Una birra por la sanidad pública

    I.

    El pasado 11 de febrero se celebró la gala de los premios Goya 2023. La ciudad de Sevilla acogió a cineastas, actores y periodistas en el acontecimiento más importante de todo el año cinematográfico español. La televisión pública de la Comunidad de Madrid, que cuenta con casi 50 canales libres de costo, emitió el evento de principio a fin, incluyendo, para mi sorpresa, breves y escasas pausas comerciales. 

    Presencié en vivo la consagración de la gallega As bestas (2022) como el exitazo de la noche, con nueve estatuillas, en detrimento de Alcarrás (2022), filme rodado íntegramente en catalán e interpretado por actores no profesionales que, luego de haber recibido 11 nominaciones, tuvo que regresar a casa con las manos vacías. 

    Asimismo, los reiterados paneos sobre el auditorio, en los que insistía la transmisión, me permitieron enfocar a Pedro Sánchez, secretario general del PSOE y presidente del gobierno, entre los asistentes. No muy lejos, el líder del Partido Popular y rostro más visible de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, contendía con su homólogo socialista en el estrado simbólico del proselitismo cultural, sin levantarse siquiera de su butaca.

    Los cubanos no estamos habituados a eso, no sabemos cómo luce o qué implica la participación de nuestros políticos en un evento que no haya sido organizado por ellos mismos y en el que, ridículamente, no sea su propio discurso el motivo de todo el acontecimiento. Y es que «ellos», a las claras, se apartan de ambas concepciones: ni nuestros, porque hace ya mucho que su performance gubernamental dejó de representar al sector civil del país; ni políticos, porque evaden, ignoran y penalizan la confrontación y el debate, núcleos conceptuales de la democracia.

    Protestas en favor de la sanidad pública en Madrid / Foto: Cortesía del autor
    Protestas en favor de la sanidad pública en Madrid / Foto: Cortesía del autor

    Pues bien, mientras esta letanía gusanística gravitaba alrededor de mis obsesivas entendederas, un asunto todavía más singular salpicaba la noche andaluza. Varios fueron los participantes que exigieron una mayor intervención monetaria en los servicios de salud por parte de las autoridades. Otros, mucho menos sutiles, mostraron su apoyo a la manifestación que habría de realizarse al día siguiente en la capital e impugnaron sin tapujos a Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid y, según sus opositores, principal responsable del deterioro de la sanidad pública.

    Sin embargo, después de culminada la premiación, un anuncio vía Twitter dejaba en entredicho la autenticidad de tales reclamos. La cuenta oficial de los Goya posteaba su agradecimiento hacia Quirónsalud, el grupo hospitalario privado más grande de España y principal patrocinador de la gala, «por velar por la salud y bienestar de nuestros invitados e invitadas». 

    De esta forma, si se mira con pragmatismo financiero, muy probablemente muchos de los que no dudaron en secundar las demandas en favor de la medicina pública, terminaron siendo financiados por la privada. Dicha «contradicción» (otra de las propinas del liberalismo occidental) me hizo pensar en uno de los mejores episodios de South Park que recuerdo. 

    Aquí, Eric Cartman se electrocuta a sí mismo con el fin de viajar al pasado y conocer in situ (¿in tempore?) la opinión de los Padres Fundadores sobre la guerra. La escena concluye con un genial parlamento de Benjamin Franklin en que se anuncia con ironía la inquietud expansionista de los Estados Unidos, el rechazo expreso de la ciudadanía hacia estos métodos, y la convivencia de ambas tendencias, en tanto rasgos distintivos de la nación. Finalmente, Cartman regresa a su época, convencido de que la incoherencia ha sido siempre un atributo invariable de su identidad.

    Los entes liberales (Estados, instituciones, individuos) parecen haber entendido que la mejor receta para concebir un laissez faire, laissez passer infalible, consiste en hacer lo que te dé la gana y, luego, en honor a la tolerancia, sobrellevar a los detractores y sus críticas. Tener la cara dura es también una actitud diplomática.

    Así, con todo este contexto como prólogo a la manifestación madrileña del 12 de febrero, me alisté para personarme yo también en La Cibeles.

    II.

    Protestas en favor de la sanidad pública en Madrid / Foto: Cortesía del autor
    Protestas en favor de la sanidad pública en Madrid / Foto: Cortesía del autor

    Alcancé los alrededores de El Retiro cerca de las 10:00 a.m. Justo frente a la entrada principal que conduce a los jardines, se empina ineludible la Puerta de Alcalá o, acaso, su reflejo. Al menos desde hace nueve meses, el arco más representativo de la ciudad no se deja ver, disfrazando su silueta tras un toldo que simula su forma y color. Habiendo sorteado el espacio descrito por dicha promesa de restauración, pude divisar a la multitud que parecía protagonizar el suceso, recorriendo en ambos sentidos la enorme avenida que me encaminaba hacia el epicentro de las protestas.

    Era domingo. Aun así, casi todos los negocios de la zona permanecían abiertos, refutando esa antológica propensión ibérica (¿europea?) que recomienda no currar ni un minuto más de lo estrictamente indispensable. Esa mañana, sin embargo, prometía arrojar generosos dividendos. Chinos, moros y bangladesíes —entre otras «minorías» habituadas a trabajar festivos y horas extras— se infiltraban entre los manifestantes con bebidas y algunos comestibles en venta. Asimismo, los propios españoles abrían sus tiendas desde bien temprano, sumándose en el acto al jaleo dominical. 

