudo diciéndole que un día, si decidía venir a Cuba, me visitara. Otras veces me ponía más pragmático: la mulata no sacaría un pasaje a Cuba hasta nuevo aviso. Los papeles para optar por la residencia en los Estados Unidos vienen con un reloj de arena, una arena invisible que solo se escucha al caer. Cuando lograra regresar, sería por muy poco tiempo, un tiempo de obviedades entre su familia, sus amigos y su novio, y otra vez a volar. Yo no puedo salir de Cuba, en todo caso, hasta 2025. 

Nos aferramos a una espera anónima, al tiempo, y el tiempo fue implacable. 

La realidad nos anunció la muerte en forma de crónica y nunca quisimos leer. Preferimos ver los dibujitos, las ilustraciones doradas. 

El sueño de vivir juntos más allá de un mes y medio fue aplazado; puede que nunca se cumpla. El dios de mi firmeza ha vuelto a clavar un hijo suyo en la cruz más lejana. Ahora solo corresponde llevar de la mano los «mientras tanto». 

La fe es una esperanza descosida, y no hay remedio.

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