Alex Elena, en el estanque grande con los peces grandes

    A Alessandro Elena, Alex, lo conocí en la primera cuarentena a la que nos sometimos, hace más de dos años. Él y su esposa Karla, una joven violista cubana, se habían acabado de mudar para un apartamento de alquiler en los bajos del edificio. Su perra Rumba y Geometro, mi perro, se volvían locos cada vez que se cruzaban.

    Una tarde me chifló para que bajara por unos palillos extrusados para Geometro y de paso me invitó a un café de una marca italiana que no recuerdo. Karla había ido a un ensayo con la orquesta en que cantaba y tocaba la viola.

    «Un alijo de pancetta, queso Pecorino y Parmigiano, aceite de oliva extravirgen tunecino, la comida para Rumba y mi estudio móvil es todo cuanto me he traído desde Los Ángeles. Ah, y este excelente café que nos estamos tomando». A Alex le gusta hablar con desconocidos desde su primera visita a Cuba hace cuatro años, y un café es todo lo que necesitan dos desconocidos para romper el hielo.

    Alex domina el español perfectamente. Hablamos de nuestros perros, ambos satos y adoptados, hiperquinéticos; de la arquitectura del edificio, una joyita de 1927, y de cuánto disfruta caminar por las calles del Vedado oyendo las historias de las personas.

    «Allá en Los Ángeles no hay tiempo para eso», dijo reproduciendo un disco de Thelonius Monk en la bocina portátil que estaba encima de una mesita, en una de las esquinas de la sala, justo al lado de los santos de Karla.

    Alex ha decorado la sala y el comedor con bordados kenianos de la cultura Masai, comprados por él durante su última estancia en el país africano. La luz natural que penetra en el departamento es escasa, así que nos acompaña una lámpara desde otra esquina. En la mesa hay varias cajas de cigarros, par de fosforeras, su laptop, un plato con virutas de dulce o queso y un vaso con infusión de jengibre.

    «Los Ángeles es una jungla de cemento llena de egoísmo y codicia. La falta total de comunidad solo te deja espacio para el trabajo, o la carrera. Allá las aceras están vacías, las calles repletas de coches y gente. Aquí es todo lo contrario. A pesar de los muchos problemas que pueda tener el país, todavía es un lugar donde la risa, el ritmo y la música logran reemplazar al ruido de fondo de los helicópteros y las sirenas de Los Ángeles».

    Ese día conversamos hasta cerca de las dos de la mañana. Alex sacó una muestra de los quesos que trajo consigo. Nunca podré ser ni el peor de los fromelier: no encontré diferencia alguna.

    Nos tomamos una botella de un litro de Añejo Especial y fumamos una caja de cigarros per cápita. La lengua estrujada, la garganta ardiendo. Una gran parte de la conversación de esa noche ha sido borrada: demasiados alcohol y nicotina en la sangre. Solo dos cosas logré atrapar en el diálogo. Me habló de Rita Marley, la primera esposa de Bob Marley, que era natural de Santiago de Cuba. También creí escuchar en algún momento que era baterista y había trabajado con músicos muy importantes como Alice Smith, en su primer disco, y Avril Lavigne… ¿Fotógrafo?, me dijo, ¿actor…?

    A la mañana siguiente, intentando recuperarme aún, pensaba en la conversación de la madrugada y me era difícil salir del asombro. Durante varios días dudé de su palabra hasta que Karla confirmó varias cosas con una naturalidad pasmosa.

    «Alex me sobrecogió desde la primera vez que nos vimos. Primero trabajamos juntos, todo muy profesional. Él estaba haciendo un documental, o una serie de televisión sobre la cultura y los músicos cubanos. Tuve la oportunidad de colaborar con su equipo de producción durante varios días. Mucha gente quedó asombrada cuando supieron quién era Alex Elena, y no era para menos. Yo no tenía idea de quién era él. Estaba enfocada en el trabajo. Nos dejamos los contactos, como hizo con todos los artistas y algo se fue cocinando cada vez que conversábamos. Él regresó y cuando nos volvimos a ver no dejó de hablarme ni un minuto, de sonreír. Fue un piñazo al mentón. Increíblemente él preguntaba mucho más que yo. Lo quería saber todo de Cuba, de La Habana. ¿Cómo hacen los músicos cubanos con tantos problemas en el país? Es un hombre muy sencillo, natural, y creo que eso es raro en lo que se dice una persona bastante conocida en el mundo del rocanrol, en Los Ángeles, Nueva York, Londres, Sarajevo, en la misma Roma».

    Quería decirle a todo el mundo que tenía de vecino a un rockero italiano súper reconocido. Que lo había mirado a la cara, que nos habíamos emborrachado y escuchado música juntos. Una estrella de rock que me escuchaba cuando hablaba. Pero esa era tan solo mi percepción en medio de la resaca.

    ¿Quién era ese hombre que sujetaba su melena platinada con pañuelos también kenianos, vestido como quien viene y va todos los días del Festival de Woodstock, cámara colgando del cuello, jaba de yerbas aromáticas en una mano y en la otra una bolsa con boniatos y papas? (Alex Elena se metía a hacer colas y así aprovechaba para hablar con la gente).

    ¿Son así? ¿Las estrellas de rock son gente corriente, gente dispuesta a escuchar, gente leída y escribida, gente que te habla de John Fante y Charles Bukowski para describirte la ciudad de Los Ángeles? (por la que dice sentir un amor-odio constante).

    Alex Elena / Foto: Cortesía del entrevistado

    La misma ciudad, el mismo barrio de Silver City donde ha vivido algunos de los últimos diez años y donde formó su propia compañía de producción, Two Beards Productions, junto al reconocido productor musical Steve Baughman. Steve es alguien que durante su carrera ha trabajado con productoras muy importantes como Capitol Records, Interscope Records y Sony Records, y ha colaborado y producido a artistas de primer nivel mundial. La lista incluye a Michael Jackson, The Pussycat Dolls, Usher, 50 Cents, Destiny Child, Pink, Dr. Dre, Snoop Dog y Eminem… Con este último ganó el Grammy al Mejor Álbum de Rock por el disco The Eminem Show, que terminaría convirtiéndose en 2002 en el más vendido del mundo, con 22 millones de copias. Otro pez gordo.

     En todo ese tiempo de reclusión pandémica, ¿qué hacía Alex Elena en Cuba? ¿Había alguna otra razón, además de estar junto a su esposa?

    «Ricardito, la primera vez que vine a Cuba me enamoré de inmediato de la energía del lugar y de la gente. Los italianos y los cubanos no somos muy diferentes, nos corre sangre latina. Recuerdo que me dije, después de solo dos horas de caminar por Infanta: “Podría vivir aquí… creo que quiero vivir aquí”».

