¿Cuánto pesa una cabeza? (VI)

    Que nadie me hable de amor.

    La primera vez que crucé dos palabras con el artista Julito Llópiz fue en La Habana a finales de 2018. Con su espontaneidad habitual, vino sin conocerme y me saludó, me recordó un ensayo mío sobre Roland Barthes que había publicado la revista UNION quince años atrás, pero al acto me señaló con una sonrisa que el mensaje que exhibía en mi pulóver iba en contra de sus principios. Lo mío no era nada del otro planeta: apenas un fondo negro y una única palabra, REGGAETOFF, con todas las letras en blanco, salvo las tres últimas, orgullosas de su rojo intenso… un regalo de Ivette salido de la factoría miamense de Gozanding.com. Me gustan esos pulovitos llenos de boutades, de mensajes jocosos; son la antítesis de la trillada camiseta con Guevara al frente y de la del niño Elián, cuya producción masificada tanto alivio trajo a la percha disminuida de mucha gente. También me recuerdan a sus parientes «refrescantes», como se les decía —uno de aquellos modelos traía a Bruce Lee con un dragón al fondo—, que los marineros cubanos importaban por cantidades y traficaban hacia 1977, «Año de la Institucionalización».

    Una de esas noches volví a encontrarme con Llópiz en una fiesta; llevaba como siempre el desgarbo de un actor de películas de Erika Lust. Ahí aprovechó entre tragos para exponerme sans épater le bourgeois (me gusta Julito porque no sabe epatar) su defensa del reguetón, y sobre todo de eso que llaman «reparto» en la Cuba de nuestros días. Estábamos en la azotea de un conocido fotógrafo en el corazón de Centro Habana, rodeados por una mar de jóvenes —el único veterano que fingía frescura era yo—, artistas, pintores, músicos, cineastas, periodistas independientes, bailarines, gente de teatro, estudiantes universitarios…

    Fue escuchar los primeros acordes del tema «Bajanda», del cosaco irredento Chocolate MC, ese vulgar e incómodo presidiario, para que entendiera con el cuello erizado y la piel de los brazos simulando a gallina por qué aquellos rostros se iluminaban y a qué niveles parecía que la azotea se venía abajo. No suena igual esa canción en Cuba, bajo el peso de tantas leyes absurdas, que en otra parte del mundo, como no sonaba de la misma manera «Ya viene llegando», de Willy Chirino, que nunca fue una premonición sino un clamor y el eco de un deseo colectivo. Y ahí lo dejo: de poco vale extenderse aquí en las ideas de liberación, protesta, desafío, resistencia y aullido que ese fenómeno destila.

    Solo recuerdo haber pensado en cuán contrarrevolucionario era todo aquello: niños letrados, sobradamente instruidos, casi todos con estudios superiores, creadores de primer nivel, nietos de la Revolución cubana, gente ingrata —según los códigos que todavía se manejan en mi familia—, apelaban a un ritmo salido de los recodos más ignorados durante décadas por el Estado socialista para escupirle a la cara a todo lo ministerial, monolítico y totalizante que se les pusiera delante. Nada que ver con la Institucionalización de 1977, época para enmarcar en los anales de la grisura.

    Pensé que en algún momento aquel techo viejo cedería. O que por la escalera de azulejos republicanos del edificio ascendería una tromba inflamada de brutus repetidores de rebuznos, ataviados con pulovitos con los dos rostros cándidos del grupo Buena Fe y la idea fija de decapitarnos a todos. Eran otros tiempos, a pesar de que fue hace muy poco. Semejante kermesse cargada de desenfado hoy sería imposible.

    Imagen: Julio Llópiz

    Que nadie me hable de amor.

    Habían rodado varios miles de cabezas en París cuando surgieron los incroyables y las merveilleuses. Ocurrió en una etapa tardía, de fatiga revolucionaria. Robespierre y Saint Just ya habían sentido el airecillo mortal y definitivo en el cuello tras promover una infinidad de cortes similares. La Revolución ideada por estos dos y por Marat y Danton y el vehemente Desmoulins y tantos más se difuminaba. También mermaba la tensión, el miedo y la vigilancia; y por supuesto el control sobre los hábitos.