    Cualquier sujeto domesticado en sociedad constituye un cliente potencial, si es que no lo es ya en esencia. Dicha condición, una suerte de fase superior del género humano, tiende a tipificarnos según nuestros patrones y estilos de consumo. Fue nuestra capacidad para el trueque de bienes y servicios, con el dinero a la cabeza de este fetichismo mercantil, una de las razones que garantizaron la supervivencia del homo sapiens como especie. Lo que se exhibe es susceptible de ser vendido, sin importar su género o linaje; toda la publicidad nunca es suficiente. Aquí, que es lo mismo que en-cualquier-parte, estas lecciones están muy bien aprendidas. 

    De esta forma, mientras me aproximaba a La Cibeles, pude presenciar cómo las ofertas de tabernas, bazares y mercaderes ambulantes compartían una misma esfera de influencias con pancartas y carteles pro-Sanidad Pública, esparcidos cuidadosamente a través de la vía. Árboles, rejas y muros revelaban sobre hojas de papel los motivos que se esgrimían como detonantes para tal congregación. Al tiempo, desde una plataforma emplazada a la izquierda de la fuente, los rostros más visibles de la protesta enumeraban, en clave de consigna, los reclamos que los habían citado en aquel lugar.

    Era mi primera experiencia verdaderamente política, una en la que no solo estaban permitidos el enfrentamiento y la réplica ante el orden imperante, sino que estos constituían la norma. 

    Allí estaban José L. Yuguer, organizador que computó en medio millón a los asistentes; Mar Noguerol, directora del centro de salud Cuzco, y Mónica García, líder del partido Más Madrid y candidata a la Presidencia de la Comunidad en las elecciones del próximo mayo, entre otros. Esta última, opositora acérrima del vigente gobierno capitalino, parece haber encontrado el eslogan perfecto para apuntalar su candidatura, reduciendo el drama de la asistencia médica a una disyuntiva tácitamente política: «Ayuso o sanidad». Dicha estrategia intenta remedar con ironía la fórmula utilizada por la actual presidenta en 2021, un «comunismo o libertad» tan efectivo como inteligible.

    Muy cerca de la tarima, en un intento por otorgarle preeminencia al afán desacralizador de la convocatoria, un enorme muñecón de carnaval reproducía en términos de caricatura los rasgos faciales de la Ayuso, con énfasis premeditado en una nariz cilíndrica y de dimensiones pinochescas. A mí, sin embargo, me sigue pareciendo una mujer muy atractiva.

    A un costado de la pieza, que retrataba la mitad superior del cuerpo de la política, una fila aguardaba impaciente con el fin de tomarse una fotografía junto a la imagen burlesca de su presidenta. La mayoría, entre sonrisas, desplegaba socarronamente el dedo del medio mientras otros hacían sonar el obturador táctil de los teléfonos.

    El asunto de la sanidad se antoja enmarañado y, según muchos especialistas, pudiera marcar la venidera cita electoral. Los manifestantes denunciaban, grosso modo, los recortes de financiación y la disminución de profesionales en el plan de Atención Primaria; la escasa inversión de la Comunidad en la salud pública (solo el 4.7 por ciento del PIB, mientras que la media española se sitúa en un 6.9 por ciento); así como las pocas posibilidades de generar nuevos empleos en el ámbito sanitario. 

    Culminada la arenga desde el estrado, el público se fraccionó en varios conjuntos que coreaban lemas, bailaban o bebían, todo a la vez y en todas partes. La gente iba a su bola. Un grupo que percutía tambores se congregó alrededor de otro que danzaba al ritmo de las pulsaciones, estableciendo una complicidad franca y espontánea que terminó por sumar a varios cientos de los presentes. Otros, enfocados ya en las cañitas del domingo, aprovechaban las últimas cervezas ofrecidas por un par de vendedores oriundos del Asia meridional, a juzgar por su tez. 

    Las demandas iniciales, nacidas de la inconformidad y la impotencia, devenían ante mis ojos en una festividad postmanifestación que parecía celebrar, por sobre todas las cosas, el propio hecho de la protesta. No solo la consumación de un derecho distintivo de la democracia, sino también la protesta como modus vivendi, la protesta como herramienta política, la protesta como termómetro de la vitalidad ciudadana, de su confianza en los Poderes que sustentan la nación. 

    El que no protesta o tiene miedo o ya goza de suficientes privilegios o duda ferozmente de la utilidad de su protesta.

    Yo, por mi parte, un cubanito sobrino del tardocastrismo, y con menos de un año en la Europa liberal del siglo XXI, le compré una birra a los pakistaníes (finalmente les pregunté sobre su nacionalidad) y, laguer en mano, terminé de disfrutar de aquel espectáculo civil que todos mis paisanos desconocen.

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    2 COMENTARIOS

    1. La protesta como termómetro de la vitalidad ciudadana…los cubanos estamos al morir…y lo que es peor: estamos conscientes, literalmente hablando.
      Excelente escrito, mezcla de reflexión y agudas ironías políticas, humor criollo!!

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