    Alex Elena no sabe lo que dice, ni aunque supiera por qué lo dice. Su percepción, idealista, o bien la experiencia objetiva de su Cuba, no puede competir con la Cuba que ve caminar a su gente, por Infanta y el resto de calles, justo en el sentido contario de la vida. 

    En cambio, mi espíritu parecía el de un marido celoso. Quería más, saber todo sobre la vida de Alex Elena. Los artistas con que había tocado, chismes de famosos, parajes exóticos en los que se había detenido durante horas o días o semanas para una sesión de fotos.

    El día a día en el edificio, céntrico y aislado a la vez, hacía del tiempo libre una cartera de abastecimiento donde, para no perder el contacto con la realidad, era necesario racionalizar las horas invertidas en actividades banales, ocio y oficio.

    Alex Elena no estaba aquí de turista. De hecho, asegura que nunca se ha sentido así en ningún lugar del mundo, menos aquí. No suele ir a los lugares preestablecidos, no compra paquetes turísticos. Prefiere el contacto directo con la gente, perderse en los recovecos de las ciudades, preguntar, sumergirse en una jerga que no entiende.

    Trabajaba, pero no obviaba sus responsabilidades domésticas. Mantenía la casa limpia, y sacaba a Rumba para dar largas caminatas por el barrio. Par de veces lo acompañé. A él le gustaba que lo atacara a preguntas para luego devolverme el tirito.

    «Ser adolescente en la Roma de mediados y finales de los ochenta no fue tarea fácil. Mi familia no era religiosa ni aficionada a los deportes. Fue complejo para mí fusionarme en el telón de fondo italiano de feligreses, fanáticos del fútbol, ​​robots de pelo corto, espectadores de televisión. Yo era el raro, el que parecía estar equivocado de espacio-tiempo y creí en algún momento que solo me pasaba a mí».

    Su casa fue el punto de encuentro de músicos y otros personajes artísticos. Brasileños, japoneses, marroquíes e ingleses… Llegaban armados con discos de vinilo, casetes, libros, fotografías y especias de esos sitios que Alex Elena soñaba algún día recorrer.  

    Alex Elena / Foto: Cortesía del entrevistado

    Caminar con la mascarilla en el rostro requirió mucha práctica. A veces faltaba el aire al hablar. A veces parecía que uno alzaba la voz. La gente en la calle se amontonaba para comprar lo básico. El peloteo, la chusmería. Alex ponía su cámara en vilo y yo le explicaba qué podía estar pasando en ese instante. Dedo en el obturador, y clic.

    Su infancia estuvo marcada por la música y un entorno muy peculiar. Tenía en su habitación una batería, junto a amplificadores, guitarras y un viejo teclado Farfisa. Dormía al lado de una máquina de carrete a carrete de cuatro pistas que le servía como nave espacial, mientras encendía y apagaba los nobs fingiendo ser piloto. Usaba un micrófono para hablar con la torre de control.

    «A los tres años me dormía dentro del bombo, mientras mi padre tocaba melodías de Hendrix con sus amigos», dijo tras enseñarme una foto recién tomada en el agromercado del barrio. «Y, para colmo, fui sonámbulo hasta los seis años. Una vez me encontraron tocando batería en medio de la noche mientras dormía profundamente». Y yo: «¡Nah! Eso es imposible».

    Alex crecería desvinculado de los éxitos de la música popular italiana. «Incluso ahora, cuando viajo de regreso a Roma, me siento musicalmente extranjero, aunque mucha gente me reconoce». Se bajó la mascarilla, miró hacia los lados y encendió un cigarro. «¡Vamos, corre, que esto no se debe hacer!».

    Después de esos primeros días lo dejé de ver durante casi un mes. De hecho, Alex y Karla no pudieron subir a la pequeña descarga que armé con unos amigos en mi apartamento el día de mi cumpleaños.

    Luego supe que en ese tiempo voló de emergencia a Los Ángeles. A su regreso al edificio, una enfermera llamaba a su puerta todos los días a las nueve de la mañana. Le tomaba la temperatura y le hacía las preguntas pertinentes. En una ocasión, Alex Elena le obsequió un par de guantes quirúrgicos.

    Al quinto día comenzó con dolores de cabeza, y se quejaba de la garganta y los huesos.

    Cuando la enfermera tocó esa mañana a su puerta, le comunicó su malestar y ella llamó a un médico que llegaría 20 minutos después. «Vestido como todo un jefe de Control de Riesgos Biológicos», me contó luego entre muecas. «Una llamada por teléfono desde el fijo de la casa, unas palabras técnicas que no entendía y ¡pum…! directo al hospital a que me examinen y me hagan pruebas».

    Le dijeron que vendría una ambulancia a recogerlo, que preparara sus cosas y que todo estaría bien. «El sistema de salud cubano es reconocido a nivel mundial», le oyó decir al médico. La ambulancia se transformó en un taxi. Los asientos delanteros estaban cubiertos con bolsas de plástico mientras la parte trasera permanecía desnuda.                  

    «Aquí vamos de nuevo», Alex Elena rememoró por un momento su penúltimo vuelo desde Panamá, donde hizo escala en el viaje desde Los Ángeles hasta La Habana. El vuelo se ha cancelado. Corre por la terminal como un loco. Todo el mundo anda corriendo aeropuerto arriba aeropuerto abajo; temen no llegar a tiempo a sus destinos. Finalmente, él logra coger el último vuelo de Copa Airlines antes de que el aeropuerto cierre de forma indefinida.

    «Antes de montarme, rocié el asiento trasero muy bien con mi última botella de Lysol. Yo conocía las calles por donde transitábamos, Avenida 23 hacia el Malecón, hasta que cruzamos el túnel de la bahía. La Habana estaba completamente desierta y tranquila. Los rayos del sol se reflejaban en el mar y de allí rebotaban en la ventanilla de mi asiento. Llegamos a una colina donde había un centro hospitalario con vista al océano, el Naval se llamaba».

    Para mi sorpresa —pero Alex Elena lo contó como algo de todos los días— en aquellos meses había unos altavoces destartalados en las afueras del hospital reproduciendo canciones cubanas, canciones políticas. Le dio la bienvenida, según sus palabras, «un viejo tema titulado “La maza”». (De manera automática uno empieza a cantarla en la cabeza, como el pamparapán del Himno Nacional, como el tarareo de la canción del noticiero de televisión).

    Cuando los vecinos del edificio supieron sobre «la sospecha» de «el italiano», una crisis de xenofobia recorrió el inmueble. Alex ahora era culpable y cómplice de que la pandemia penetrara en la isla. Él seguro era amigo de los tres italianos que comenzaron a joder esto, seguro andaba con ellos y ahora se atenderá gratis en Cubita la bella. No sé cuántas veces escuché en poco más de tres días comentarios absurdos de este tipo. El desconocimiento y la ingenuidad me llevaron a pensar que también yo podía haberme contagiado. Pero no fue así.

