Idealizo bocha

    Estaba por comenzar el otoño. Hacía un poco de frío en Buenos Aires, pero soy de las que estiran el verano todo lo que se pueda, al menos con la mente y tratando de usar pantalón largo lo menos posible.

    Coordiné con Maiu para tomar birra, comer una hamburguesa y fumar porro. Un ritual que lleva varios años y al que le decimos cariñosamente «Millie Stegman» en referencia a la actriz argentina recordada solo por nosotras dos por su icónico pelo ultralacio que usaba en una serie del prime time de los 2000.

    El inicio del rito se dio una noche en la que ella se había hecho el alisado y cayó en la cuenta de que lo tenía como Millie Stegman: negro, sin frizz, super llovido y largo. El descubrimiento y la asociación fue tan ridícula que la risa duró horas elevando el efecto del porro que habíamos fumado mientras caminábamos, potenciando la birra que tomamos después y acompañando el bajón con la hamburguesa que continuó.

    Desde ese momento en que tuvimos la epifanía se concretó una alianza entre nosotras dos, algo que se venía gestando sin darnos cuenta y cambiamos nuestros nombres por «amiga», estirando la letra «i» todo lo que se pueda.

    Cada vez que nos da ganas de un plan con estos componentes nos lo comunicamos así: «¡Amiiiiga! ¿Tenés ganas de una Millie Stegman?».

    Nos encontramos a las 21 en la esquina de una cervecería de Nuñez, era viernes. Al vernos, nos abrazamos muy fuerte. Estábamos contentas de vernos y, como el lugar estaba casi vacío, decidimos caminar para fumar el faso antes de entrar. Como para elongar el músculo y haya más hambre.

    Lo más curioso de este hecho no es lo obvio de abrir el apetito sino lo de caminar porque, si bien el lugar nos quedaba cerca de nuestras casas, unas perfectas diez cuadras de cada una, podríamos haber arribado con las bicis. Es que en bicicleta nos movemos para hacer casi todos nuestros planes, pero ambas teníamos una rueda pinchada. Recuerdo que veníamos de varios días invadidos por el trauma de la epidemia de ruedas pinchadas.

    —¿Alguna novedad? —preguntó Maiu mientras comenzábamos a dar una vuelta a la manzana del bar.

    —La verdad es… —hice silencio—. La verdad es que nada para contar —continué y di fuego a una tuca que saqué del bolsillo de la campera de jean negra que llevaba puesta. Una pitada. Lo pasé y me acomodé el top naranja que tenía puesto, que más que remera parecía un corpiño.

    Ilustración: Marina Duro Darino (@ladurito)

    Cuando dimos de nuevo con la entrada de la cervecería, suspiré como si fuera una actriz sin muchas habilidades. Lo usé como propulsor, con la idea de volver a abrir la boca y dar un gran discurso. No vaya a ser cosa que no tenga nada para contar: yo, Florencia, de 31 y con más imaginación y ansiedad que una princesa encerrada esperando que la rescaten.

    Entonces, entre la pregunta y la justificación a la recepcionista del bar —si podíamos entrar porque en esa esquina no nos íbamos a sentar por el viento tremendo que corría—, el ingreso al bar, la subida de escaleras a un primer piso y la sentada en una barra frente a un barman, escupí los primeros diez pensamientos que se me vinieron en el momento:

    Que no hay nada para contar porque todo está igual que hace unos días y que no pasa nada nuevo.

    Que no salí con nadie esta semana (porque cuando Maiu hace esa pregunta, por lo general es para saber mi situación sentimental y emocional).

    Esto de que nadie quiera salir conmigo me tiene cansada. Porque encima yo ya no invito a nadie más a salir.

    Que el puto sistema patriarcal y machista que hace que las mujeres no puedan invitar a los pibes a salir porque, cuando lo hacen, ellos se hacen en el pantalón. Siempre dicen que les gustan las que tienen iniciativa, pero cuando reciben una propuesta, nada. Huyen.

    Me parece tan horrendo el funcionamiento de mi vida dentro de la vida de ellos. Porque biológicamente me tocó este cuerpo, porque siempre me muestro sin pareja en las redes sociales, porque les parezco buena onda e independiente, solo me ven como un objeto donde depositar toda su energía. Después, chau. Ni un aviso. La libido solo en eso de cumplir sus fantasías de libertad y vienen directo a este cuerpo que tengo. Como si usara el perfume marca «Lo nuestro durará lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks».

    Que tener sexo con cualquiera solo para satisfacer mi hambre es super complicado porque entre la falta de sutilezas para la conquista, esta cosa del «mirá como me ponés» que me deja en shock, y el real conocimiento del tema sexual, se hace bastante difícil un encuentro casual y piola. Una situación de lo más reiterada en mi biografía porque sobre cómo coger mal puedo hacer un manual.

