Ella da «el salto de la carpa»
Solo podían reunirse dos personas bajo un mismo techo en Reino Unido para evitar la extensión de la pandemia de COVID-19, cuando el primer ministro Boris Johnson celebró con unas 30 personas sus 56 años en el número 10 de Downing Street, su residencia oficial, a mediados de junio de 2020.
Bastante duró la noticia entre gavetas. A inicios de este año salió a rodar la bola de fuego. ¿Qué hacían, pues, aquellos elegidos, mientras el pueblo llano se apretaba en sus casas y los niños se desesperaban y los matrimonios empezaban a engordar y a odiarse de tanto verse? Al inicio, Johnson lo negó, luego le quitó hierro. Que no eran más que reuniones de trabajo, dijo. Pero más tarde el peso de la realidad le cayó sobre la punta de los pies. Todo estaba en manos de Scotland Yard.
El 5 de febrero, The Daily Mirror informaba que los investigadores poseían una fotografía del primer ministro con una lata de cerveza Estrella Damm en la mano. También se supo que no se trataba de un solo festejo, sino de doce descarguitas con los colegas, una de estas la víspera del funeral del príncipe Felipe de Edimburgo, esposo de la reina Isabel II. Entonces alguien filtró que entre las 300 fotos investigadas había otra de diciembre de 2020 en la que aparece Johnson, dos colaboradores y una botella de prosecco. Ay, Boris, ¡ese apego a la pachanga!
Más que escándalo, partygate. Aquello empezaba a parecerse a los casos de la linfa viscosa de Bill Clinton, la sed desaforada de carne de Dominique Strauss-Kahn o los zapatos Berluti de Roland Dumas. Había ofensa contra el pueblo abnegado y paciente, fondos posiblemente mal empleados, violación de ciertas normas éticas… y había una mujer.
Hasta donde se alcanza a ver, la invasión rusa a Ucrania desvió los reflectores en Albión. A pesar del reclamo de la oposición y de las presiones de varios de sus correligionarios tories «por el bien del partido», el político conservador de voz de trueno y cabello revuelto todavía ejerce un cargo por el que tanto batalló. Hasta ahora solo ha tenido que pagar una multa por aquello, y ya está.
Lo interesante de esta cadena de episodios es la manera en que la prensa ha vuelto sobre la figura de Carrie Johnson —de soltera Symonds; nunca me ha gustado esa tradición, anacrónica entre otras cosas, de la ablación del apellido femenino original—, la mujer del primer ministro, 22 años más joven, principal consejera en la sombra y supuesta organizadora de algunas de aquellas veladas etílicas.
El pasado 4 de febrero, el diario The Guardian llamaba la atención sobre cómo el círculo íntimo de Boris Johnson había «implosionado», y que al final solo quedaba Carrie, la madre de sus últimos dos hijos. Conservacionista, empleada como Relaciones Públicas en Oceana, una ONG que se dedica a proteger el fondo marino, directora de comunicación en la Fundación Aspinall y patrona en la Conservative Animal Welfare Foundation, Carrie Johnson ha sido mirada como alguien con demasiada influencia sobre las decisiones de su esposo, una mujer capaz incluso de enviarles a varios ministros mensajes de texto con sugerencias sobre asuntos propios de sus carteras.
«Antiguos conocedores de Downing Street afirman que Carrie puede hacer cambiar de opinión a su marido, a veces de la noche a la mañana, sobre un tema que creían ya acordado», sostiene el artículo. De la joven, en fin, se dice lo mismo que sobre María Antonieta en París antes y después de la decapitación del Luis XVI: que llevaba y llevó a su esposo hacia un «desastre inevitable». Para rematar, en marzo vio la luz el libro First Lady: Intrigue at the Court of Carrie and Boris Johnson, escrito por el exvicepresidente tory, Michael Ashcroft, quien afirma que el primer ministro ha desperdiciado «su potencial para transformar el país» y sostiene que «su falta de disciplina lo hizo involucrarse con Carrie», una decisión que lo hará pagar un coste político.
Semejante cadena de comentarios cierra con uno de hace apenas un mes, cuando el analista conservador Calvin Robinson sugirió en televisión que Carrie no ha dejado de «susurrarle al oído» a su esposo ideas políticas de izquierdas, verdes y liberales. «La antítesis de aquello por lo que votamos por él», enfatizó.
Tampoco es que el tal Boris sea un Charles Bovary, claro está. ¡Que mucha carretera tiene! Nada que ver con Luis Capeto, ese pobre gañán. Pero es que esto no viene de ahora. En marzo de 2021, cuando la pareja aún no había contraído matrimonio, The Spectator publicaba el artículo «The curious similarities between Carrie Symonds and Marie Antoinette», y al mes siguiente la publicación digital UnHerd retomaba el estridente gasto en la decoración de la zona privada de Downing Street por capricho de Symonds y se hacía eco de la ocurrencia de alguien en Twitter al nombrarla «Carrie-Antoinette».