    Alex Elena / Foto: Cortesía del entrevistado

    Por esos días conversé varias veces con Karla. Se sentía sola y Rumba no le hacía caso, a pesar de llevar mucho más tiempo con ella que con Alex. Cuando su esposo estaba en el apartamento, la perra se desentendía de ella.

    Por Karla supe que Alex Elena tocaba el bajo y el piano además de la batería, y que además utiliza la misma que tiene desde chiquito. Ella en cambio toca la viola, pero lo que más disfruta es el canto. Se graduó del Instituto Superior del Arte en ese instrumento. «Alex dice que el saber tocar cualquier instrumento musical es de suma importancia. Él le tiene mucho respeto a la improvisación y la espontaneidad del artista. Es de ahí de donde sale la práctica, que lleva a la disciplina. Nunca pasó una escuela de música y se ha pasado toda su vida sobre los drums o unos teclados, creando melodías, produciendo».

    Ya en el hospital otro médico acompaña a Alex Elena hasta la sala de admisión. Ahí le entrega algunos papeles y le pide que espere en la fila hasta que sea llamado. «Una cosa que aprendes de inmediato en Cuba es que nada sucede rápido. Hay una cola para todo y, a veces, puede durar horas». Este tipo de argumentos los decía con una pizca de molestia y un burujón de desenfado. «Hacer colas se ha convertido en parte de mi nueva vida».

    Los taxis y las ambulancias siguen dejando personas cada dos o tres minutos en las afueras del Naval.

    «Me senté en un banco unos 20 minutos hasta que un médico me llevó a su oficina para un chequeo. No había computadoras en su escritorio. Todo era por escrito, por lo que tardé más de lo habitual». Vuelven las preguntas sobre su estado de salud. Le ordenan un análisis de sangre. «Me llevaron a otra habitación donde una enfermera extrajo mi sangre sin piedad».

    —Regrese en una hora para obtener los resultados y luego llévelos al médico —ordena la joven enfermera. «Cuando regresé, me entregó unos papeles llenos de garabatos, los llevé ante el médico y este decidió mantenerme en observación durante tres días con una prueba de COVID-19 incluida».

    —Yo creo, estoy seguro que el virus este fue creado, es un objetivo demasiado específico —sugiere el médico como una de las tantas teorías que todavía hoy se ciernen sobre la aparición del SARS-COV 2. La sala está abarrotada. Las personas están muy cerca unas de otras, cargando sus teléfonos en los tomacorrientes de la pared.

    Alex Elena pregunta quién es el último de la fila y vuelve afuera. Estará esperando ocho horas antes de ser admitido en una habitación.

    «El avión está repleto mientras camino por el pasillo. Mantengo un equipaje en la parte delantera y otro en la parte de atrás, tratando de evitar que la gente se me acerque demasiado. Busco mi asiento y me sumerjo, bufanda envuelta alrededor de mi cara, lentes de sol, desinfectante de manos, guantes… Veo a todos moviéndose como si nada. Ojalá pudiera haber aguantado la respiración todo el tiempo. He llegado a La Habana».

    Después de casi cuatro horas, Alex Elena logra hablar con el oficial de admisión, que procede a hacer las mismas preguntas una y otra vez, y de nuevo sale afuera.

    Una enfermera distribuye con mucho cuidado unos bocadillos a las personas que se encuentran en la sala de espera. Alex Elena observa desde la distancia y lamenta no haber podido cargar con su cámara. Algunos parecen casi desfallecidos tras muchas horas sin comer; agarran los bocadillos y se quitan las mascarillas para tragar. Aparece otra enfermera con un tanque rectangular de tapa endeble lleno de refresco, un cucharón y un montón de vasos desechables. Alex Elena se acerca un poco más. Le interesa ver a la gente en su estado más natural. «Todo en Cuba sabe muy dulce», repite cada vez que cuela café en la cocina de su casa.

    Finalmente lo llaman. Allí también será «el italiano».

    Ascensor, pasillo, ascensor, pasarela, unidad sellada, cubrezapatos de algodón verde, mascarilla doble.

    Una gran habitación en forma de L con tres camas vacías; le asignan la número 17. El único baño no solo está roto, sino que no hay agua, y hay una plasta enorme en el inodoro.

    «Terminé esa vez lavándome la cara, los brazos y las manos en el fregadero de la oficina de uno de los médicos. Ahora que lo pienso, no sé qué aspecto tenían todos ellos, siempre estaban cubiertos de pies a cabeza con ropa protectora. Quizás por eso comencé a diferenciarlos por su tamaño, lenguaje corporal y sonido de la voz. Es increíble la imaginación».

    La enfermera entrega a cada ingreso una botella de cloro y un pijama.

    Le pregunté sobre el régimen alimenticio. Alex Elena afirmó que eso no fue un problema durante los tres días que permaneció allí. «Una dieta balanceada con desayuno, merienda, almuerzo, merienda y cena que incluía desde huevo, pan, café con leche, yogurt, pollo, hasta papas, vegetales, arroz, granos, incluso alguna fruta».

    Por un momento pensé, de manera cruel, que contagiarse de COVID-19 no podía ser tan malo con semejante menú.

    Un nuevo médico llega y reitera las preguntas. La jefa de las enfermeras, mandona y obesa como un tanque de cien galones de Poliplast, entra en la oficina y corta el interrogatorio para comunicarle a Alex Elena que por fin puede mudarse a una habitación propia. Empaca tus cosas, italiano… hay que moverte, o algo así le dice mirándole a los ojos.

    Alex Elena pasará el resto de su internamiento en una pequeña habitación de azulejos verdes con una ventana grande, un sillón de suiza roja en una esquina, una pequeña mesa con gavetas donde guardar sus pertenencias al lado de la cama. El ventilador de techo solo funcionará después de que le meta cuatro o cinco trastazos con una de sus sandalias. El bombillo que cuelga del techo está fundido (cuando se pone el sol, lo único que ilumina es la pantalla de su laptop). La puerta cuelga a duras penas de las bisagras, y constantemente se abre y se cierra mientras el viento penetra desde el pasillo, provocando ruidos incómodos durante la noche.

    El aire del pasillo trae el perfume dulzón de una auxiliar de limpieza que atiende esa área. Alex Elena conversa con ella desde la línea divisoria de su habitación. Otro extraño, otra historia de vida. Alex Elena cree que sonríe por debajo del nasobuco. Le pregunta si puede llamar por teléfono a su esposa pues su móvil no tiene línea cubana.

    La mujer no lo duda, saca su celular, se acerca un poco y marca el número que le indica el paciente. Pone el altavoz y Alex Elena escucha a Karla. «Todo está bien, amor. Nos vemos pronto», dice. Agradece a la enfermera y le ofrece cinco CUC[1] a cambio el favor. Ella se niega sin descortesía. Alex Elena no insiste, pero dibuja una sonrisa bajo su mascarilla y le tira un beso que nunca saldrá de su boca.

