Dictadura es una palabra grave

    Parece como si lo hicieran a propósito para reafirmar el valor de sus palabras: como si, de tanto en tanto, a través de sus canales secretos habituales, líderes se pusieran de acuerdo y se dijeran eh, la gente ya no cree que las palabras importen —que nuestras palabras importen—, vamos a recordarles que sí. Lo hacen, deben creerse que les sirve.

    Una familia gobernó Cuba durante 62 años sin interrupción. De esos 62, en 52 un hombre tuvo todo el poder —no se conocen casos semejantes en Ñamérica desde, quién sabe, algún monarca inca—; en los diez siguientes fue su hermano menor y, ahora, el señor que ellos designaron. En Cuba no hubo, en todas estas décadas, ninguna libertad de prensa o de expresión, no mucha libertad de movimientos, muy poca libertad de reunión o elección o pensamiento —pero lo que discuten los líderes es esa palabra.

    Lo mismo me había sorprendido años atrás en Venezuela: intelectuales y políticos debatiendo si correspondía o no llamar dictadura a su gobierno. Opositores y escritores conocidos, personas que habían abandonado su país porque no podían vivir en él, seguían resistiéndose a usarla. Por alguna razón, decir que su país sufría una dictadura les resultaba un paso de gigantes: como si creyeran —o simularan creer— que decirlo iba a cambiar algo. Yo no terminaba de entenderlo; ahora lo mismo está pasando, en todo el mundo, con la República de Cuba.

    (Hay palabras que dicen mucho más que lo que dicen. Dictadura, sin ir más lejos, ha tenido muchos avatares a lo largo de la historia. La definición de la Real Academia es inesperadamente precisa, ideologizada: «Régimen político que, por la fuerza o violencia, concentra todo el poder en una persona o en un grupo u organización y reprime los derechos humanos y las libertades individuales». ¿Cuáles son esas libertades individuales? ¿Los derechos humanos incluyen, como en su Declaración de 1948, el derecho a comer y a curarse?).

    Casi todos sabemos que, más allá del nombre que le demos, no querríamos vivir —no aceptaríamos vivir— como se vive en Cuba. Que lo llamemos —o no— una dictadura no lo cambia. Y es curioso que sea «la izquierda» la que más se resista a darle ese nombre: Cuba es el ejemplo más brutal de sus fracasos en el siglo XX —desbordando brevemente sobre el XXI. Si yo —en lugar de ser de izquierda— fuera de «la izquierda», haría todo tipo de esfuerzos para disimular que Cuba pertenece al grupo. No sería difícil: argumentaría que lo primero que define a un gobierno de izquierda es su confianza en la justa distribución del poder, y que un país donde ese poder estuvo y está tan brutalmente concentrado es justo lo contrario de esa idea. Que cualquier autocracia —el gobierno de uno o dos— es de derecha: es la definición misma de «derecha».

    Insisto: Cuba es un país donde todo está estrepitosamente controlado, donde los «revolucionarios» tuvieron el poder sin fisuras durante más de medio siglo y no consiguieron que todos sus habitantes se alimenten o se alojen o se vistan o se iluminen como necesitan y, en cambio, construyeron una sociedad dividida en clases patéticas: en Cuba los que comen más son los que viven de los dólares que les mandan sus parientes que eligieron irse. Un 15, 20 por ciento de los cubanos que vive mucho mejor que los demás: tras 60 años de declamar la igualdad, el fracaso es brutal.

    Pero «la izquierda» se dedica a discutir si eso eso o no es una dictadura. Es el nominalismo en su máxima expresión: no les importa cómo es, les importa cómo lo llamemos. Es cierto que dictadura es una palabra grave, pero decirla no debería ser tan grave. Es cierto que la calificación de dictadura puede importar para actuar en ciertos foros internacionales, mayormente inútiles, que podrían sancionar a una dictadura de una manera en que no lo harían si no lo fuera: es el poder de las palabras en el sistema leguleyo.

    Pero más cierto aún es que el mundo está lleno de líderes que se creen que les creemos lo que dicen. Lo llaman el Relato, y ya va siendo hora de que se den cuenta de que nadie les hace mucho caso. Que si algunos los apoyan o toleran no es por eso: es, a menudo, a pesar de eso y, la mayoría de las veces, por razones que no tienen nada que ver con lo que dicen: un subsidio, una mejora tal o cual, una vacuna a tiempo. En algún momento, quizá, también empecemos a llamar a eso dictadura: el uso de los recursos del Estado para mantenerse en el poder. Por ahora la palabra asusta; la realidad, mientras tanto, sigue ahí.

    *Este artículo fue originalmente publicado en cháchara.

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