Viene entonces la comparación entre el despilfarro en plena pandemia, con fondos que rondan las 120 mil libras esterlinas para costear la contratación de la famosa diseñadora Lulu Lytle y para pagar decenas de rollos de papel de pared ¡dorado!, y el desenfreno con que la reina de origen austriaco decoró en su momento de esplendor el Petit Trianon, mientras los franceses se morían de hambre. El texto concluye con el recordatorio de que María Antonieta «era representada habitualmente como una derrochadora y una libidinosa intrigante que superaba a su desventurado marido».
Y por supuesto que en pleno partygate todavía abundan quienes piden la cabeza de la joven junto a la de su marido. Decapitación simbólica, no faltaría más, defenestración pública y sin piedad. Que Carrie no es Ana Bolena —otro de los apodos que le pusieron en los pasillos de Downing Street—, aquella reina consorte de Inglaterra a la que decapitaron en 1536 tras ser condenada por adulterio, incesto y traición. La culpa de todo, como se dice por ahí, la tendrá siempre Yoko Ono.
Piensa el ingenuo que este tipo de fenómenos —gastos despampanantes por parte de un servidor público, celebraciones fuera de la ley— son propios de republiquetas y gobiernos poco aseados; pero no, porque donde hay humanos hay orgullos y humores, fastos y trucos, brete y jolgorio, vida enredada y novela.
Ahora, ¿por qué el paralelo con María Antonieta y no, por ejemplo, con Madame de Pompadour, la maîtresse-en-titre de Luis XV, responsable del nombramiento y la destitución de ministros? Si nos guiamos por Stefan Zweig, la comparación de esta joven británica con la reina decapitada en 1793 es injusta.
Lo primero de lo que se ocupa el autor austriaco en la biografía que le dedicó en 1932 es de deslindar entre lo que se dice y lo-que-parece-que-fue, entre la leyenda negra y lo que supura de cartas propias y memorias ajenas. Está bien que se recuerde la afición de la reina por las celebraciones (también The Mirror retrata a Carrie Johnson como «adicta a las fiestas») o la manera en que era llamada Madame Déficit por los gastos faraónicos que le ocasionó a la corona durante un par de décadas. Pero Zweig se opone al estigma que ha pervivido y que retrata a María Antonieta como la mujer artera que condujo a su esposo por la senda de la perdición.

Cierto es que el hombre no tenía temple ni carisma. «Pamposado», le hubiera espetado en plena cara mi abuela Sagrario, una leonesa sin pelos en la lengua.
Stefan Zweig se da banquete al describir la verdadera fatalidad de Luis XVI, que no fue la fimosis y la timidez que le impidieron hacer el amor con su mujer durante los primeros siete años del matrimonio, sino algo más esencial: «que tiene plomo en la sangre». Para el biógrafo, el rey posee un «embotamiento nervioso innato» que lo imposibilita para cualquier emoción fuerte, que sea el amor, la alegría, el dolor y el terror. Hasta en su última noche con vida, cuenta, a pocas horas de subir al patíbulo, el hombre no pierde el sueño ni el apetito. Así lo había anticipado Rétif de la Bretonne en Las Noches Revolucionarias, cuando aseguró que el rey se acostó, se durmió e incluso roncó el día en que supo de su condena a muerte.
Tiene «la fría sangre del pez» —que es una imagen poderosa— este hombre «ingenuo y apático», monarca par mégarde sobre el que Stefan Zweig especula que habría aceptado terminar sus días en una casita de aldeano, lejos de todo, dedicado a su jardín y a sus animales, si la Revolución no hubiera necesitado su cabeza gorda para marcar el cambio definitivo. (¿Y por qué pienso en La Habana, en el verano de 1989, cuando escribo esta última línea y me acaricio el cuello?)
Luis XVI fue el «lerdo compañero», el «zamborotudo esposo» que le tocó a sus 14 años a la princesa María Antonieta, archiduquesa de Austria, la louve autrichienne más adelante para sus detractores, la reine martyre para quienes 20 años después ocultaron sus pecados e intentaron convertirla en una santa, como ocurrió con Rimbaud y su hermana pudibunda, y como ha ocurrido tantas veces.
Para Zweig, hay «desarmonía» entre esta criatura y su destino. Ella no se merecía esto. De haber pasado el retén en Varennes y cruzado con alivio la frontera —esa sensación que hemos experimentado tantos—, ella y su marido no serían en la historia más que dos reyes destronados y en fuga. Y no deberíamos descartar su regreso a Versalles con la Restauración, tras lo cual vendría una muerte apacible entre pompa, hijos y lacayos.
Es más, el biógrafo lo sabe, de no haberse producido aquel asalto a la Bastilla y la consolidación del jacobinismo, Luis XVI y María Antonieta apenas estarían en los libros de historia. Pero les tocó. Los franceses acababan de pasar el invierno más crudo que se pudiera recordar, había hambre y un hastío histórico, y les tocó.