    Fue entonces que emanó esta tendencia en la vestimenta y en las actitudes de una bandada de jóvenes parisinos. Entre los hombres abundaba la ropa de tallas grandes y colores rimbombantes, las corbatas de tamaños desmedidos, los zapatos de punta aguda. Muchos se hacían trenzas o se cortaban los cabellos que caen sobre la nuca para dejar esa zona al descubierto: una manera de honrar a quienes habían sucumbido bajo la guillotina, casi todos parientes. Las mujeres llevaban un cordón rojo alrededor del cuello, en alegoría a la marca dejada por la cuchilla revolucionaria, que con ellas tampoco escatimó, y pelucas de cabellos cortos y rizados, como los de María Antonieta en sus horas finales; con coturnos que dejaban ver anillos en los dedos de los pies o túnicas de seda transparente, à la désespérée, que evocaban a la Grecia antigua.

    Aquella patulea estrafalaria no quería más que faire la fête, bailar, socializar por las Tullerías y los bulevares más espaciosos, honrar a su manera a los decapitados y acabar de pasar la página. Lo suyo era literalmente la contrarrevolución y la insistencia en un único tema musical, «Le réveil du peuple», que llama «hermanos» a todos los franceses, al tiempo que fustiga a «los bebedores de sangre» del jacobinismo. Aquella ciudad conmocionada por las multitudes exhibiendo cabezas en picas, por las delaciones entre vecinos y por la tanta sangre vertida bajo los patíbulos no podía sino dar pie a un relajamiento durante el Directorio y a la formación de una subcultura que no quiere saber nada de la épica.

    Estamos en Termidor. La intransigencia va dando paso a la ligereza, como mismo ocurrió en la URSS cuando todo se vino abajo (aprovecho esta tarima para recomendarles a los lectores más jóvenes piezas medulares como Nunca antes habías visto el rojo, Livadia o Enciclopedia de una vida en Rusia, de José Manuel Prieto, uno de esos escritores nuestros que deberían ser siempre tenidos en cuenta).

    La uniformidad en la vestimenta, tan cara a los jacobinos, es perforada poco a poco por la extravagancia; la búsqueda de la virtud pierde fuelle, suplantada por el afán de placer.

    Para rematar, estos iconoclastas burgueses que se convierten en el azote de los sans-culottes deciden eliminar la «r» de su vocabulario, la primera letra de la palabra “revolución”, que en 1795 empezaba a apestar. Su plan es descontinuar de una vez la virtud republicana y su inducción del rigor moral. Por eso esta juventud disruptiva es vista como fundadora de un gesto de desacato que se consolida dos siglos más tarde en el movimiento hippie, las revueltas de mayo de 1968 y la gran bacanal de Woodstock 69.

    Imagen: Julio Llópiz

    Que nadie me hable de amor.

    Cada vez que observo desde lejos a Julito Llópiz —pasó hace unos meses por Madrid, en eso las redes sociales no mienten— o cuando lo vi explicarse, cristalino, en una conferencia de prensa convocada por Tania Bruguera a raíz de la concentración frente al Ministerio de Cultura en noviembre de 2020, me acuerdo de un tal Lípiz al que se refiere Lino Novás Calvo en su crónica para la revista Orbe sobre los cubanos desperdigados por la capital española hacia 1932.

    «Lípiz mismo es bravo en sí, levantado por dentro y como alzado —cuenta el gallego—. Se metió por las células y los mítines y sacó chispas con palabras en las cabezas de las gentes».

