Sebastián Sepúlveda: Hacer cine como «cultivar tu propio jardín»

    Sebastián Sepúlveda no para. En los últimos años no solo ha editado las películas El club (2105), Jackie (2016) y Ema (2109) de Pablo Larraín, sino que también ha tenido tiempo para Chicuarotes (2019) de Gael García Bernal. Cuando no está montando cine, está escribiendo o dirigiendo sus propias películas, como Las niñas Quispe (2013).

    Cuando empezamos a hablar estaba terminando el primer capítulo de la serie Lisey´s Story (2021), dirigido por Pablo Larraín, escrito por Stephen King y producido por JJ Abrams. 

    Es un gusto y un honor charlar con Sepúlveda (Concepción, Chile, 1972).

    CL: ¿Cómo te lleva la cuarentena? 

    SS: La cuarentena es un caos. Tengo dos niñas todo el tiempo encerradas; mi casa es una fábrica de comida y limpieza. Ninguno de los dos rubros son lo mío. Por eso cuesta más encontrar el tiempo para trabajar, porque tienes menos horas. Y tener montado afuera de la puerta un capítulo de la serie de Zombies no es bueno. Las pelis de zombies son buenas para verlas, no para vivir en una de ellas.

    ¿Cómo ves la salud del cine chileno actual?

    ¡Con COVID-19!  Engripada. Creo que es una etapa bastante dinámica para los chilenos que trabajan internacionalmente, pero va a ser durísima para los que producen en Chile, porque es un pequeño país con poco dinero. En Chile la gente solo va al cine a ver blockbusters; es muy escaso el cine indie, a nivel público. Claramente esto es una bomba nuclear en una aldea de gente que tiene hambre.

    Ahora, hay algo bueno en saber que uno tiene que sobrevivir; eso despierta… Saca a los cineastas del pensamiento virtuoso de que el espectador se debe someter a sus exigencias, y lo pone en un espacio de fragilidad donde humildemente cuenta una historia, y se vuelve más un acercamiento al relato de Sherezade en Las mil y una noches. Entonces hay que ser cuidadoso en contar bien una historia, elegirla sabiamente para no terminar con la cabeza cortada, o en otra profesión. Situaciones que, para quienes eligieron este trabajo tortuoso, son finalmente similares.

    ¿Qué fue lo último que dirigiste?

    Lo último que dirigí es mi peli Las niñas Quispe (2013). ¡Hace mucho tiempo! Me fue bien: fui a Venecia, la trataron con cariño las revistas de crítica americanas. La presenté en las salas francesas, y fue bien recibida. Traté de hacer un par de largos más y no resultaron por distintos motivos. Entonces decidí escribir la historia que estoy comenzando a mover actualmente. Ha tomado mucho tiempo. Demasiado. Pero mientras tanto edité El club (2105), Jackie (2016), Ema (2109).

    ¿Y lo último que editaste? 

     Lo último en que trabajé fue la edición del primer capítulo de la serie Lisey´s Story (2021) dirigido por Pablo Larraín, escrito por Stephen King y producido por JJ Abrams.  Todas estas experiencias han traído un reconocimiento de mi trabajo como editor que yo jamás hubiese esperado. En la agencia que me representa en Los Ángeles, somos diez editores. El que viene después de mí, por orden alfabético, es Jin-mo Yang, que editó Parasite. El siguiente es Joe Walker, el editor de Blade Runner 2049. Es como estar rodeado de Ferraris. Y uno se siente un Fiat. Pero no importa; hay que recordar que la Fiat compró a la Ferrari.

    Cuéntame cómo llegas a tus historias: los casos de Las niñas Quispe y O Areal.

