Muchos epílogos de La Habana se han llevado a cabo en Florida,
y también algunos prólogos.
Florida es esa parte del escenario cubano
en que se llevan a cabo las salidas declamatorias (…).
Joan Didion
Los que sueñan el sueño dorado
«Esa es la ciudad de los artistas», dijo Néstor Díaz de Villegas junto a Esther María Hernández Arocha en el apartamento de Miami Beach donde esperaban que los incendios de Los Ángeles se disiparan. Allá fui a verlos y a llevarles a Cemí para que lo reconocieran y lo embarraran de eso bueno que tiene la gente que lo quiere a uno. La ciudad a la que se refería es donde vivo yo, Coral Gables, la única zona postal de Miami donde las calles tienen nombres españoles en vez de números: Alhambra, Granada, Ponce de León, Hernando, Andalucía, Salcedo, Aragón, Menores, Giralda, Galiano, Salamanca. Escribo los nombres en desorden, repasando en mi memoria las cuadras por donde he pasado.
Desde el apartamento prestado donde Néstor y Esther nos recibieron se veía el mar inmenso, pequeñas embarcaciones y un cielo infinito que engañaba a la mirada. Cemí se sabía la palabra mar y la pronunció, pero Néstor le enseñó ese día la palabra océano. Océano, dijo mi hijo, como diciendo algo tan desconocido como improbable. Coral Gables, nuestro reparto, no está cerca del océano aunque en Miami todo está cerca, porque en Miami se anda en automóvil y hasta el océano puede quedar al doblar la esquina. No tanto la esquina pero sí la autopista. A la noche, cuando nos fuimos de Miami Beach, mi hijo se sabía la palabra océano, la palabra Néstor y la palabra Esther. Por alguna razón bonita él sigue asociando las tres palabras cada vez que oye una que se les parezca.
«Desde que llegué a Miami siempre quise vivir en Coral Gables», me dijo mi amiga camagüeyana Gretten Bárzaga en 2015, cuando aterricé temblorosa en su apartamento de 3130 Hernando Street. Ahí en ese apartamento viví los primeros tres meses de mi nueva vida americana. No hay árboles en Miami como los árboles de Coral Gables, eso es verdad. Y tampoco hay aceras en Miami como las aceras anchas de Coral Gables. Y tampoco hay laberintos en Miami como las calles laberínticas de Coral Gables, que me hacen recordar a Camagüey, la ciudad de los laberintos en Cuba. Todo eso es verdad y es una verdad resplandeciente a la que da un sol de primavera feliz.
Flamboyanes de Coral Gables contra las nubes encapotadas de cada temporada ciclónica. Pasar la temporada ciclónica en Coral Gables es divertido y contagioso. Con un bebé recién nacido las cosas divertidas empiezan a ser peligrosas, pero en Coral Gables, a pesar del peligro, sigue habiendo diversión. Pienso en el ancho de las aceras. Le achaco cualquier felicidad al ancho de las aceras en mezcolanza con los cafés, los turistas mayores tomados de la mano, los paseantes empresarios, las corredoras sofisticadas, los niños tan rubios, las niñas tan limpias, la Saigon Soup, la pizza italiana, los platos peruanos de ceviches mixtos.
Como siempre, me fui del tema. Hablaba de la temporada ciclónica en una de las áreas residenciales de Miami, bien llamada Coral Gables. En 2017, después de seis meses viviendo en un alquiler propio por primera vez en Coral Gables, vinieron María e Irma, aquellos dos huracanes femeninos que acabaron con Cuba y Puerto Rico, a visitarnos. Parecía que nada semejante había venido hacía años, desde no sé qué huracán que fue la ruina de Miami en otro tiempo. Los frisos de las puertas estaban taponados con sacos de arena de playa, menos nuestro friso, porque total y por fin uno viene de Cuba y en Cuba los huracanes sí son de verdad.