    Sobre las 11, ya dormido, se plantan en la habitación tres doctores para hacerle unas pruebas. Uno de ellos lucha con el interruptor de la luz y Alex Elena pide que arreglen la iluminación. Finalmente lo examinan con la linterna del celular del paciente.

    En esas casi 72 horas que Alex Elena pasó internado, durmió mucho… hasta el cansancio. Nunca ha estado acostumbrado al sedentarismo. A sus 45 años no hay un ápice de grasa sobrante en su cuerpo. La piel tersa, como la de un muchacho de 20 años.

    Se prohibió la inmovilidad. Caminaba 45 minutos, dos veces al día, los seis pasos en diagonal que había de una esquina a la otra de su habitación. Andar siempre le ha hecho bien. Piensa, elucubra mientras camina. Sus padres solos en la locura de Italia; quién sabe cuándo volverá a verlos. En Los Ángeles, antes de venir a Cuba, había cero percepción de riesgo respecto al virus.

    «Ricardito», me comentó varios días después de su regreso al edificio, sentados en la mesa de su casa. «Es inconcebible. Si ETECSA instala un punto wifi en el hospital, ¡se forra! Estando allá, el segundo día, le envié un mensaje a la Karla y otro a mi madre desde mi teléfono estadounidense. Me cobran 2.99 por megabyte debido al embargo. Estaba recibiendo asistencia médica gratuita y pagando ¡24 dólares por haber enviado ocho mensajes de texto!».

    Alex Elena no lo entendería, ni aunque se lo explicara el propio gerente del monopolio de las comunicaciones en Cuba.

    El tercer y último día amanece sin agua el baño de su cuarto. Se lava con toallitas húmedas. El estómago se le vuelve un asterisco y tiene que soltarlo todo de un tirón, pero sabe que no puede acomodarse en la taza, un retrete antiguo y hondo como un pozo ciego que, para colmo de males, está algo tupido y con exceso de agua, obtusa paradoja. Camina unos minutos por la habitación, se fuma su dedo índice para calmarse y opta por llenar de papel higiénico el borde de la taza. Hace descansar con sutileza su cuerpo sobre el papel, parece que levita y lo suelta todo. Se levanta con cuidado y descarga a la vez que se aleja como si presintiera un inminente peligro. La salpicadura no logra tocarlo.

    Italiano, tu prueba fue negativa, le confirma una enfermera con voz de Louis Armstrong que entra en su habitación y con la misma vuelve a salir. Alex Elena se siente aliviado por partida doble. Recoge sus pertenencias y se queda sentado en la cama escribiendo en su laptop. Una hora después un médico que nunca antes había pasado a verle, no logra reconocerlo siquiera por la voz o los gestos, le informa que todavía están esperando sus resultados finales.

    Alex Elena se siente confundido y aislado. Una sensación de claustrofobia lo inunda. Le falta el aire, pero camina unos minutos y se calma.

    Una segunda prueba rápida confirma que no se infectó luego de la primera.

    Se van. Alex Elena se queda dormido. Regresan en un rato y es la primera vez que lo llaman por su nombre: Alessandro, vamos, estás bien, puedes irte.

    «Salir de la unidad de aislamiento fue otra aventura. Andaba con mis papeles en la mano siguiendo a un médico loco. Caminamos unos 15 minutos por los pasillos más desiertos del edificio».

    Algunas secciones del hospital están a oscuras. Fotos del Che Guevara y Fidel Castro colocadas estratégicamente, aquí y allá, vigilan su camino.

    «Llego hasta un control militar por una salida alterna a la principal, revisan mi equipaje y sigo camino».

    Alex Elena está solo en la explanada y queda librado a su instinto. No puede llamar por celular; nadie lo espera. Son las 11 de la noche y aquello es una boca de lobo.

    Avanza unos cien metros hacia un poste de luz. En unos bancos destartalados de lo que parece una parada de ómnibus se encuentra a dos personas.

    Hola, necesito un taxi para volver a casa, le dice a un hombre de mediana edad. Este lo mira y pregunta hasta dónde. Vedado, 23 y 16, responde Alex Elena. A esta hora es por gusto un taxi por aquí, responde el extraño. Hace una pausa para rascarse la cara por encima de su mascarilla y le propone llevarlo por 20 CUC. 15, no negociables, responde el recién dado de alta. El taxista se baja la mascarilla. Puede presionarlo porque a fin de cuentas es el único taxi disponible esa noche, a esa hora y en ese lugar. Saca una cigarrera de un bolsillo del pantalón y enciende un cigarro; le ofrece uno a Alex Elena, pero este se niega gentilmente. Perfecto, le dice, y van montarse en un auto de color verde mamoncillo de 1948 que hasta ese momento había pasado inadvertido para Alex Elena, en medio de la oscuridad. Media hora después llegará a su apartamento.

    Mientras el auto toma la avenida 23, Alex se percata de que cada cuatro cuadras al menos dos policías hacen guardias en las esquinas.

    Días después de sus andanzas en un hospital reconfigurado para casos de pandemia, me llamó para tomarnos el café de la victoria contra la sospecha y el encierro, y para contarme sobre un diario de cuarentena que escribió en las largas horas hospitalización.

    «He intentado contar todo lo que pasé allí con lujos de detalles. Logré tirar algunas fotos con mi celular de sitios del hospital que me parecieron muy curiosos. Espero algún día poder publicarlo. Ha sido una de las mayores experiencias de mi vida, y eso que he tenido muchas».

    Al contarme de los militares en las esquinas le expliqué sobre el modelo de actuación que llevaban a cabo las fuerzas del orden en casos como el de una cuarentena, en una ciudad como La Habana. La escalada del desabastecimiento empezó a poner las cosas muy complicadas a la población y al propio gobierno, y esto no solo sucedía en la capital, toda Cuba estaba en las mismas condiciones.

    «Esas guardias se alargan durante la noche y la madrugada para evitar que la gente ande en la calle a esas horas y así evitar posibles nuevos contagios, al menos es esa la versión oficial del gobierno», dije.

    «¿Cómo sabes eso?», preguntó curioso. Cuando supo que había sido militar por casi nueve años y que hacía casi dos meses me habían licenciado, no pudo evitar la risa y llamarme «maledetto».

    Para festejar mi nueva vida, así lo llamó él, sacó del refrigerador dos botellas de cerveza Cristal muy frías. Quiso conocer detalles, pero le dije que aún estaba procesando la idea y no quería conversar sobre el tema. En cambio, volví a la carga en una especie de interrogatorio para que me siguiera contando sobre su vida, que, intuía, era un thriller de constantes anagnórisis.  

