Me desperté con un ánimo estupendo, no sé por qué. Le pedí a Alexa que hiciera sonar la sintonía de COPE. Carlos Herrera tenía a Casado. Se hablaba del virus y del Gobierno de España. Me incorporé y miré a través de la ventana. El paisaje de cada mañana —los techos de la iglesia de la calle San Luis, los aseados balcones de mis vecinos de manzana, un trozo de cielo azulísimo—, no indicaba corrupción alguna en el territorio de la salud o las pasiones. Pero una inquietud, un leve desasosiego me incomodaban… «¡Alexa, calla!», le ordené al cacharro.

Me duché, tomé un café con leche. Ya sonaba música. Miré las noticias del artista preso en La Habana, Luis Manuel Otero Alcántara. Cuba, cada vez más distante, se me torna próxima a veces, cuando me coge con las defensas bajas. Cuba, ese virus latente. Durmiente, como los terroristas de cuando esto no lo llevaba la OMS.

A medida que avanza el día crece la alarma en los hilos de Whatsapp. Apenas me asomo a los titulares, porque quiero mantenerme sereno. En estos días me ocupa un trabajo que requiere toda mi atención. No puedo permitirme ninguna distracción.

Bajo a Bruno a las dos de la tarde. Todo parece rotundamente normal ahí abajo. Pero solo a primera vista. Hay un no sé qué de alarma en los transeúntes que se transmite mediante cierta sobreactuación. Saludan con demasiado énfasis, diría. Compro pan y un par de hamburguesas con foie para comer en casa. Descubro que Movistar ha suspendido la emisión de la señal de FOX News, de manera que veo CNN mientras como. Por lo del segundo Supermartes o como le llamen. Me alegro que la gente aúpe a Biden en contra de Bernie, ese otro virus populista. Después, antes de volver a la mesa de trabajo, pongo Telecinco, Sálvame, donde un médico, un tipo locuaz al que acompaña un italiano directamente imbécil dice: «España es un país muy limpìo… Estamos entre los ciudadanos más limpios de Europa».

Vuelvo al trabajo. Tengo en la pantalla copias fotostáticas de los manuscritos de Vasili Grossman y necesito andarme con cuidado. Trabajo un par de horas sin apartarme de la mesa. Me conmueve el martirio civil de Grossman. Su voluntad de sacar adelante esos libros mayúsculos que son Stalingrado y Vida y destino contra todos los obstáculos. Pero no puedo dejar que esa emoción se filtre en el trabajo que hago, que esta vez es puramente técnico: restituir en la traducción española ya existente los pasajes purgados por la censura soviética.

Vuelvo a Whatsapp e intercambio un par de bromas con amigos: «No me negarás que es un gran momento para nosotros que al fin toda España reconozca que la solución a nuestros problemas es la imposición de la “distancia social”», le escribo a uno. Otro me avisa de que se marcha a Cuba a esperar que pase la epidemia. «Allá están libres de eso», asegura. El coronavirus fomenta la repatriación, que es un nombre de la derrota o del amor, que sé yo.

Cuando comienza a caer la noche, M. me avisa que la OMS acaba de escalar el brote a la categoría de pandemia. La alarma se ha encaramado ahora oficialmente a espanto. Echo un vistazo a la prensa italiana, al paisaje de alarma y desolación que recrea.

Huyo de los datos, porque no quiero contar muertos, sino cosas. Pero los datos se cuelan por todas las rendijas. Los números de la peste que se extiende.

Bajo a la calle sobre las nueve de la noche. Necesito tomar un poco el aire. Y Bruno, mear. Me tropiezo con unos vecinos. No queremos compartir el ascensor y disimulamos. No llevamos mascarillas. Ha muerto gente y morirá mucha más.

Bruno se estremece al llegar a la esquina donde el paquistaní de la tienda de abajo espera a los clientes que no llegan.

«Are you Ok?», le pregunto. «I could fly to Pakistan to wait ‘till all this goes away?», me dice pensativo.

«Try Cuba, they are free there», le sugiero y toso en el interior del codo.

Y después pienso, al venirme Luis Manuel a la cabeza, que debí aclararle que free del virus, no free free. Pero ya estoy subiendo a encerrarme en casa otra vez.