Hoy, 20 de enero, el 45to Presidente de los Estados Unidos toma posesión en la Oficina Oval, convirtiéndose así en el hombre más poderoso del mundo. Comienza un reality que el mundo seguirá con los pelos de punta y que durará, mínimo, cuatro años.
Desde Cuba, un palco a solo 90 millas de distancia, la audiencia está garantizada. Se le mira con lupa.
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Juan Guzmán no se llama Juan Guzmán, pero me dice que lo nombre así por temor a descubrirse. Hace dos meses salió de Cuba hacia Guyana. Hace dos semanas llegó a los Estados Unidos. El tiempo que hay en medio le cambió la vida.
Guzmán, un tipo pacífico de habla pausada, aprendió en el camino hacia el norte, por ejemplo, a fumar. Y aprendió a ser desconfiado y a caminar sin zapatos. “Lo más difícil fue andar cuatro días descalzo, por la selva entre Colombia y Panamá. Correr sobre piedras, raíces, pisar las espinas. Los zapatos los perdí cruzando un río”, cuenta vía internet.
“Me fui en ese momento, a pesar de no contar con toda la seguridad, porque Trump ganó las elecciones y dijo que no quería inmigrantes. La Ley de Ajuste pendía de un hilo: yo temía perder los privilegios como cubano, y la vida (u Obama) me dio la razón”, explica el joven radicado en Miami.
Una vez tomada la decisión, el principal obstáculo era el dinero: cómo reunir la suma necesaria. Guzmán se arriesgó, quemó las naves, trituró el boleto de regreso y lo lanzó al caño del lavabo. Si la inversión fallaba, tendría clausuradas las puertas del retorno.
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Aunque menos ruidoso que sus pares de Camarioca (1965), el Mariel (1980) y la Crisis de los Balseros (1994), Cuba vive desde 2014 —con 140 mil emigrados— el cuarto éxodo del último medio siglo. O quizás, para ser precisos, el cuarto desangramiento: en vez de alimentos, inversiones y medicinas, en ambas orillas del Estrecho de La Florida se comercia con personas.
Según un reporte de la Oficina de Operaciones en el Terreno del Servicio de Aduanas y Protección de Frontera de Estados Unidos, publicado en octubre último, en el año fiscal 2016 más de 50 mil cubanos arribaron a tierra norteamericana. Siete de cada diez cruzaron la frontera por México. De los tres restantes, uno fue balsero y solo dos recibieron visa en la embajada estadounidense.
La incertidumbre, atizada por el discurso antiinmigrante de Donald Trump y el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana, disparó la inmigración irregular. Mientras en 2015 llegaron a las costas floridanas 4 mil 473 balseros (según el citado reporte de la institución fronteriza), en los últimos 12 meses la cifra se elevó hasta los 7 mil 358, lo que supone un incremento del 65 por ciento.
La diáspora representa el principal vínculo entre La Habana y Washington. Según estadísticas oficiales, uno de cada tres cubanos posee un familiar en Estados Unidos, y prácticamente todos, al menos, un amigo entrañable. De ahí el interés y temor suscitados por la retórica del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
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“Negocio” es un negro gordo, de gordos dedos negros con anillos dorados. Las gruesas cadenas le encorvan el cuello pero lo hacen feliz.
El despacho del hombre es la sala de su casa, donde destacan chillones cuadros de almendrones (automóviles norteamericanos de los años 50) y exageradas mulatas voluptuosas. En la esquina de la habitación, donde convergen las paredes amarillas, cuelga una planta de helecho. «No sabes el trabajo que me dio lograrla», comenta. «Aquí entra poco sol. »
A “Negocio” todos en el barrio lo llaman así. Por algo será. Legalmente, alquila por horas una habitación en su apartamento. Ilegalmente… bueno, según su versión, se dedica al turismo, a “atenderlo”.
—Este país vive de servicios. ¿Tú no lo sabes? Yo entro en ese sector — aclara, distendido en el sofá. El brilloso tapiz rojo del mueble se hunde bajo el peso de su cuerpo.
«A mí no me interesa la política, lo que quiero es hacer negocios», dice “Negocio”. «Este fue un buen año. Yo nunca vi tantos americanos aquí, y mira el tiempo que llevo en esto. Son buenos clientes, dejan propinas y la mayoría viene a divertirse. Lo que yo quisiera es que Trump no limitase eso, sino que lo ampliara.»
Mientras “el empresario” describe su escenario ideal, consistente en la explosión del turismo estadounidense, una joven sale de la habitación trasera. Viste un short de mezclilla corto y blusa de tirantes. Lleva el pelo recogido, atado el moño con una cinta morada. Al marcharse, le da un beso al anfitrión y él le palmea las nalgas. “Es la muchacha que hace la limpieza”, me explica al cerrar la puerta.