    «Desde chiquiliño llamé a mis padres por sus nombres, inaceptable según los estándares italianos de la época. Podemos decir que todavía la sociedad italiana no salía de la mentalidad de la posguerra. Ir a la escuela fue una tortura mental. Las maestras me preguntaban qué iba a ser cuando fuera grande y yo les contestaba, convencido, que me ganaría la vida haciendo música».

    Alex Elena contó que con 14 años fue dejando la escuela de lado para ir a practicar su instrumento en una sala de ensayos, al otro lado de la ciudad. En ese tiempo su Walkman Sony era algo de lo más preciado. Siempre estaba ahorrando dinero para comprar baterías porque le duraban muy poco. Con una sonrisa nostálgica recuerda su reproductora de discos como el mayor invento de la humanidad. Le importaba una mierda lo que pasara alrededor suyo mientras tuviera los auriculares puestos.

    «Una tarde, montado en un autobús camino al Casco Antiguo de Roma se me acerca un muchacho, algo mayor que yo, que vestía chaqueta de cuero con todo tipo de parches y cosas con aspecto de muerte. Me preguntó de sopetón si tocaba en alguna banda. Le dije que no, pero sí la batería. Estuvimos conversando todo el trayecto sobre música. Él quería tocar metal y me propuso de la nada comenzar una banda».

    Alex Elena / Foto: Cortesía del entrevistado

    La banda nunca fue, pero a través de aquel joven, que ahora se gana la vida como estrella porno, Alex Elena conoció a un montón de personas que, como él, solo querían tocar música todo el día y conocían de historia y de geografía y parajes exóticos en todo el mundo.

    Alex Elena invertía su tiempo encerrado en cantinas (sótanos) por todo el Casco Antiguo practicando nuevos instrumentos y estilos. Usaba una chaqueta de cuero que no se quitaba ni en pleno calor húmedo de agosto.

    El experimento de las sesiones de ensayo lo llevó a tocar en bandas menores de la movida romana del rocanrol como Blind Mirror, Skooldaze y 4WD. Su sueño era ir a Londres o Los Ángeles.

    Luego llegaría el turno con la banda de heavy rock Miss Daisy, formada en 1987. La agrupación tenía una conexión con un joven gerente de Londres que quería intentarlo con ellos. «A Londres llegué porque estaban buscando un baterista y alguien mencionó mi nombre. Me llamaron para una audición. Después de tocar durante media hora, me preguntaron si quería ir para intentar conseguir un contrato discográfico, tocar en algunos programas y divertirnos. Tenía 17 años en ese momento y terminé abandonando la escuela definitivamente para tomar mi primer vuelo fuera de Italia con esa ciudad como mi destino inicial».

    Alex Elena quiso salir a comprar más cerveza. «Tengo un, ¿cómo es que le dicen ustedes? Ah, sí… Tengo un clave donde venden la Cristal que nos tomamos. Es cerca de aquí, por la policlínica». Caminamos unas tres cuadras hasta llegar a la paladar, que ahora funcionaba a media máquina. El dueño estaba terminando unos pedidos, y nos sentamos a esperar.

    En algún momento le pregunté si dentro del espectro musical que escuchaba cuando era joven había algo de música cubana.

    «Yo me crie en un barrio comunista, pobre, donde compartíamos todo. La música estaba por todas partes, y de Cuba se escuchaba a los Irakere, una sensación musical, jazz cubano, uno de los mejores del mundo. Con los años, vivir en Los Ángeles y Nueva York me dio la oportunidad de conectarme y escuchar a otros músicos de los que me enamoré. Nunca he dejado de oír música cubana. Me persigue por todos lados. Incluso cuando llegué a Londres. Tanto es así que mírame aquí casado con Karla».

    «¿Y cómo era el Londres de inicios de los noventa, musicalmente, quiero decir?», le pregunté mientras el dueño nos hacía la seña de que en un instante nos atendería. «Londres es una de las ciudades más multiculturales que he conocido, un paraíso. La banda más mierda de Londres solía ser mejor que la mejor banda de Roma. Pasé frío, no tuve dinero muchas veces, viví en muchos lugares, llegué sin conocer el idioma, y eso lo convierte todo en surreal. Lo único que hacía era tocar la batería, y eso me bastaba».

    Alex Elena / Foto: Cortesía del entrevistado

    Miss Daisy implosionó después de unos meses y el adolescente Alex hizo muchas audiciones para encontrar trabajo en alguna banda. Consiguió tocar con The Thunderdogs, una banda psicodélica underground de finales de los ochenta y principios de los noventa que lo llevó a una gira por Escandinavia.

    Nos tomamos un par de cervezas sentados en el local e inundamos el cenicero de cabos y ceniza. Alex Elena guardó una docena de laguers en un bolso de colores y salimos sin rumbo aparente. Cuando me di cuenta, estábamos a media cuadra del malecón.

    Decidimos caminar muy despacio en dirección a la calle Paseo por la acera del mar, para luego subir por esa avenida y regresar por la calle 23. El viento batía fuerte. Los rayos del sol iban y venía de la misma manera que las ambulancias, que casi levitaban pidiendo vía libre tras una policía de la motorizada. Otras dos cervezas. El mar un plato. Encontramos parejas sentadas en el muro y pescadores intentando arrancar algún pez del cardumen.

    «Tantas horas de ensayo, tanto sacrifico no fueron en vano. Empecé a tocar la batería en una banda llamada Machine. Hacía falta un bajista y un día apareció Chris Dale, una especie de leyenda en nuestro círculo ya que su banda anterior, The Atom Seeds, había sido muy moderna y exitosa. Comenzamos a ensayar mucho con Machine, y finalmente logramos tocar en conciertos en vivo».

    Alex Elena recuerda ese tiempo como el inicio de nuevas experimentaciones melódicas. Mientras tomaba su celular en la mano, y haciendo un gesto como de botarlo por los aires, contaba que Internet por aquellos años, primeros de los noventa, era solo un pensamiento en desarrollo. «La única forma de promoción era imprimir folletos y distribuirlos a la gente en los pubs o al terminar los conciertos».

    «Machine también se fue apagando», contó más adelante, «y Chris había escuchado, a través de alguna de sus conexiones, que Bruce Dickinson estaba buscando una sección de ritmo y que iba a realizar una audición».

    «¿Qué Bruce Dickinson… Iron Maiden?», interrogué parándome en seco para bajarme el nasobuco, darme un buche largo de cerveza y subírmelo al momento. Creía no haber escuchado bien. «Ese mismo, ese mismo, pero para aquella época ya no era de Maiden, aunque regresaría años después. Aquello fue increíble. Unos años antes, solía releer los créditos en la parte posterior de cada disco que tenía de ellos, y ese nombre me era muy familiar. Fue durante ese tiempo que viajé de Roma a Módena para el concierto de Monster of Rock para verlos como cabeza de cartel junto a AC/DC, Kiss, Halloween y algunas bandas italianas innombrables. Era la primera vez que estaba de pie junto al tipo cuyos carteles de bandas estaban pegados en las paredes de mi habitación durante mi adolescencia».