    La forma de llegar a las historias es siempre, por lo menos en mi caso, distinta. O Areal es un documental sobre una comunidad cimarrona en el Amazonía Brasileña y cómo sus espíritus y hombres lobos, que pueblan el cotidiano de los habitantes, son echados por la modernización. Ahí llegué haciendo la parte audiovisual de una investigación sobre el imaginario en la Amazonía. Y en cuanto a Las niñas Quispe… era un tema que me propuso la productora Fabula para dirigir. Yo leí una obra de teatro que se había hecho, fui al lugar donde había sucedido, a cuatro mil metros de altura, y sentí que esa historia valía la pena ser contada. Espero que por lo menos algunos de los que la vieron piensen lo mismo…

    ¿En qué momento conoces a Larraín? 

    A Pablo lo había visto un par de veces en fiestas con cineastas. Pero fue realmente cuando me invitaron a ver el primer corte de Tony Manero que tuvimos una conversación sobre su trabajo. Fue muy interesante esa película, rompía muchos esquemas del cine latinoamericano en ese momento, y eso era muy estimulante para conversar.

    ¿Tu primera película con él es El club?

    Con El club empiezo a trabajar en la edición, pero ya había trabajado con él como asesor artístico en Post mortem, es decir, de consultor en el guion y en el montaje. Pablo había producido Las niñas Quispe, y yo había escrito y editado algunas películas que él había producido (Joven y alocada, El año del tigre, Ulises). Incluso escribí el tratamiento de un western para Hollywood; Pablo después escribió el guion con un guionista en LA, pero finalmente nunca se filmó. 

    ¿Cómo es este proceso? ¿Trabajas todo el tiempo con él? ¿Estás a solas al inicio? ¿Trabajas muy basado en el guion?

    En general yo edito la primera versión del montaje, y trato de que no sea cacofónica. Cualquiera que haya visto una primera versión de montaje entiende a lo que me refiero. Pero algunas veces la cacofonía se arma en la segunda o tercera versión ya que, al mezclar todos los elementos y tratar de darle un color narrativo, se vuelve una ensalada no muy digerible que después hay que limpiar. Finalmente, siempre terminamos encontrando entre los dos, y con la ayuda de muchas voces críticas, la forma final, que siempre nos sorprende. Esto se debe a que Pablo concibe el guion y el rodaje pensando en tener múltiples posibilidades narrativas antes de llegar a la sala de montaje.

    La edición de El club duró dos meses y medio. Poquísimo. La filmación 17 días. Al inicio estábamos apurados para llegar al fondo audiovisual de Chile de post-producción, ya que la película se había filmado con escasísimos fondos privados. Pero después de eso había que llegar a la postulación par; la Berlinale, así que todo fue editado rápido, en mi casa y en la casa de Pablo, como si se tratara de un cortometraje. Y la película ganó el Gran Premio del Jurado en la Berlinale, y fue nominada a los Globos de Oro.  

    Jackie tiene un ritmo más pausado. Me recuerda más a las primeras películas de Larraín ¿Cuánto duró el proceso de edición? ¿Estabas en Chile? ¿En Los Ángeles? 

    Jackie es muy hipnótica, por eso el ritmo es algo pausado; pero es como una película mutante. El tempo de ensoñación sirve para hacer planear el espectador por distintos estados sin que se dé cuenta: algunas veces entra dentro del esquema clásico de Hollywood con alguna escena más clásica, patriótica, y después entra una escena más dinámica y con cortes cercanos al cine de la Nouvelle vague, y después llega una escena sensorial, que al final, de una forma aditiva, forman un film algo cubista. Porque todas esas Jackies finalmente son aproximaciones al personaje, que en sí son muchos: está lo que Jackie desea mostrar al público, a sus cercanos, a ella misma. Y esto que quiere mostrar algunas veces es algo cierto; otras veces es una forma de ocultar su verdadero yo a los otros y por supuesto a ella misma. Eso es algo que nos sucede a todos nosotros en nuestro cotidiano. Somos seres múltiples y complejos. Y en general el tipo de narrativa de los biopics lo que hace es simplificar en base a una idea el personaje, para que sea digerible como «cuento» por un público masivo.

