Honrar la fuente

    En el primer mes de este año cuatro periodistas han sido asesinados en México, más de la mitad de los que perdieron la vida de manera violenta en 2021. José Luis Gamboa Arenas, director del medio digital Inforegio, en Veracruz, amaneció acuchillado en una calle del puerto. Unos días después, el fotorreportero Margarito Díaz fue acribillado en su coche en el barrio Camino Verde de Tijuana.

    A Roberto Toledo, el periodista michoacano, lo ultimaron a balazos en su despacho, en Zitácuaro. Lourdes Maldonado, conocida periodista que había asistido a una conferencia matutina del presidente Andrés Manuel López Obrador, en la que pidió garantías para su vida, luego de denunciar actos de corrupción del empresario y político Jaime Bonilla Valdez, exgobernador de Baja California y militante del partido oficial Morena, fue asesinada a plena luz del día en las afueras de su casa, en Tijuana.

    Con estos crímenes de enero suman más de 50 los profesionales de medios comunicación ejecutados a mitad de la presidencia de López Obrador. Un gobierno que ha hecho del combate a la corrupción y la impunidad el eje de sus políticas públicas no puede contener el ascenso de la violencia contra los medios. Una violencia cargada de vendettas y escarmientos contra periodistas que, justamente, denuncian los feudos de capos y caciques, empresarios y policías.

    Buen momento y buen lugar para leer Los muertos y el periodista (Anagrama, 2021) del salvadoreño Óscar Martínez (San Salvador, 1983). Con el fundador Carlos Dada, Martínez ha sido una voz inconfundible de El Faro, medio independiente centroamericano que ha dado cuenta de los grandes dramas de esa región: las pandillas, el éxodo, la pobreza, el narcotráfico, las masacres, los presidios.

    Martínez no habla, exactamente, de periodistas muertos sino de la ética periodística ante la muerte. Cuenta que entre 2015 y 2020 siguió los casos de dos masacres policiales contra la Mara Salvatrucha, en la que murieron unos quince jóvenes, doce pandilleros y tres víctimas del fuego cruzado. Seguir los casos significa, para este joven periodista, reconstruir los hechos con la mayor precisión y observar luego, pacientemente, los vericuetos de cada masacre en el sistema penal y las redes impunes de El Salvador.

    La narración no escatima detalles, por macabros que sean: machetazos en la cara, decapitaciones, disparos en la nuca, mandíbulas destrozadas, columnas vertebrales partidas a la mitad. Pero el texto de Martínez rebasa holgadamente la crónica roja y se interna en un discurso sobre el oficio, que a la vez que una conciencia de su lugar en la tradición (Capote, Kapuscinski, Guillermoprieto, Villoro, Anderson, Caparrós), plantea, con todas sus desgarraduras, el dilema moral del nuevo periodismo.

    Dice Martínez que el cronista, en medio de la violencia omnipresente e inasible que lo rodea en nuestros países, no debe ser deshonesto, pero tampoco ceder a los roles del predicador o el activista. El moralismo y la corrección política no pueden llevar al periodista a rechazar una fuente —un capo, un sicario, un esbirro, un coyote—, pero tampoco orillarlo a la fácil estetización de la violencia, tan cargada de machismo y racismo en nuestros contextos.

    Honrar la fuente significaría abrirse sin ingenuidad al testimonio del mal. Es lo que hizo Julio Scherer en 2010, cuando realizó una larga entrevista a Ismael Zambada, uno de los grandes jefes del cártel de Sinaloa. La del Mayo y Scherer en la portada de Proceso es ya una escena reconocible en el género de la entrevista a capos, que en versión hollywoodense reapareció en el encuentro entre Sean Penn, Kate del Castillo y el Chapo Guzmán en 2015.

    En su novela La tierra de la gran promesa (2021), Juan Villoro hace un apunte irónico sobre ese género por medio de la entrevista que realiza el personaje central al narcotraficante El Vainillo. Aquella entrevista, filmada por un documentalista profesional del cine mexicano, ofrece involuntariamente las claves para la localización del capo por parte del ejército, tal y como sucediera en 2016, tras el encuentro de Penn y Castillo con el Chapo en Los Mochis, Sinaloa.

    Martínez recuerda otro antecedente, más cercano a su propia formación intelectual: la entrevista que Carlos Dada realizara al capitán Álvaro Rafael Saravia, uno de los asesinos del arzobispo de San Salvador, monseñor Oscar Arnulfo Romero, en 1980. La pieza titulada «Así matamos a monseñor Romero», aparecida en El Faro, permitió revelar una trama conspirativa de múltiples ramificaciones, urdida por la derecha militarista y conservadora salvadoreña de la Guerra Fría.

    Ahora tocaría a Martínez reunirse con pandilleros del Barrio 18 Revolucionarios y con policías perpetradores de masacres. Sin aquellas citas tenebrosas no habría podido arrojar luz sobre episodios de violencia, que han cimbrado la vida pública salvadoreña. Tampoco habría podido escribir su libro, que queda como testimonio de una inseguridad estructural y del valor del periodismo independiente. Sus indagaciones, como las de Dada, como las de todos los periodistas mexicanos asesinados, difícilmente tendrán implicaciones en sistemas judiciales que hacen parte de una impunidad generalizada.

    Al final de su libro, pregunta Óscar Martínez: «¿un periodista cambia las cosas como quiere cambiarlas?». Respuesta: «no creo». Y vuelve a preguntar: «¿un periodista cambia las cosas?». Y responde: «siempre». Esa certeza del cambio, a su juicio, se debe a que toda vez que se produzca una revelación o un esclarecimiento de una injusticia o un crimen, algo se avanza en la búsqueda colectiva de la verdad.

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