    Después de ese paseo, en el cual nos bebimos otra media docena de cervezas, Alex Elena se mantuvo trancado en su casa durante casi dos semanas haciendo grabaciones con su esposa y otros músicos que no podía dejar de lado.

    «Este micrófono de 300 dólares es una basura, pero para este estudio que tengo montado aquí en el cuartico, me sirve», me dijo cuando me mostró una sesión de viola de Karla. Nos cruzábamos ocasionalmente en el barrio o en la entrada del edificio, pero siempre andaba apurado.

    Durante aquellas semanas y meses, la percepción de riesgo en la población cubana era baja en cuanto a la situación sanitaria. Se hacían cálculos, los medios de comunicación insistían en el correcto uso de la mascarilla, en el lavado de las manos y el rostro, en el distanciamiento social en lugares públicos. Los números de contagios y de muertos comenzaban a ser relevantes. Muchos comparaban el nuevo virus con las epidemias de dengue en la isla, pero no había punto de comparación.

    Finalmente, Alex Elena trabajaría con Bruce Dickinson en la promoción de su segundo disco en solitario, Balls to Picasso, acompañándolo en las presentaciones acústicas. Era 1994.

    Luego vino el festival francés de motociclistas Bol D’Or, donde miles de personas imitaron a Alex Elena, quien detrás de su batería estiró los brazos antes de baquetear el primer tema. «Lo hago desde niño, es un precalentamiento. Tocar batería es un deporte de algo riesgo y, como tal, hay que entrenar y estirar». Ese simple gesto, que mantiene hasta hoy día, le hizo pensar al público que los estaba agitando.

    Alex Elena / Foto: Cortesía del entrevistado

    «En 1996 toqué la batería en el disco Skunkworks, también de Bruce. Un disco de heavy metal con mucho grunge. Cada vez que estiraba los brazos antes de pegarle al equipo, me imaginaba la agitación de la gente, y eso me hacía tocar con muchas ganas».

    Después, Japón, América del Sur, Europa, Estados Unidos…

    En pocos años pasó de tocar la batería alrededor del mundo a producir discos, hacer exposiciones de fotografía, y desarrolló una pasión por viajar a destinos exóticos. Desde nominaciones al Grammy hasta vivir dos meses en la jungla de Centroamérica tomando fotos de tribus indígenas. Desde los barrios bajos del este de África, las dunas blancas del desierto en el norte de Brasil, hasta ser huésped del dictador gambiano Yahya Jammeh, sacado del poder solo un año después. Alex Elena parecía sacado de un biopic televisivo en horario pico, sin cortes ni comerciales.

    Como músico de sesión también obtuvo relevancia, con el álbum debut multiplatino Let Go de Avril Lavigne. Poco a poco fue esculpiendo toda su experiencia, y esta lo llevó a grabar fonogramas con otros músicos de renombre como Belinda Carlisle, Citizen Cope, Adam Holzman, Brave New World (ex Miles Davis).

    Sin embargo, según Alex Elena, su colaboración más significativa puede haber sido con el músico, escritor, modelo y productor inglés Tarka Cordell, hijo del legendario productor Denny Cordell, quien le entregó su estudio TriBeCa durante una larga estadía en Inglaterra. Fue durante este tiempo que Alex Elena comenzaría a perfeccionar sus habilidades como productor. Tarka fue la primera persona que le vio capacidad para producir música. Cuando lo intentó ya no pudo detenerse, y comenzó a recolectar equipos y a experimentar con técnicas de grabación, buscando el sonido perfecto y nuevos talentos.

    «Cuando tienes una gran canción pop para empezar, ¿por qué querrías simplemente seguir las tendencias modernas de producción?», me dijo. «No encuentro eso desafiante. Mi trabajo es abrir nuevas puertas y crear las circunstancias que permitan a mis artistas expresarse plenamente».

    En la labor de productor dio sus primeros pasos al conocer a la intérprete estadounidense de soul Alice Smith.

    «Cuando trabajé con Alice en Nueva York, ambos estábamos quebrados y muy felices. Tenía el estudio de rock and roll en el sótano de un club con acceso completo a un refrigerador gigantesco lleno de bebidas alcohólicas. La escena musical entonces estaba en llamas. No tenía idea de quién era ella, pero en el momento en que escuché su voz supe que era especial».

    Su método fue atrevido, pero eficaz. Lo habían contratado como baterista para una sesión de grabación en una de sus canciones. El manager de Alice quería que Alex Elena lo ayudara un poco con la producción. Cuando los otros músicos entraron en la sala, Alex Elena llevó a un lado al manager y le pidió que enviara a todos los músicos de regreso a casa. Los conocía a todos por haber coincidido en otras sesiones, y los imaginó tocando las mismas melodías de siempre. Llamó entonces a sus músicos y prometió al menos una nominación al Grammy.

    «La canción que produje ese día pasó a ser nominada al Grammy un par de años después (2008). Terminamos haciendo un álbum completo, For Lovers, Dreamers, and Me. Mi primer álbum como productor. Aprendí que, si tienes un concepto, sigue tus agallas. Todos los demás pueden criticarte y decirte lo que debes hacer».

    Después de vivir más de dos décadas entre Nueva York y Los Ángeles (23 años), Alex Elena había llegado a La Habana para vivir temporalmente con su esposa y para trabajar, seguir trabajando, pero acaso sin demasiadas expectativas.

    En unos de sus viajes anteriores tenía la intención de buscar músicos para hacerlos formar parte de una serie televisiva —aún en proceso de edición— sobre cómo la música influye en la cultura y viceversa. Julito Padrón, a quien considera el Miles Davis cubano, el cantante Leo Vera y Yarima Blanco, que lo hizo alucinar tocando su tres, son algunos de los artistas con los que consiguió grabar. Se fueron a los solares habaneros y a los barrios de la periferia, al dienteperro de la costa…

    «Yo aprendí más de ellos que ellos de mí», me confesó Alex Elena. «Como le digo a todos los que no son de la pequeña isla: no podrás entender y apreciar la música cubana a menos que entiendas la cultura y pases tiempo inmerso con la gente».

    Alex Elena entiende la conexión entre la música cubana y el sincretismo que nos ampara. Según él, el elemento más importante de la música en nuestro país está en la conexión entre el artista y el público. Se alimentan de la energía del otro.

    «Puedes ver a la misma banda con la que bailaste en La Habana actuar en Nueva York y no tendrás la misma experiencia. Es el delicado equilibrio entre la agrupación, el donante, y la audiencia, el receptor, que retribuye cantando y bailando con la música, lo que crea la magia».