    Sé que idealizo a los pibes, a todos con los que salí y a cualquiera. ¡Sé que idealizo bocha!* Pero, creeme que me planteé muchos escenarios posibles sobre qué hice y qué no hice con los chicos anteriores. De todas maneras, las conclusiones a las que llego son siempre distintas.

    Que me agota el tema pero que es una gran incógnita para mí, como una búsqueda del tesoro, porque nunca quise a nadie y creo que nadie me quiso de verdad.

    Hasta creí que era lesbiana y no me lo permitía. Me va tan mal con ellos que por ahí era un tema de que no me gustan. Pero no, la realidad es que no. No me atraen las chicas. En absoluto. Excepto Beyoncé pero tampoco le daría un beso, solo me gustaría bailar con ella alguna coreografía. A mí solo me excita un buen beso, que me toquen el culo y una pija masajeándome la vulva. Así de básico.

    Que estoy bien, eh. No me quejo, pero me muero de ganas de encontrar un compañero, alguien con quien al menos flashear unas vacaciones o al menos ir al río a ver el río y estar en silencio. No mucho más por el momento.

    En fin, todo eso. Todo eso, que no es nada. Ya sé… Son pavadas aunque son un montón de pavadas, y que el orden de los pensamientos pueden alterarse pero que en estas ando.

    Maiu me abrazó, me miró con dulzura y me aseguró que «ya va a pasar algo». El barman se metió en la conversación asintiendo con la cabeza.

    Después de dos o tres horas de distracción, llegué a mi casa entre somnolienta y drogada. Me vi al entrar en el espejo horizontal larguísimo que adorna la planta baja de mi edificio y me dispuse a sacar una foto posando. Desde hace unos años trato de registrarme cuando me gusta como me veo. Pasa muy pocas veces. Lo hago porque veo que muchas lo hacen y parecen tener mejor autoestima por andar siempre en pose en sus redes sociales. Pero más que nada, porque creo que los hombres me están desperdiciando. No sé si soy una mujer sensual pero así me gusta decírselo a los demás entre risas, quizá para creerlo.

    Pienso en ese material fotográfico como si fuera una cápsula del tiempo que usaré algún día para buscar un halago o presumir ¿de lo linda? que estaba antes de conocer a ese hombre que va a querer estar conmigo. Qué tonta. A veces me doy lástima.

    De todas formas, no exhibo estas fotos ya que me peleo siempre con la idea de lo que hay que mostrar en las redes sociales para tener likes. Pero, estaba distraída… más pasada de energía que otra cosa. Le había hecho un show en la calle a Maiu con la coreografía que había aprendido en una clase de danza. Ella me aplaudió por mi lunático desenvolvimiento callejero mientras sostenía su celular, por el que salía una canción que le gustaba.

    Me sentía bastante enérgica, por no decir adolescente, como para desaprovechar mi estado. Me pareció espectacular —sí, espectacular— la idea de elegir una foto mientras subía en el ascensor, compartirla bajo el concepto del «ya fue» en Instagram. Pero también la elegí como foto de perfil de WhatsApp. Como dije, espectacular.

    ¿Será que con esta foto tendré alguna propuesta para salir? Ojalá, pensé y después de la subida me desmayé en la cama con una serie de Netflix de fondo.

    A los dos días, aproveché para ganarle de nuevo al otoño y me puse un short para hacer juego con la campera de jean negra. Iba a una pseudofiesta electrónica al aire libre con Coni, pero más que fiesta era un bar deprimente con una terraza deprimente en un contexto bastante deprimente: la pandemia de COVID-19 invadió todos los escenarios y castigó la forma de relacionarnos.

    Hacía muchos meses que no estaba rodeada de tantas personas ajenas, pero se ve que para ellos era natural este tipo de reuniones. En un cuadrado de seis por seis metros, sin barbijo, unas diez personas trataron de saludarme con un beso sin ni siquiera conocer a Coni y como si no existiera un virus que se contagia por las partículas de saliva.

    ¡Contame tu vida entera! Pero no te acerques tanto. Me hartó a la media hora esa situación de tratar de esquivar como ninja las caras ajenas e inventé una excusa para irme antes de lo planeado.

    Ella me acompañó hasta las Bicis de la Ciudad que se pueden usar durante 30 minutos, y nos abrazamos como despedida. Yo continuaba sin la mía, mi querida «Barbarita», porque era domingo. Me odié en ese momento. Todavía no había resuelto su herida. El lunes la llevo, pensé.

    Revisé rápido el celular para estar al tanto del tiempo y vi que tenía un mensaje de Guido, un pibe que no me trajo más que problemas, y ni siquiera los valía. Considero que el valor agregado de alguien corresponde a su condición de ser buena persona y de ser buen acompañante sexual. Solo esas dos cosas. No pretendo demasiado. Guido no cumplía ninguna: me debía plata desde hacía seis meses por un casco de bici que le vendí y, además, nunca me trató bien. Llegó a decirme que yo le desagradaba, que no lo excitaba, que le divertía tratarme como el orto, que no me quería pagar lo que me debía porque lo que había hecho con él era la peor acción jamás imaginada.