María e Irma también eran de verdad. Salimos a caminar bajo la ventolera y nos robamos unos sacos de arena de un negocio al que, a nuestro juicio, le sobraban sacos. Corrimos con los sacos a cuestas como hubieran corrido Tom Sawyer y Huckleberry Finn. A mí, por supuesto, se me abrió el saco a mitad de la calle y me empecé a reír mientras la arena se salía de la funda y yo veía cómo mis esfuerzos se convertían en un castillo de naipes. Llegué con el saco bastante menos lleno pero igual lo tiré contra la puerta y pensé: qué bien me siento. Porque uno en Coral Gables se siente rico y bien.

Alguna vez trabajé vendiendo cosas (libros) en Coral Gables. Los vendedores de Coral Gables sonríen más que los vendedores de otros lugares de Miami. No sé con qué tenga que ver eso pero definitivamente vuelvo a pensar en las aceras y en los flamboyanes y sin lugar a dudas pienso también en los libros. Las librerías de Coral Gables en donde uno, si no tiene nada que hacer, se queda un día entero, como antes se quedaba en las bibliotecas de la edad de oro.
Como yo no me junto con casi nadie y tampoco conozco a demasiada gente, no puedo hacer una lista de artistas conocidos que vivan en la actualidad en Coral Gables. No puedo novelerear sobre el tema, como lo hiciera Néstor Díaz de Villegas unos minutos antes de meterse al mar con mi hijo. Pero uno o dos o tres nombres sí puedo decir, nombres que me simpatizan y me hacen esbozar un gesto de gratitud: Ingeborg Portales, María Cristina Fernández y Juan Ramón Jiménez. Al tercero no lo conozco pero Platero y yo es uno de los libros más terribles que he leído. Los tres han vivido en Coral Gables.
Muchas casas de Miami tienen piso de madera. Madera pulida que hay que limpiar con un producto específico. Casas donde yo no quisiera vivir porque en ese caso los dueños de la renta me prohibirían tener mascotas, respecto al orine y la caca. Yo digo Coral Gables y es como si dijera madera, piso de madera, olor a madera, polvo en la madera, madera pulida, madera severa.
Hablando de biblioteca: en el portal de la biblioteca de Coral Gables, a veces, se encuentran tesoros que la gente deja ahí como si fueran trash. Yo particularmente he encontrado lo siguiente: El viejo y el mar en inglés, un libro de poemas en español de Ernest Hemingway, un álbum de arte y arquitectura americanos, Otra vuelta de tuerca en español y El llano en llamas en edición de bolsillo con una sola página despegada y con olor a madera.
En los Cuentos de animales, el libro con el que yo me dormía antes de cumplir cuatro años, un libro incomparable ilustrado por Muñoz Bachs y publicado en Cuba en 1973, donde Herminio Almendros reunió fábulas, no hay un solo mapache ni un solo lagarto. En Coral Gables, una de las ciudades más chic de Miami, hay mapaches y lagartos que vienen incluso a tocar la puerta. Tun tun, cómo está, soy un mapache perdido, tengo hambre y puedo comer cualquier cosa, por ejemplo, poemas mal escritos. Tun tun, buenos días, soy un lagarto perdido, tengo hambre y puedo comer cualquier cosa, por ejemplo, un pedazo de cucaracha muerta de tu novela preferida de Clarice Lispector: La pasión según G. H.
Cemí Rodríguez, mi pequeño niño-casa-país-poema, pasó sus nueve meses de gestación en Coral Gables y empezó a vivir su vida como ser humano fuera del vientre materno en un estudio pequeñito en Coral Gables, con paredes pintadas de azul celeste y una sola pared amarilla, donde pusimos la cuna. Coral Gables tiene un niño.
De regreso del Kendall Regional Medical Center, donde me sacaron a Cemí a través de una cesárea porque su ritmo cardíaco de debilitó tanto que no volvía en sí mismo, entramos al 1201 East Ponce de León Boulevard, el cuartico en Coral Gables. Me viene a la mente la primera línea de un poema del guantanamero José Ramón Sánchez: el cuartico está igualito. Pero el cuartico tenía ahora una cuna con un bebé adentro, el edificio entero quería venir a felicitar, en inglés, en español y en tailandés. Había una familia tailandesa que no usaba zapatos, solo chancletas, y caminaba así por Coral Gables, como balanceándose entre los árboles sin que nadie la viera.
