El año de los vestidos de verano

    Las cosas suceden más o menos así: es una tarde cualquiera, suena el teléfono, contesto, y es la madre de una vieja amiga. 

    ¿Qué dice? Tres palabras claves: viaje, vestidos, fronteras. 

    Comprendo. Es 2022, el año de los vestidos de verano. 

    Las madres de mis amigas me avisan sobre un regalo, unos vestidos que me han dejado sus hijas, como recuerdo. 

    Muchas gracias, alcanzo a decir, bastante apenada, no por el regalo en sí, sino porque me parece doloroso que una madre deba regalar vestidos que su hija no usará jamás, porque son suaves prendas de poliéster e hilo, con tirantes de espaguetis, inútiles en los inviernos que le esperan a esa muchacha, en los desiertos que le esperan a esa muchacha…

    A veces las madres me los vienen a traer a casa, personalmente. Y a veces voy yo a sus casas a recoger los vestidos. 

    Si soy sincera, prefiero que sean ellas las que vengan. Es muy extraño visitar la casa de un amigo que ya no está, se parece mucho a esos sueños en los que uno vuelve a su casa de la infancia y todo está en el mismo sitio. Están las ollas humeando en la cocina, la cama tendida con aquella colcha estampada en rosas, las ventanas dan al ciruelo, y el ciruelo tiene las hojas verdes y mojadas, ideales para degustar con sal recostados a la portería, pero no están los padres de uno, ni los hermanos de uno, y despiertas sudado, con esa sensación vaga de que soñar con lo que ya no es se parece a las pesadillas. Visitar la casa de un amigo que ya no está tiene esa sordidez, esa risa esquizofrénica de trasfondo en las pesadillas. 

    De vuelta a mi casa, con los vestidos embolicados en la cartera, siempre pienso en lo mismo: 2022 es el año de los vestidos de verano. La migración es un vestido de margaritas, entre un vestido rojo y un vestido negro, en el fondo de mi armario.  

    Cuando los coloco en los percheros, me fijo muy bien en los tirantes, y pienso que dejar atrás un vestido de tirantes es renunciar para siempre al sol. 

    Dos tirantes color mostaza de un centímetro de ancho, con reguladores de hombros, fijados con agujas extrafinas en una fábrica de ropa de Indonesia o Canadá, significan la renuncia a un tipo de clima.

    En este caso al sol del año 2022 en una isla del Caribe.

    Hay un poema, escrito por una poeta cubana que se llamaba Mayda Pérez Gallego, que comienza así: «Mis amigos son como los sellos/ su valor no radica fundamentalmente en su antigüedad/ sino en su rareza».

    Durante mucho tiempo yo decía eso, pero cambiando el género de la palabra amigos. «Mis amigas son como los sellos», bromeaba, pensando en lo diferente que eran todas entre sí. Tenía amigas doctoras y bailarinas, amigas lingüistas, amigas que eran guías de turismo, amigas que hacían películas y amigas que se ganaban la vida fabricando pulsos de corales. No se parecían entre sí, claro. No eran amigas entre ellas, claro. Yo las había ido conociendo, de una manera u otra, como se compran sellos para distintas cartas que van a distintos países, de una forma inevitable y porque debe ser así, porque estaban en algún lugar del mundo, en el momento exacto que yo iba a ese lugar. Y todas esas mujeres totalmente diferentes tenían algo en común, tenían vestidos de verano que ahora reposan, secretamente, en el fondo de mi armario.

    Hace unos días estaba acostada en el sofá, porque hay viernes en la noche que todo lo que uno desea hacer es eso: hundirse en el sofá como un pecio en el fondo del océano. En la mesita de mi izquierda, junto al teléfono, se enfriaba un té de menta y jengibre, el aroma de la menta llegaba hasta mí, y la habitación era una penumbra, una sensación que uno merece en ocasiones, una soledad prefabricada. 

    Y entonces el teléfono sonó. Y yo, naturalmente, contesté. 

    Detrás de mi mesa de trabajo hay un solo poema, del que no sé qué significa ni un verso porque está escrito en alemán. Pertenece a una serie de poemas que Herta Müller escribe con tijeras. De distintos diarios y revistas alemanas Herta Müller recorta palabras, y supongo que cuando ya tiene un montón de palabras recortadas, se sienta y compone. Tengo ese poema colgado en la pared, aunque no lo comprendo, para recordarme que las posibilidades de las palabras son infinitas, y que las palabras se pueden reciclar, desmembrar, rehacer, y sobre todo coleccionar. Tengo ese poema que no entiendo colgado como un santo que se adora para obligarme a coleccionar palabras, a recortar palabras y guardarlas, para hacer cosas con ellas luego.  

    Cuando contesté y la madre de esa amiga, que está ahora mismo en Ciudad de México, me dijo las tres palabras clave: viaje, vestidos, fronteras, recorté esas palabras con unas tijeras de jardín, grandes y afiladas, perfectas para podar amapolas y zarzas. Pero las palabras se resistieron, no se dejaron recortar del todo para que pudiera hacer algo con ellas luego. «Porque el teléfono seguirá sonando a lo largo del año 2022», parecían querer decirme las palabras, «el año de los vestidos de verano», y tú seguirás recibiendo vestidos de flores, de cuadros y rayas, de animal print…

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    Katherine Perzant
    Katherine Perzant
    Ha sido funambulista y chainsmoker. Como el Paterson de Jarmusch, escribe poemas que nunca publica. Posee una debilidad alarmante por los puentes y las boyas. La toman, tan a menudo por extranjera, que se siente así en todas partes. Quisiera creerle a Issa, que le sobrevive, le sobrevive a todo, la frialdad.
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    2 COMENTARIOS

    1. Parece un cuento lo que escribe esta chica, sus palabras vienen desde un remoto lugar y con ellas nos puede arrastrar a sus sensaciones, a sus nostalgias.

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