    El proceso duró seis meses; los sufrí bastante porque había mucho en juego: dinero y expectativas. Era trabajar en mi primera película «grande» en la industria. La editamos una parte en París (la Casa Blanca, el avión presidencial se hicieron y filmaron en los estudios de Luc Besson) y otra en Chile. Y después la peli explotó en el Festival de Venecia; las críticas increíbles y los reconocimientos empezaron a llegar. Son experiencias que uno no piensa que va a vivir cuando es estudiante de la EICTV [Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba].  Mucho menos esos días domingo en el comedor, comiendo gallina vieja, mientras las moscas mueren encima de uno fulminadas por las trampas eléctricas.

    ¿Trabajas con un asistente de edición?

    Sí, es muy importante porque yo trabajo en Avid como si fuera Word; no soy alguien que está leyendo sobre la última actualización del sistema, ni compresiones de formatos, ni absolutamente nada de eso. Esa parte la hace el asistente, y estoy encantado de que alguien lo haga, porque para mí es muy árido. Y cotidianamente puedo mostrarle lo que estoy haciendo para que me critique o para yo mismo tener un espejo sobre el cual criticarme. Porque todo esto es totalmente subjetivo, y bastante angustiante en muchos momentos. Tener un compañero de trabajo es vital.

    Ema tiene muchas escenas donde el corte y la música crean un ritmo diferente al resto del metraje. ¿Vieron muchos videoclips? ¿Algún musical en especial?

    En realidad, no veo videoclips; ¡no me gustan! Pablo tampoco. Pablo me dijo solamente no repetir los espacios que ya mostramos, ya que los videoclips hacen siempre eso, para desmarcarnos de esa gramática. Me ponía justamente nervioso no ser un videoclipero. En el montaje hay, a muy grandes rasgos, la escuela del corte rápido, y por otro lado el slow burning, hipnótico, que es donde me siento a gusto. Y el montaje de los videoclips responde usualmente a la primera lógica, así que me ponía nervioso tener que jugar con códigos que salían un poco del espacio en que juego habitualmente. Pero confié en ser lúdico; solo eso. No me preparé de ninguna forma en especial. El trabajo real era como comprimir 180 páginas de un guion que muchas veces no tenía continuidad y lógica per se, sino que estaba escrito para dar múltiples posibilidades narrativas al montaje. Y crear una narrativa fresca e inesperada. Con Pablo conversamos muchísimo. El montaje de estas películas en que hemos trabajado es realmente un juego entre los dos en el que vamos encontrando una lógica narrativa. Y había tonalidades distintas que había que acoplar; eso fue lo más complejo.

    ¿Cuánto duraba el primer corte? 

    ¡El primer corte duraba cuatro horas! Como dijeron Pablo y Juan, que es el productor: Está bueno el corte, podríamos simplemente reducirlo y hacer una película buena. Y funcionaría. Pero hay que deconstruir y yuxtaponer, a ver qué película realmente hay detrás de estas cuatro horas. 

    El proceso creo que duró seis meses. Fue largo. La música de Nicolás Jaar —que entró en la última parte del proceso— le dio otro matiz, y fue complejo adaptarse a su sonoridad, algo más fría que lo que habíamos planteado inicialmente. Él es más cercano a la generación de los personajes, así que se respetó mucho su punto de vista en esto.  

    ¿Te lees mucho los guiones? ¿Vas a los rodajes? 

    En general leo el guion una vez antes del rodaje, y después no lo consulto nunca más. Sirve como guía del tema, la idea de los personajes, pero en general me invitan a editar para «abrir» hacia otros lados y permitir encontrar en la yuxtaposición de esas imágenes sentidos nuevos. Esa idea, que parece tan común en lo que se habla y discute en las escuelas, lo que debería ser el cine, realmente no tiene espacio en el cine industrial. En general el guion se sigue paso a paso en todas las etapas. No me parece una pésima idea; Hitchcock lo hacía y es uno de los grandes maestros. Pero al ir en contra de la etapa anterior en cada uno de los pasos se logra algo lúdico, inesperado, que sale de la fórmula, y que da una vida, una frescura, y una narrativa poco común a la película. Pienso que ese es un gran logro del cine que logra hacer Pablo. Lo inesperado.