    ***

    En mi defensa: la primera vez que estuvimos juntos a él no se le paró. Eso fue en junio, ocho meses atrás. Fue la tercera cita que tuvimos, a tres semanas de conocernos en la calle el día que entregó un pedido de comida en el edificio donde vivía. Como era costumbre para mí, inventé algo para que me diera su número.

    Con el forro puesto entonces, esa famosa noche intentaba entrar y salir de adentro mío pero no funcionaba. Le hice todas las RCP posibles para que su genitalidad remontara, hasta que se venció y tuvimos que hacer un stop. Quedamos enfrentados sobre mi cama de dos plazas: él acostado agarrándose la cabeza con cara de «qué garrón», yo sentada sobre mis rodillas frente a él con cara de «son cosas que pasan».

    —¿Acabaste? —preguntó.

    —La verdad que no, pero todo bien. ¿Dormimos?

    —Pero, ¿no estabas excitada? Te sentí como que sí.

    —Un poco, pero la verdad es que me faltó estimulación. No hay problema. Otro día quizá se dé. Podemos descansar. ¿Un abrazo?

    —No. ¡Quiero que acabes! Lo mínimo que puedo hacer es que acabes. ¿Te toco?

    —Claramente.

    Pensé que era mi oportunidad de disfrutar. Intentó un rato pero lo único que logró fue molestia. En vez de mover sus dedos adentro mío en dirección a mi monte de Venus, los movía a mi monte del ano. Pensaba: «Mirá que he estado con algunos hombres que no saben dónde estaba mi vagina, pero esto es superior: ¿estimular al revés?». Encima, ni me masajeó el clítoris. Directo a la vagina.

    Abro la boca por incontinencia:

    —¿Te molesta si te digo cómo me gusta?

    —¿Qué pasa? ¿No te gusta? Estoy nervioso.

    —Ideal sería que muevas los dedos en la dirección contraria porque lo único que estás haciendo ahora es golpearme las puertas del culo. Tendrías que hacer así… —dije y agarré sus dedos para que viera el movimiento.

    Guido entró. Lo probó dos minutos, quizá menos. Empecé a sentir pero los sacó.

    —¿Está todo bien? ¿Por qué paraste?

    —Es que me siento un gil. No puedo ni excitarte.

    Ese simple episodio, que esa noche no pareció grave ya que se fue de mi casa a media tarde del día siguiente y volvió tres horas después para lavarme los platos y contarme que le había dicho a sus papás que había pasado la noche conmigo, fue el causante de sus mensajes violentos cada vez que le cantaba.

    Desde ese encuentro intentó varias veces saltar de nuevo a mi cama. Yo lo permití, y ahí el problema. Pero, ¿qué podíamos hacer ante la escasez humana? ¿Qué se podía pretender de un católico cohibido y una católica desinhibida? ¿Se podría esperar algo mejor en uno de los momentos más complicados para conocer a alguien?

    La pandemia y, por tanto, la cuarentena lo único que nos deja a los mortales como yo, de poca autoestima, es este pibe, pensaba. Entonces lo idealicé bocha; solo por sus besos, su físico, su juventud y su conversación sin freno a cualquier hora del día.

    Al menos parecía mejor que Joaquín, el pibe que en mayo me había dicho que yo estaba enferma porque no tuve un orgasmo en las dos veces que tuvimos sexo. 

    ***

    Ilustración: Marina Duro Darino (@ladurito)

    El mensaje de Guido en mi WhatsApp expresaba a lo secuestrador de película que escribe su carta de rescate con recortes de revista: «Tengo tu plata. ¿Nos podemos ver? Estoy cerca de tu casa». Respondí al instante inmersa en mi personaje de madre de familia angustiada con ganas de pagar el rescate: «Estoy volviendo. Te espero en donde te conocí pero después me voy, tengo una reunión». Era cierta esta indicación. Iba a verme con mi mamá y mis hermanos en donde él pensaba, pero yo ya no vivía ahí.

    No tenía lo que me debía, aunque era bastante previsible que me estuviera mintiendo. En cambio, recibí una birra y las siguientes observaciones:

    Estás re buena.

    Sos buena persona.

    Te estuve pensando.

    Estuve de novio pero ya no estoy más.

    Quisiera saber si podemos juntarnos de vez en cuando.

    Respondí afirmativamente; solo porque quería lo mío y porque jamás hay que rechazar la posibilidad de juntarte con alguien que idealizaste. Siempre está la posibilidad de tener sexo y creer que está bueno solo por el poder de la idealización romántica que te armaste durante estos meses, justificándote con que le re gustas y no deja de pensar en vos.