    Alex Elena tiene la certeza de que la mayoría de los músicos cubanos son increíblemente hábiles. Todos saben tocar sus instrumentos de manera excepcional, pero considera que hay pros y contras en eso. Debido a que la mayoría de ellos provienen de escuelas de música, poseen esa mentalidad académica en que las cosas deben hacerse de cierta manera, sin dejar espacio para la experimentación.

    «Además, todos los grandes productores musicales que he conocido aquí tienden a pensar dentro de la caja. No obstante, deseo involucrarme más en la producción de artistas cubanos para fundir sus historias con las mías. Explorar diferentes estilos de producción para crear algo único y fresco».

    Uno de los artistas con quien trabó amistad en un viaje anterior fue el rapero Charly Mucharrima, con una voz singular, como de chino antillano, y un largo recorrido dentro del hip hop cubano. Mucharrima se convirtió en su principal colaborador desde entonces, y ambos se encuentran en el proceso de grabación de un álbum que, según Alex Elena, puede cambiar la cara del hip hop en la isla.

    «Durante los muchos meses que he estado grabando y haciendo música con él, aunque de manera irregular, siempre tengo la mejor experiencia que cualquier productor podría soñar».

    Alex Elena me presentó a Charly Mucharrima durante una sesión nocturna en el cuartico de grabación. Ahí podían estar más de 14 horas, escribiendo, detallando cada sonido, cada mezcla, cadencia tras cadencia. Para Alex Elena es importante que se entienda la historia que narra cada tema musical.

    Habían terminado de grabar una canción y querían que la escuchara. «El hombre de tinta y papel (título de la canción) va un poco entre lo minimal y lo indie», me dijo Alex Elena, sentado en una esquina del cuartico frente a su laptop. «Charly se zafa un poco del hip hop y camina por un sonido más universal y contemporáneo, entre el chill-out y el spoken word. El tema no está terminado, falta masterizarlo, pero eso lo haré en Los Ángeles. Este es un disco sin apuro».

    Sobre el proceso creativo del álbum estuvimos conversando cerca de una hora. «Nosotros no tenemos nada en la mano hasta que nos ponemos de acuerdo», explicó Alex Elena. «Charly llega con una idea de lo que quiere escribir, o con un tarareo. Hablamos de la historia que queremos contar y salimos a la calle a caminar. Nos sentamos en el parque, logramos comprar algunas cervezas. Caminar nos abre las entendederas. Llegamos y nos ponemos en función. Charly agarra el micrófono y yo me meto en la laptop».

    Charly Mucharrima solo asentía. No dijo ni pío hasta que Alex Elena tuvo que atender una llamada telefónica aparentemente importante. Entonces me dijo entre risas que en ocasiones parecía que Alex estaba loco. «Lo ves hablando solo y crees que está tarareando alguna melodía, pero no, está hablando con sus instrumentos, los que guarda en su estudio de Los Ángeles, según me ha dicho. Dice él que le responden y todo. Yo me le río en la cara, pero le creo. Es un tipo de idea fija y sabe llevar las cosas hasta el final».

    Alex Elena / Foto: Cortesía del entrevistado

    Alex regresó con una sonrisa de satisfacción; tal vez había acabado de recibir una buena noticia. «Ricardito», se metió de nuevo en la conversación, «Cuba necesita crear música que la gente sienta que no puede vivir sin escucharla. Se produce y se comercializa mucha música basura hoy en día y, desgraciadamente, ustedes no son la excepción. Creo que tenemos cosas que decirle y enseñarle al mundo con este disco. Lo principal es cuando tengamos un contrato y podamos promocionarlo de manera milimétrica. Hay planes, pero se necesita mucha paciencia, y yo la tengo».

    «Yo sé lo que te digo. Las cosas ahora parecen un sueño, pero para mí no ha sido fácil. ¿Tú has mirado el documental Scream for me Sarajevo?», me preguntó, y mi respuesta fue negativa. «Lo pusieron por el Canal Educativo hace como un año, casualmente yo estaba en Cuba. Es una historia que habla de los artistas durante la guerra de 1994 en esa parte de los Balcanes: la Guerra de Bosnia, una destrucción total. El asedio más largo de la Era Moderna».

    El documental relata el concierto que ofreció el grupo de Bruce Dickinson en medio de la guerra. Alex Elena era el baterista. La banda había viajado por toda la línea fronteriza, llegando sin protección al centro de operaciones, en mitad de uno de los meses más fríos de la historia del este de Europa, en medio del período más peligroso de la guerra.

    «Estuvimos varias veces a punto de ser detenidos, encarcelados o incluso morir de un disparo de un sniper enemigo».

    Alex Elena prometió que al día siguiente me llamaría para enseñarme unas fotos de aquella experiencia, pero no nos vimos hasta una semana después. Entre grabaciones y visitas a la casa de la familia de Karla, etcétera.

    El Gobierno tomaba nuevas decisiones todos los días. La gente en la calle tenía sentimientos encontrados por la cuarentena impuesta en la ciudad. Había calles cerradas por policías y calles valladas donde el paso era mediante salvoconducto. Las salidas interprovinciales también serían canceladas y solo se podría llegar a otra provincia, más allá del salvoconducto establecido, con un fajo gordo de billetes.

    El día que nos reencontramos, Alex Elena entraba al edificio con cara larga. Había hecho una cola de casi tres horas en unas de las tiendas del corredor de la calle 12, a pocos metros de la entrada principal del Cementerio Colón.

    Cuando estaba a punto de entrar, con su pasaporte y el documento que acredita su matrimonio con una ciudadana cubana, un policía le prohibió el paso. Ante la pregunta, el guardia le espetó que la cola era solo para cubanos residentes en la isla o residentes en el exterior: solo cubanos. Los extranjeros tenían sus puntos de venta específicos. La cola se empezó a encoger porque la gente quería enterarse del lío con el yuma. Alex Elena comunicó que llevaba unos meses viviendo en Cuba, que había venido desde Los Ángeles para acompañar a su esposa en la cuarentena.

    El policía no quiso escuchar explicación alguna; no miró los documentos y le pidió que se retirara. Alex Elena viró con el rabo entre las piernas y una sonrisa… siempre una sonrisa en los labios de la que solo él conocía el porqué. 

    Más tarde me llamó para tomar un café y continuó relatándome sobre la experiencia de Sarajevo. «No tengo el documental conmigo ni te contaré la historia. Solo te diré algunas cosas muy puntuales. Bruce me llama un viernes y me comenta la posibilidad de hacer algo único. Al otro día amanecimos en la frontera. Escondidos en un camión llegamos a una base militar en Croacia, atravesando la línea de fuego enemiga. Cuando llamé a mi madre, ya en Sarajevo, ella pensó que estaba borracho o que me había vuelto loco. Días después, cuando salieron imágenes en el mundo entero sobre el concierto, y me logró identificar tras el drums, por poco se infarta. El concierto fue humanitario, pero la ONU no se responsabilizó con el cuidado de la banda. Tenían un helicóptero para llevarnos, pero fue bombardeado, y optaron por dejarnos de lado».

