Aún no leo la montaña de artículos sobre el Nobel de Bob Dylan. Me los perdí intencionalmente. Esquivé el hype. No sé a quién le escuché decir que había mentido muchísimo sobre su pasado. A Pauls, me imagino. Decía que cantaba con los negros y antes de llegar a Nueva York nunca había visto uno. Manejaba un Oldsmobile rosado que le compró su padre, que estaba podrido en dólares y le había regalado todas sus guitarras. Nada que ver con un nómade de rutas que llega a Nueva York con una mano atrás y otra adelante. (Preocuparse por la autenticidad de esa información tiene tan poco sentido para mí como decir del personaje de un cuadro: ¿Me pregunto qué tipo de ropa interior lleva puesta?) Tal vez por eso Cate Blanchett, en I’m Not There, me gusta mucho más como Bob Dylan que Bob Dylan.
Puede que esté diciendo una herejía, pero en la banda sonora del fin de mi adolescencia Dylan era un tipo que lo tenía todo para fracasar: pelo seco y rizado, una pésima higiene dental, llevaba armónica, vestía como recién salido de Yale —usaba jerseys de triangulitos y cosas por el estilo—, y una voz que era lava ardiente saliendo del cráter de un volcán. O de un útero.
Luego entré a la Facultad de Artes y Letras y me di cuenta de que todos escuchaban a Dylan o decían que lo escuchaban. Era casi un lugar común, y todo el mundo —el mundo de esa época eran las chicas de cursos superiores de Historia del Arte— citaba sus canciones famosas. Las ringtones. Quizás, tenía que ver con una especie de sensibilidad universitaria, una sensibilidad horrible, por cierto, que explotaba ese tono, ese bebop épico-sentimental, esas historias de pobres aprendices de escritores sufriendo y teniendo sexo genial y padeciendo miserias mientras soñaban con matarse o tener una Fender o escapar a París. Una sensibilidad demasiado on the road para mi gusto. (Héctor Libertella cuenta en La arquitectura del fantasma cómo los amigos de Jack Kerouac sabían que este “simulaba” participar con ellos de la borrachera, pero después corría a su casa para enfriarlo todo, como si las mil y una historias de droga, sexo, alcohol, mujeres y viajes se resumieran en la imagen de un robot monomaniaco sentado frente a una Remington y ajeno al mundo al que simulaba pertenecer.)
Se sabe: Bob Dylan posee un aura donde es alternativamente un héroe de culto y una estrella pop, un rebelde o un engranaje de las multinacionales. Un hippie (quizás esto último sea excesivo) o un tipo con 186 guitarras y asientos ergonómicos. Un músico o un literato. Es su mejor truco y le funciona; lo que lo vuelve lo suficientemente escurridizo como para ejercer, a ratos, de banda sonora perfecta para ciertos escritores y lectores; la clase de música que se escucha cuando no se está leyendo. (Desde hace años, ya se habla de “novela literaria” para designar una obra que no ha sido concebida con la intención de convertirse en bestseller. Siguiendo este rótulo ñoño, no faltará el crítico que especule con la “música literaria” o alguna gansada semejante después del Nobel.)
Oportuno: la editorial Simon & Schuster acaba de publicar The Lyrics: Since 1962 y de paso subraya algo que ya presentíamos pero que no está de más recordar —sobre todo si el libro, en su primera edición, cuesta 200 dólares: a Dylan hay que leerlo. Eso dicen. Tal vez porque sus canciones hacen lo que buena parte de la música contemporánea dejó de hacer hace años: contar historias. Su obra es la biografía del tipo con una soledad endémica y casi heráldica; de la chica creída y descerebrada que terminó “sin hogar / como una completa desconocida / como una piedra rodante”; de las mujeres hambrientas de la Avenida de la Rue Morgue, “que te echan realmente a perder”. Porque es más incorrecto que Serrat y menos aburrido que Silvio. Y gracias a él podemos dejar de escucharlos un rato y exterminar uno que otro cliché del songwriter comprometido que le canta a su patria o se hace una peluca con el pubis de su amada muerta. Y porque —no sé si esto sea una virtud— es capaz de alternar entre el Fantasma de la ópera, Einstein disfrazado de Robin Hood, T.S. Eliot y la estupidez cotidiana. Y es más decadente. O más duro consigo mismo. O infinitamente más frívolo. Y porque supo muy temprano —basta leer sus Crónicas— que la preocupación del cantautor por el talento (todo aquello de “soy bueno o malo y sufro por ello”) no tiene sentido y que es igual a la preocupación del jugador por la suerte.
Alguien dijo una vez que Dylan le había devuelto una guitarra prestada con las cuerdas manchadas de sangre; que sudaba de modo bestial, pero se la jugaba, y parecía que se le iba a rajar la voz en cada nota. Buena historia. No está mal, de cuando en cuando, ver in situ la maquinaria del mito funcionando. Recordé lo que alguna vez había dicho Slavoj Žižek sobre El exorcista, aquella paralizante película de William Friedkim, de cómo la voz no es una parte orgánica del cuerpo humano, viene de algún lugar “in/between” del cuerpo, y cada vez que hablamos se despliega cierto efecto-ventrílocuo como si algún poder externo se apoderara de nosotros. En el caso de la niña de El exorcista, ese poder externo es el demonio; en el caso de Dylan (lo mismo puede decirse de Joaquín Sabina) es el whisky. Cataratas de whisky han agrietado su voz. Una voz que fluye extrañamente, y cuya presencia resulta traumática e independiente —una voz que no machea con su cuerpo esmirriado. Lisérgica. Una voz que no se escucha —a pesar de intentarlo con muchas ganas— cuando escribe.
Por supuesto, no sé quién podría interesarse por Bob Dylan afásico. En paralelo exacto al consumismo actual que ofrece café sin cafeína, azúcar sin glucosa, sexo sin penetración, Bob Dylan sin Bob Dylan. Quién estaría interesado en destilar toda esa “grasa” en literatura. ¿El Dylan literato? Seamos sinceros: agiliza la defecación. ¿El Dylan músico? Su genialidad radica en demostrar aquello que nuestros mejores cantautores han olvidado: un hombre con un dolor de muelas no puede estar enamorado.
Hay una escena tremenda en ese clásico del terror que es Dead of Night, de Alberto Cavalcanti, en la cual Michael Redgrave hace el papel de un ventrílocuo que está celoso de su marioneta. En un acceso de violencia la destruye y luego, en la última escena de la película, lo vemos en el hospital recuperándose, volviendo en sí. Primero la voz está atascada en su garganta y luego, con dificultad, finalmente habla…, pero lo hace con la voz distorsionada del muñeco. Y la lección es clara: la única forma que tenemos de liberarnos de ese otro que nos amenaza, es convertirnos en él. Dylan, como el protagonista de Dead of Night, también lo sabe.
The times they are a changin, Bob, para mal.