A los 20 días de nacido el bebé tuvo una obstrucción intestinal y tuvimos que quedarnos una semana con él en la sala de terapia intensiva para neonatos del Nicklaus Children’s Hospital. La pediatra dijo: corre para allá, Legna Rodríguez. En el Nicklaus Children’s Hospital ya Cemí estaba registrado. Esa semana en el hospital propició que el cuartico de Coral Gables se llenara de humedad y moho. Coral Gables no está exento de humedad y moho. Sus pequeños apartamentos en cada uno de los edificios se mantienen cerrados la mayor parte del día porque sus inquilinos andan afuera, trabajando. Los aires acondicionados también trabajan incansablemente pero yo creo que no es suficiente, sobre todo en las construcciones más viejas donde la renta es barata y las personas de clase media o baja media logran instalarse.

¿A esa hora y con esa noticia qué hace uno exactamente? Uno descarga la aplicación llamada Zillow e introduce la zona postal que le interesa: 33134, Coral Gables. Además introduce el precio que está dispuesto a pagar, además introduce niño, perro y gato. Además cruza los dedos, enciende una velita y pone música. Además carga al bebé y lo besa en la frente como diciendo: ya encontraremos algo. Después de varios días aparece algo que suena a estafa. Cuesta muy barato y queda a pocas cuadras del 1201 East. La dirección exacta es: 229 Madeira Avenue, 33134, Coral Gables. Hay que aplicar y ver el apartamento: ¡Pero qué grande la sala! ¡Ay, la cocina de gas! Seguimos aquí, bebé.
Todavía, unos días después de que terminara la cuarentena, voy pasando por la esquina y veo dos sombras largas, como dos sombras polares, que se me acercan trotando o caminando y que no me ven, pero yo los veo, abro los brazos, grito. Son Rosie Inguanzo y Alfredo Triff, dos de los artistas cubanos más contundentes en cuanto a obra y belleza. Esto solo pasa aquí, me voy pensando como si verlos a ellos de pronto, anocheciendo, hubiera sido, además de una alegría, un privilegio. Lo es: además de una alegría, un privilegio. Sucesos extravagantes en las aceras de Coral Gables.
De regreso a Irma y María, las huracanas de septiembre del 2017, diría que fue exitoso porque estábamos en un área sombreada de amarillo, es decir el área tres, es decir fuera de peligro de inundación, es decir en Coral Gables. Como el tsunami que forma una cuchara en el interior de una Saigon Soup en el paso peatonal de Giralda, hecha a base de jugo de tamarindo y pequeños trozos de piña y cinco camarones y ramitas de perejil. La cuchara da vueltas en el caldo removiendo lo sólido adentro de lo líquido pero no lo desborda, no pasa nada porque el tazón es seguro y hondo y el caldo no se derramará ni derramándose.
La visita del mapache no, la visita del mapache se dio sin que le prestáramos atención. La primera vez que el mapache vino, Cemí tenía unas fiebres y unas constipaciones nasales que daban grima, pero entonces llegó el doctorrrrrrrr manejando un cuatrimotorrrrrrrr, ¿y saben lo que pasó? noooooooo. En vez de doctor, lo que había en la punta del tejado era un mapache enorme que nos miraba, se sorbía las paticas delanteras y regresaba a mirarnos como si aquel ritual le fuera a bajar la fiebre a todos los niños de Coral Gables. En verdad se le empezó a bajar la fiebre a Cemí, poco a poco, hasta que me empezó la fiebre a mí. El mapache ha seguido regresando, todas las veces nos mira desde el tejado de enfrente. Da la impresión de que dice adiós con la pata. Estoy segura de que dice adiós.
—¿Entonces, cuando compremos la casa, tendrá que ser en Coral Gables?
—En Coral Gables o en Nueva York.
—¿Y todo eso no es demasiado caro?