    En Jackie, por ejemplo, el inicio estructuralmente se parece a lo que indicaba el guion, pero a medida que se fue desarrollando el montaje y el segundo acto fuimos encontrando otras formas. El tema quizás es que el guion es casi siempre descriptivo, no puede ser otra cosa, y el montaje —es decir, lo que la gente llama la película— es muchas veces sensorial, o tiene otro tipo de dinámica que sale de aquella lógica. Y son esas sorpresas cotidianas que se encuentran en la yuxtaposición del montaje las que hacen que las películas sean, también para el espectador, algo muchas veces sorprendente desde el punto de vista narrativo.  

    Yo nunca voy a los rodajes. Es aburrido no estar haciendo nada, y cuando en el rodaje hay estrellas del cine, se vuelve aún más complicado, porque se sienten observados. A mí eso que la gente llama «la fama» no me interesa absolutamente nada; es algo oscuro. Y los actores son gente que tiene que lidiar cotidianamente con eso, así que ir a conocerlos allí —en ese estado tan frágil que es el rodaje para los actores— no me divierte. Este año sin embargo fui al rodaje de la serie Lisey’s Story, con guion de Stephen King, sobre todo porque el fotógrafo era Darius Khondji, que es uno de mis ídolos. Darius fotografió entre otras películas Delicatessen, Seven, Moonlight in Paris, Amour de Haneke. En un corto de la escuela de cine incluso traté de copiarle uno de sus primeros trabajos. Fue interesante porque vi cómo trabajaba con la luz artificial; hablamos de Néstor Almendros, que él conoció cuando filmaba Kramer vs Kramer. Le conté que en un corto de la escuela había tratado de copiar uno de sus trabajos; se mató de la risa. Es un tipo encantador que ha trabajado con todos los grandes directores contemporáneos, o más bien todos han querido trabajar con él. Fue muy linda experiencia.

    ¿Cómo te fue trabajando con Gael García Bernal en Chicuarotes

    Con Gael fue entretenido trabajar; es un gran tipo Gael. El proceso de edición se hizo casi todo en Buenos Aires; duró unos cuatro meses y medio, trabajamos a un ritmo tranquilo, y lo dejamos reposar unas semanas. Gael vino entonces a verme a mi casa en Chile, y lo terminamos acá. Tampoco fue relajadísimo; uno nunca está totalmente tranquilo, porque es un trabajo. No tienes ganas de hacerte el chistoso y que después la gente encuentre que la película no funciona. Te estás jugando siempre; eso es lo bonito y terrible del cine. Pero uno aprende a tratar de tomarse las cosas con cierta tranquilidad.

    A mí hay algo amoral de la película que me recuerda la vida de ladronzuelo infantil que viví con mis hermanos en los barrios bajos de Venezuela. Eso me interesaba. Tiene un punto atonal también que me divierte. Después la presentamos en Cannes, y eso fue una fiesta. Es muy agradable poder tomar unos tragos y reírte tanto después de haber vivido un proceso de forma tan solitaria —junto a Gael— y reflexiva. Por eso es que los festivales online no son festivales para mí (yo creo que para nadie). Esto del COVID-19 va a pasar igual que lo hicieron todas las pestes. Y ahí vamos a volver —los que queden en la tierra— a lo que es realmente el cine: estar congregados, asistiendo a una ilusión proyectada. Y al final aplaudir, criticar y estar contento por haber vivido una experiencia única con los demás.

    ¿En qué momento sacas tiempo para escribir tus propios proyectos? 