“Negocio” vive feliz. Solo hay que echarle una ojeada. Para ello, trabaja de sol a sol, o de luna a luna. Pero su vida no es perfecta por un pequeño detalle, el caprichoso alfiler que brinca en su almohada cada noche. “Negocio” tiene un problemita varado en Panamá…
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Desde el comienzo de la normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, a partir de diciembre de 2014, el vínculo entre ambos países se ha incrementado. En los doce meses del 2016 casi 290 mil estadounidenses visitaron la nación caribeña, un 74 por ciento más que el año anterior, informó en su cuenta en Twitter la diplomática Josefina Vidal, encargada por la parte cubana de la mesa de negociaciones.
La cifra resulta relevante, sobre todo por las barreras persistentes al turismo norteamericano como consecuencia del bloqueo económico. De continuar la política de apertura y acercamiento, se predice la continuidad al alza, lo que implicaría una bolsa de miles de millones de dólares.
El presidente Donald Trump, al igual que su émulo “Negocio”, en algún momento se mostró interesado en sacar ganancias de la isla. En octubre, Miguel Fluxá, presidente ejecutivo del español Grupo Iberostar, dijo que “Trump hasta hace muy poco, menos de seis meses, ha estado intentado negociar hoteles en Cuba”. Estaríamos hablando de abril de 2016, una fecha en la que el magnate neoyorquino ya tenía, de sobra, la Casa Blanca entre ceja y ceja.
Y hay otro antecedente del interés económico de Trump. Según un reportaje de Newsweek, el actual presidente exploró la forma de eludir el bloqueo para invertir en Cuba en la década del 90.
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Esther Valero, cubana de 70 años, vivió de primera mano la elección presidencial de Donald Trump. Visitó los Estados Unidos entre mayo y noviembre de 2016, la etapa más intensa de la campaña electoral. Afirma haber seguido cada debate en la televisión.
«Él hablaba como si supiera que lo iban a elegir. Lo que más me impresionó fue su seguridad», recuerda la mujer desde el barrio capitalino de Calabazar. «Yo no hubiese querido que él saliera, porque siempre se proyectó contra los cubanos, los latinos y la emigración.»
—¿Cuál es su principal temor con la presidencia de Donald Trump?
«Mi miedo es que limite los viajes, las remesas, los negocios con Cuba; que revierta lo que Obama ha avanzado. Yo viví tiempos amargos cuando Bush (George W.) puso las visitas de los cubanoamericanos cada tres años. Yo tengo a mis hijos y nietos allá. Sería terrible volver a aquella etapa.»
—Muchos comparten esa incertidumbre, pero la diáspora cubana se inclinó por Trump…
«Él engatusó a la gente con la promesa de empleo. Que iba a traer las empresas al país y que haría grande otra vez a América… Ese lemita pegó. En mi familia sí no se lo tragaron, y muchas personas cercanas tampoco, pero la opinión estaba dividida.»
«El día de la elección, yo estaba convencida de que ganaría Hillary. Eso decían las encuestas. Estuve pegada a la pantalla del televisor hasta las 2:30 de la madrugada, cuando anunciaron la noticia oficialmente. Yo no lo podía creer. ¿Quién habrá votado por ese esperpento?»
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Los conteos indicaron que Donald Trump se llevó el 52 por ciento de los votos cubanoamericanos en la elección de noviembre pasado, por un 47 por ciento de Hillary Clinton. Sin embargo, las áreas de mayor concentración de votantes de origen cubano favorecieron a la candidata demócrata.
Miami Dade, por ejemplo, eligió a Clinton con el 66 por ciento de las papeletas. Y en Nueva Jersey, segunda plaza fuerte de la emigración cubana, Hillary obtuvo a su favor casi el 55 por ciento de las boletas.
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Después de vender sus propiedades, Juan Guzmán, en su prisa por marcharse antes de que Donald Trump asumiera la presidencia de Estados Unidos, pasó a ser Juan “sin-nada”. O a ser Juan “convertido-en-billetes”. Esta vez no podía fallar, no como hace diez años, cuando se lanzó en una embarcación rústica por la costa de Cojímar, célebre pueblo de pescadores al este de La Habana.
«Salimos un grupo de cinco amigos. A 18 millas náuticas se rompió el motor del bote. El mar nos trajo de regreso. Recalamos en el Malecón, justo frente a la embajada americana. Parecía una burla. Por suerte no nos cogió la policía», recuerda.
Juan Guzmán vendió un viejo Lada rojo y su apartamento en el reparto de Alamar. Ambas propiedades las había heredado del padre. Si lo deportaban, el hombre no tendría techo para retornar.