    El concierto se realizó antes unas mil personas en un centro cultural del centro de la ciudad a mediados de diciembre. Mientras probaban el sonido, los serbios lanzaron un misil justo sobre el edifico que tenían a un lado.

    «Ellos sabían que a pesar de todo tenían que dejarnos hacer el concierto, porque era organizado por una leyenda de la música, del rocanrol, como Bruce Dickinson, y si él y los demás moríamos, ¡era un problema grande!».

    La presentación sirvió como una tregua. Asistieron desde muchachitos de 13 años hasta hombres y mujeres de 30 y de 40. La entrada fue totalmente gratis.

    «También hicimos una entrevista para Radio Zid, una de las pocas emisoras de radio de Sarajevo que además de emitir noticias del frente… Fue tal vez la única que no dejó de poner música diariamente».

    Una analogía, acaso lejana, convierte a Alex Elena en un ser cóncavo y convexo cuando dice que la Guerra en Bosnia le recuerda por momentos, de alguna manera, lo que sucede aquí en Cuba.

    «Allá, un huevo costaba seis dólares en el mercado negro. Por el frío, la gente tenía que quemar puertas y ventanas de apartamentos abandonados para poder hacer una fogata y no congelarse. Había mucha destrucción, edificios enteros abajo, parecidos a muchos de Centro Habana y La Habana Vieja». Solo que aquí nunca ha habido una guerra, pensé. «Había un bloqueo total de todo. Entre las cosas más complicadas de conseguir estaba la morfina, que se utilizaba durante las operaciones en los hospitales, y, por lo tanto, se tenían que hacer sin ella».

    Desde el estreno de Scream for Me Sarajevo, el documental ha logrado ganar cerca de 17 permios internacionales y ha sido exhibido en los cinco continentes. «La cultura que existía antes del asedio no volvería jamás. La gente no tenía dinero, pero hacía todo de corazón. “Dios caminaba sobre la tierra y la gente era normal”;una de las frases del documental que más me gustan. Todo cobraba relevancia debido a la proximidad de la muerte», dijo emocionado Alex Elena.

    Veinte años después, en 2014, Alex Elena, Chris Dale y Bruce Dickinson volvieron a Sarajevo para el estreno mundial del documental y se reencontraron con viejas caras de la resistencia.

    Las semanas pasaban y la situación epidemiológica iba a peor. La Alcaldía de La Habana tomaba medidas más estrictas casi a diario. Una de ellas fue limitar el acceso a los puntos de compra de alimentos de personas que no fueran de ese municipio. Esto creó serias dificultades en la población flotante, en una ciudad donde muchos viven de manera ilegal, o residen en direcciones no coincidentes con la de su carné de identidad. Como Alex Elena ya tenía el precedente de la cola donde fue discriminado, era su esposa la única opción, pero la dirección oficial de Karla era en San Agustín, y no iba a atravesar media ciudad en un transporte invisible para hacer colas de quién sabe cuántas horas a ver si, con suerte, alcanzaba a comprar algo. Tuvieron que recurrir al espacio-tiempo del mercado negro, y los ahorros ya empezaban a dar cabezazos.

    A Alex Elena le quedaba cerca de un mes en Cuba. Tenía trabajo atrasado y ya impostergable, en su estudio de Los Ángeles, pero antes pasaría por Roma para ver, palpar a sus padres. Logró conseguir un pasaje humanitario mediante la embajada italiana en La Habana. Los aeropuertos nacionales continuaban cerrados hasta nuevo aviso; solo se permitía una equis cantidad de vuelos en que viajaban personas con casos altamente justificados.

    Fue entonces cuando más se dedicó a su otra pasión, la fotografía. Quería llevar a cabo un proyecto con artistas locales que llevaba meses cocinando, pero necesitaba que fueran desconocidos.

    «Ricardito, me queda muy poco tiempo aquí y tengo una idea. Cuando tengas una idea, eso es el drive. Esa palabra tiene para mí un significado casi bíblico. Conducir es lo que te impulsa a levantarte por la mañana y crear las circunstancias adecuadas a tu alrededor para crear y seguir adelante. Es esa una de las pocas leyes que rigen mi día a día, y hasta ahora me ha funcionado de maravillas». Conversábamos otra vez dentro de su casa, sentados a la mesa, tomando infusión de cúrcuma y jengibre, casi sin azúcar.  Karla iba y venía mientras cocinaba unos espaguetis al pesto.

    Alex Elena / Foto: Cortesía del entrevistado

    «Este edifico donde vivimos es majestuoso. Siento que estoy en Via Di Donna Olimpia, en el barrio de Monteverde, en mi infancia. Los niños juegan aquí entre ellos, aunque sea de balcón a balcón. ¿Viste el otro día la competencia de papa… cómo se dice, papa… papalotes? Los vecinos son un poco entrometidos, pero aun así los saludo a todos con una sonrisa y un hola. ¡Mira la arquitectura, mira ese arco de la entrada, la luz que entra en los apartamentos, el callejón sin salida que atraviesa el edificio! Quiero hacer unas fotos».

    Ya tenía algunas ideas prefabricadas, varias locaciones del edificio listas para su cámara, pero no se contentaba con eso.

    «Quiero mezclar mi fotografía con la poesía. Yo sé que tienes amigos poetas muy buenos; me has hablado de ellos, me has leído cosas fabulosas de ellos. Quiero que ellos les pongan versos a las imágenes, pero que sea la imagen la que, en un final, complemente al texto».

    Alex Elena tenía incluso el nombre del proyecto que deseaba hacer en el tiempo que le quedaba en La Habana: Escondidos a primera vista. Y jugaba muy bien con el ambiente que amparaba el edificio. Su intención era dar a conocer la nueva poesía que se estaba escribiendo en la isla: autores jóvenes y totalmente desconocidos.

    Contacté con algunos amigos poetas. Les hablé de la idea, les encantó, y él conversó con cada uno de ellos. Había poco tiempo, o eso creía Alessandro Elena, porque finalmente no saldría de Cuba hasta el 4 de julio.

    «Pasaré algún tiempo con mi familia y luego regresaré a Los Ángeles para empacar mis cosas y planear mi mudanza de regreso al Viejo Continente para siempre», fue algo de lo último que hablamos. «A partir de entonces, estaré entre La Habana y Roma, y pienso abrir un estudio de producción allá. Espero que Karla pueda estar conmigo pronto. Terminé con la ilusión del “sueño americano”. He aprendido lo que necesitaba. En el estanque grande con los peces grandes. Y estoy agradecido por ello. Soy el hijo de puta más afortunado del mundo».


    [1] Faltan pocos meses para que se anuncie, a fines de 2020, un nuevo «ordenamiento económico» en el país y se decrete la desaparición de esa moneda libremente convertible. [Nota del Editor].

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