Zweig reprueba que, en el juicio que la condujo a la guillotina, el fiscal comparara a María Antonieta con Mesalina, Agripina y Fredegunda, «las viciosas más célebres de la historia». «No era ni la gran santa del monarquismo, ni la perdida, la grue [la zorra] de la Revolución —insiste—, sino un carácter de tipo medio: una mujer en realidad vulgar; ni demasiado inteligente ni demasiado necia; ni fuego ni hielo; sin especial tendencia hacia el bien y sin la menor inclinación hacia el mal». Estas palabras del escritor austriaco la dibujan. O mejor, definen el retrato de Zweig.
¿Con qué pedigrí se ha adentrado, pues, en la eternidad esta «reina de cara muy linda», como la describió Dickens en Historia de dos ciudades? Hector Fleischmann es rotundo en La guillotine en 1793 d’après des documents inédits des Archives nationales, cuando llama la atención sobre la «insolencia extrema» de María Antonieta, antes de sentenciar: «Fue ella quien asesinó a la monarquía, Luis XVI fue su víctima». Con otras palabras, coincide el historiador con Jacques Hébert, aquel periodista radical revolucionario, autor del diario Père Duchéne, que pujaba por que la reina acabara de dar «el salto de la carpa», como llamaban a las contracciones del cuerpo que recién ha sido desconectado de su cabeza y se queda por primera vez a solas, caliente, lleno todavía de sangre.
No piensa lo mismo Antonia Fraser en su biografía de la reina, que es, por cierto, más jugosa y documentada que la de Zweig. La historiadora británica concluye que el impulso humano de culpar a un individuo cuando algo va mal llevó a todo un país a señalar a una extranjera «como chivo expiatorio de una monarquía en crisis». Fraser abunda sobre los tantos ataques de los que la austríaca fue víctima; fustiga a quienes dentro de la corte rechazaron a la recién llegada, no cree en la concreción física de sus supuestas relaciones lésbicas con María Teresa de Saboya, princesa de Lamballe, y con la duquesa Yolanda de Polignac, sus dos grandes amigas, y considera como un mito su posible romance con el conde Hans Axel de Fersen, si bien admite que casi un siglo después el sobrino nieto del aristócrata sueco hizo público su diario íntimo y muchas de sus cartas, todo lamentablemente plagado de tachaduras y de mutilaciones. ¿Por qué? ¿Otra laguna en lo real? ¿Una de tantas?
Y ya que la realidad es cruel, volvamos a la ficción.
Con una aureola no muy halagüeña llega la más célebre de las reinas a las tinieblas, según La Boda de Hitler y María Antonieta en el Infierno, un libro del argentino Juan Rodolfo Wilcock y su compinche italiano, Francesco Fantasía (que todavía vive, con ese nombre de servidor sexual a domicilio para hombres, mujeres y otras identidades). Aquí, en un diálogo lleno de confesiones, María Antonieta se queja del «sitio mezquino» en el que vive y de las calumnias que corren sobre su persona. «Dicen que mandé a matar a mi primer marido», apunta.

Se han dado cita bajo tierra Trotsky y Juana la Loca, Karl Kraus y Cicerón, Groucho Marx y Virginia Woolf, Séneca y Simón Bolívar, entre otros. Han venido para la ceremonia nupcial, pasean, observan los regalos, los manjares que ha conseguido el novio, los habanos que el Führer se hizo enviar desde Cuba antes de que apareciera «ese bribón de Castro».
Pero, ojo, tapad oídos, que los párrafos que siguen son puro spoiler.
Como suele ocurrir en no pocos casamientos, son varios los invitados que despotrican de la novia. Benedetto Croce la llama «casquivana», Oscar Wilde «alcohólica incurable»; Madame de Staël, que le quiere robar el prometido, la acusa de «meretriz despiadada» y de «puta calentorra», y George Sand recuerda que es «una gastadora». ¡Nadie habla mal del novio! Y al decapitado Luis XVI ni se le menciona —brilla por su ausencia, como decía Caridad, mi maestra de primaria, en 1979—, al no ser cuando su viuda, en un acto de narcisismo, asegura que los últimos pensamientos del rey de camino a la guillotina fueron «¿quién cuidará ahora de mi pichoncita?». Ese mismo día María Antonieta estalla y reconoce que no ama a Hitler, que quiere romper con él, para luego admitir que se está acostando a escondidas con Giuseppe Garibaldi.
Lo siento, lector, lo he contado todo.
O casi.
Siempre hay algo intangible en las buenas obras.
Es este un libro fantasioso y subyugante, delirante y terrenal a la vez, como antes lo fue El Maestro y Margarita; una de esas creaciones —me pasó hace 30 años con Gargantúa y Pantagruel— que llevan a uno a fabular sobre lo tanto que se divirtieron sus autores en el momento de la gestación: qué bebieron, qué fumaron, con qué rieron… Esta es una historia alucinada, construida en su mayor medida mediante diálogos en apariencia inconexos, que nos recuerda cuán retorcidos somos y sobre todo cuánto lo seguiremos siendo. Y que no se engañe nadie, que ya demasiados de ustedes gustan de ese tipo de estafa.
Mientras tanto, supongo, Boris y Carrie Johnson ya habrán aprovechado el fin de las restricciones para regresar a la sana tradición de beber con los amigos y hablar mal de los demás.