El dinero reunido era un botín para él, y a la vez, una tentación para los asaltantes: un boleto hacia el sueño americano o hacia una fosa común en Centroamérica. «Cogí un cuchillo y abrí el cinto de cuero más grueso que encontré. Metí los billetes ahí, tratando de disimular. Luego lo cosí. Todo lo que tenía lo llevaba encima. En el viaje no me quité los pantalones ni para ir al baño», confiesa Guzmán.
«En México pasé un susto grande. Era una parte complicada. En Monterrey me paró la Policía Federal, según su versión, para hacer un chequeo de rutina. Yo sabía que estaban parando a los cubanos para extorsionarlos, por eso hablé lo menos posible para que no me notaran el acento».
«Cuando me dejaron tranquilo, busqué el contacto que tenía coordinado. Me llevaron en automóvil hasta Nuevo Laredo, en la frontera con Estados Unidos. Fue un viaje de más de tres horas, y lo único que veía a los lados de la carretera era campo. Si me hubiesen querido matar, lo hubiesen hecho sin problemas.»
«Me sentía asustado, tanto por el contacto como por los federales que estaban en el camino. Cruzamos dos retenes. Los guardias tenían rifles automáticos y patrullaban en jeeps. Por suerte llegamos al paso fronterizo sin ningún inconveniente.»
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El problema de “Negocio” tiene 21 años y se llama como él. No “Negocio”, sino como el nombre real que me impide hacer público. «No es por miedo, chama, es precaución. Entenderás cuando tengas mi edad», me dice.
«A mi hijo se le metió en la cabeza la idea de irse. Aquí yo le daba de todo, vivía como rey, pero se empató con una mujercita y lo convenció. Como andaba el comentario de que el nuevo presidente iba a quitar la Ley de Ajuste, él se apuró. Ahora los dos están embarcados en Panamá», comenta el hombre.
«Me paso el día en la wifi para hablar con él, darle consejos. Le digo que no se vuelva loco, que espere. Yo le mando dinero pa´ que no pase trabajo. Él sabe que soy su padre y puede contar conmigo. Ahora estamos esperando a ver qué hace Trump. Fíjate las vueltas que da la vida: el hombre pasó de ser nuestro problema a ser nuestra única esperanza», concluye Negocio.
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«¿Qué podemos esperar de Trump?», se cuestiona Esther Valero en el sillón de mimbre de su casa. «Por como él se proyectó en la campaña, Cuba no debe esperar nada de él. Al menos nada bueno. Mira nada más la gente de las que se ha rodeado».
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Las declaraciones de Donald Trump respecto a Cuba han resultado, en el mejor de los casos, reticentes. Sobre el tema migratorio, al referirse a los privilegios de la Ley de Ajuste, expresó al periódico Tampa Bay Times en febrero pasado:
«No creo que sea justo. ¿Por qué sería justo? (…) Hay gente que ha estado en el sistema durante años (esperando a inmigrar legalmente a Estados Unidos) y es muy injusto cuando la gente simplemente cruza la frontera y tienes a otros que lo hacen legalmente.»
En igual sentido apostó Rex Tillerson, designado Secretario de Estado. El ex jefe de la trasnacional petrolera Exxon Mobil declaró, en el senado norteamericano, que recomendaría al presidente revisar los acuerdos firmados por Obama sobre el tema Cuba.
Michael Pence, compañero de fórmula de Trump en noviembre pasado, resultó mucho más tajante: «La administración Trump mantendrá el embargo que por cinco décadas viene aplicándose contra la Isla, hasta que se garanticen reales libertades religiosas y políticas».
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Juan Guzmán, uno de los últimos cubanos en beneficiarse de la “política pies secos/pies mojados”, se siente afortunado de su privilegio. Desde que llegó a Estados Unidos, hace dos semanas, vive en un apartamento con cuatro salvadoreños. Los conoció en la travesía. Son su familia actual.
Cada noche, los cinco salen a las calles de Miami ataviados de escobas, trapeadores y frazadas de piso. En lo que esperan el permiso de trabajo, limpian gimnasios, oficinas, escuelas. Les pagan cinco dólares la hora. La jornada nunca excede las tres horas de labor. El alquiler les cuesta 700 dólares al mes.
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En las primeras horas de hoy Esther Valero debe haber atravesado la aduana de los Estados Unidos. «Saqué el pasaje para el mismo día 20», me había dicho poco tiempo antes. «Si Trump decide cerrar la frontera y cortarnos el paso, se va a joder conmigo: ya yo voy a estar del otro lado», aseguró pícaramente la anciana.
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“Negocio” pone una vela en el altar de su casa. A la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba, protectora de los náufragos. Dice que en la imagen, uno de los remeros le recuerda al hijo.