    No lo especifica, pero sabemos que habla de Graciano Lípiz, nacido en Pamplona y criado en Cuba, un industrioso luchador contra la dictadura de Gerardo Machado que terminó deportado a España por su actividad política, justo en un momento en que ser comunista o anarquista tenía su flow y su razón, aunque faltaba muy poco para que ambas corrientes contribuyeran a la barbarie de las checas y las sacas en 1936. Lo esencial entonces y ahora era oponerse a un estado absurdo e impositivo de las cosas, y que no le hablaran más de amor, como versa una canción de estos tiempos, eso es, que no les dieran muela, que los años del discurso enfático ya eran cosa del pasado.

    De ahí el vínculo entre Llópiz y Lípiz, que va más de la afinidad en los sonidos: porque, como los incroyables y las merveilleuses, ambos están marcados por el desacato, los placeres del cuerpo y la incontestable actividad política. Uno que me paró en seco en La Habana y me dijo «escucha eso, por favor», cuando por las bocinas salía la melodía de un tema breve y conmovedor de Bad Bunny que abre, suena y cierra con un piano estilo Cold Play y que todos conocen como «Que nadie me hable de amor», aunque en realidad lleva un título de poesía del neobarroco latinoamericano: «Amorfoda».

    El otro, expulsado a España en 1931, que imagino tarareando con Carlos Enríquez y Félix Pita Rodríguez, sus compinches de juerga en Madrid, la letra también rara de una canción que sonaba con fuerza en La Habana cuando el son, como el reguetón y el reparto, era cosa de baja calaña y casi todos los músicos eran ñáñigos y marginales con alta propensión a la lidia, la yerba y los licores.

    Así dice, pues, «Aurora en Pekín», del Sexteto Boloña, que tiene versos que parecen escapados del Kindergarten de Regino Boti o del diario íntimo de Chocolate MC.:

    «Cuando me enteré

    Que Aurora estaba en Pekín

    Juré por Dios cuando te perdí

    Rallarme los ojos

    Borracho el semblante

    Que tomaba el tranvía

    Que compré por ti

    Cuando me enteré

    Que Aurora estaba en Pekín

    Rumbera por Dios, cuando te perdí

    Rallarme los ojos

    Borracho el semblante

    Que tomaba el tranvía

    Que compré por ti

    Oigan la dulce voz

    Oigan la dulce voz

    Del Sexteto Boloña

    Buscaba hacer bien

    Melodía y mi voz.»

    Imposible buscarle una lógica o escudriñar razones intelectuales a temas como estos. «El son comienza a sincopar una nostalgia africana, unos lamentos de fieras. Los cuerpos sudan, huelen», apunta de nuevo Novás Calvo en Orbe, esta vez sobre los hábitos, los trucos y los placeres de un botero en La Habana de la década del veinte del siglo pasado, el segundo lugar a donde quiero viajar —tras ese París del apogeo de la guillotina— si algún día por fin inventan la máquina del tiempo.

    Y si sucede el milagro, allí quiero escuchar «Aurora en Pekín», en directo en un cafetín de la calle Lamparilla, hacerme amigo de Lino, decirle que lo admiro como a pocos, a pesar de que mi misantropía va en aumento, y observar de cerca, aunque en silencio, a mi abuelo gallego, ateo y treintañero, Sixto Fernández, y a Benedicto, su hermano comunista.

    ***

    BONUS TRACK: Lleva razón el presidente Díaz-Canel cuando lamenta ante sus fieles la «miamización» de Madrid por su actitud hacia el gobierno cubano. Ya sé que de paso reincide en la estigmatización de esta otra ciudad de acogida, construida sobre marismas justo en la época en que los personajes de Novás Calvo traficaban en La Florida con licores y prostitutas francesas.

    Pero no, no se equivoca sobre la capital española: los malos tragos que experimentaron Cabrera Infante y García Vega en los 60 ya no se repiten. Es más, casi un siglo después de la estancia de Carlos Enríquez, Graciano Lípiz y otros cubanos en tiempos de Machado, en esas mismas calles vive, pulula y produce una banda de incroyables, merveilleuses y cosacos irredentos, prestos a alzar la voz contra los caprichos del totalitarismo.

    (continuará…)

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