    Escribo cuando no estoy editando. Y así me relajo, y no estoy ansioso por no estar ganando rupias. Ese mal que tienen los actores de estar esperando que los llamen, también lo tiene la gente que trabaja como fotógrafo o montajista. Yo por suerte no lo padezco porque intento crear yo mismo películas desde el inicio. Como muchos, la mayor parte de las veces no lo logro, pero no importa. El tema en el fondo es la labor del Candide de Voltaire: cultivar tu propio jardín. Cuando lo haces, todo adquiere una mayor plenitud.

    Ahora quisiera dirigir un corto, extrañamente; algo que no sea un producto ni nada que conlleve «ganancias» en lo económico. Y que sea posible filmar. Que sea solamente para divertirse. Gastar dinero en algo que solo traiga (espero) réditos en cuanto a la alegría de haber hecho algo bonito.

    Me imagino que constantemente debes estar en un ejercicio para saber qué trabajo aceptas y qué no. Cuando uno quiere dirigir y al mismo tiempo es bueno trabajando con otros directores, no sé, puede ser compleja la historia de definir los tiempos para los proyectos propios. 

    Intento trabajar con gente con la que no he trabajado anteriormente. Pero no es simple. Una buena experiencia fue con Gael García Bernal. Los guiones tienen que ser buenos para yo lanzarme en una aventura, y eso no es muy común. Los que me llegan de Los Ángeles muchas veces tienen carencias de ideas, son «productos», y uno podría pensar que no hay nada malo en trabajar en películas así, pero yo trato de hipnotizar, y para lograrlo tengo que sumergirme en ese sueño, y no me gusta nada vivir esa experiencia en un sueño en que no me siento bien.

    Una vez, un amigo francés me llevó a la casa, sin avisarme, a Hervé de Luze, el editor de las últimas películas de Polanski.  Me quedé en una pieza. Un tipo al que superadmiro. ¿A qué editores admiras tú?  

    A Joe Walker. Lo conocí en una cena de nominados a premios, Él editó las primeras pelis de Steve McQueen, y también las últimas de Denis Villeneuve: Blade Runner 2049, Arrival y Dune ahora. El tema es que Joe juega con el slow burning, y a mí eso me encanta, es un poco el anti-speed. Es británico y tiene un sentido del humor y una cultura que se agradecen. El tema es que muchas veces los montajistas, como los guionistas o los fotógrafos, son como sesionistas de instrumentos musicales: llegan al estudio y graban de corrido lo que se necesita, lo que les piden. Joe Walker tiene una «forma de tocar»; le divierte un estilo, y desarrolla su propio estilo que tiene algo hipnótico. Y eso a mí me encanta. Me gusta entrar en una película como espectador, y volverme como un bebé metido en un sueño. Y en Arrival me sentí así: entré totalmente en el sueño, y me encantó haber estado ahí, y después despertar. Esto último es casi lo más importante, porque muchas veces en la industria se busca captar al espectador llenándolo de estímulos, pero al salir de la sala de cine (¡que añoranza estar en una sala!) te da como un asco haber digerido todo eso que viviste, como si se tratara de una hamburguesa, comida chatarra. Claro, mientras comías esa hamburguesa sabía bien, porque tenía azúcar y grasa, pero después se transforma en un desastre en tu interior. Joe Walker trabaja de una forma sensorial, para que uno logre tener múltiples y buenas digestiones.

    Un mensaje para los jóvenes cineastas cubanos.

    El mensaje podría ser un copy paste de lo que dijo el director de Ya no estoy aquí cuando ganó los Arieles. Le dedicó el premio a todos los cineastas que luchan por hacer una película, por realizar algo que nació en su corazón, y que, como él, llaman por teléfono y solo reciben un «no», o ni siquiera eso como respuesta. Eso les sucede a todos, hasta a los tipos que están en lo más arriba de la industria norteamericana. Es el mantra horripilante que todos debemos vivir. Pero hay que seguir. Y si no tienen dinero, eso tampoco es una excusa. Miren las películas de Alain Cavalier. Es un hombre y su cámara. Se vuelve a lo esencial: poner en valor su forma única de observar, su saber escuchar el mundo que lo rodea.

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