    Este pensamiento puede ser tu peor herramienta en el proceso del arte amatorio. Esta idea es equivalente a esa amiga que aparece cuando estás a punto de vomitar por borracha y te pide que, por favor, la cuides y la acompañes a su casa porque está triste porque su hombre no le prestó atención en el boliche. Vos te sentís mal, sin embargo, te gana la necesidad de ayudar porque es más fácil cuidar al otro que irte a dormir con tu asco estomacal. Quizá esto solo me pasó a mí.

    En definitiva, la idealización te empuja a lugares a los que no deberías ir (ni volver). Tu mente te proyecta una película en la cabeza en que te imaginás el final, pero nunca pensás que va a ser tan grave.

    Guido, siendo coherente con lo que había expresado, me escribió para vernos de nuevo al día siguiente. La verdad, es que no estaba segura de juntarme con él pero me engolosiné un poco con la idea de tener un encuentro sexual. Le dije que no porque tenía una clase de danza y quedamos para dentro de 24 horas.

    Ahora, mi problema era otro: Barbarita, que echaba polvo y la necesitaba para ir a tomar la clase. ¿Qué coreografía iba a aprender si no tenía mi transporte para llegar a la clase? No iba a ser lo mismo. Tampoco iba a ser lo mismo si este chico me preguntaba si la usaba y le contestaba que no porque estaba pinchada. Soy así de ridícula. Barbarita necesitaba amor, contención y ternura. Es una extensión de mis piernas y una droga de cabecera para mejorar mi estado anímico.

    Adquirió su nombre la primera vez que la usé para ir a los Lagos de Palermo durante la cuarentena. Me generó tanta felicidad haber vuelto a transpirar y encima sentir el viento en la cara que me pareció bárbaro.

    Después de estar varios meses encerrada, sin la posibilidad de hacer ningún deporte, harta de hacer ejercicios sola con una aplicación de celular o con una clase de zumba por YouTube, subirme a la bici con música a todo volumen para andar por ahí fue bárbaro.

    Me veía los pies mientras los movía uno a uno sobre los pedales y me repetía esa expresión en voz alta, riendo. Además, Guido le había puesto de nombre a la suya «Victoria»; ¿por qué la mía no podía tener también un nombre potente después de semejante alegría otorgada? De esta manera es que la idea de barbarita apareció en mi vida como un faro en la oscuridad de una playa inmensa como la de Mar de Ajó, localidad de la Costa Atlántica Argentina que me recibe cada verano.

    Busqué entonces «talleres de bici» en Google Maps y al primero que apareció con línea de WhatsApp cerca de mi casa mandé un mensaje, de ansiosa, porque si no me anticipo es como que no respiro. Eran las 18:30 y lo que más me preocupaba era que me la retuvieran y no poder ir a tomar esa clase que arrancaba en hora y media.

    —Hola, buenas tardes. Quisiera saber hasta qué hora están abiertos. Tengo una rueda pinchada.

    —Hola. Abrimos de 10 a 19 de lunes a viernes. Podés pasarte sin turno. Tocás el timbre que dice «Bicicletería».

    —Entonces, mañana —respondí.

    Guido me escribió temprano: aseguró que venía tipo 16 y traía mi plata. Me organicé como para trabajar hasta las 15, dejar a Barbarita en el taller y darle una vuelta al perro antes de la flamante visita. Aproveché y me vestí como para la que se podía venir: mi top naranja, con una camisa militar y un short de jean.

    Llegué al edificio indicado en el mapa y toqué el timbre. Al minuto de espera apareció un pibe morocho y con un pantalón cargo color marrón. Me recibió la bici y me comentó que si quería podía pasar en 20 minutos o en una hora. Decidí la primera y me fui con mi ropa a fantasear sobre mi próximo evento.

    Con la vuelta tardé cinco minutos más de lo indicado y al llegar al punto de inicio, se repitió la acción: toqué timbre y apareció el mismo pibe. «Ah, sos vos. Ya te la traigo», dijo. Pero, cuando se abrió la puerta de nuevo no apareció él sino que apareció otro: un castaño claro, de ojos más bien rasgados de color verde, con remera a rayas y una bermuda negra.

    —Hola… —dije entre sorprendida y agradecida de tener barbijo porque estaba segura de que si alguien me volvía caricatura hubiera tenido la boca que se me caía hasta el piso. Sentí una energía magnética. Seguí su andar (solo fueron tres pasos entre la puerta y la vereda) tiesa como estatua. Me parecía hermoso.

    —¿Cómo estás? Arreglamos tu bici, le pusimos un parche.

    Silencio de mi parte. Estaba procesando lo que tenía enfrente como si mis ojos fueran un escáner haciendo una foto de rayos X.

    —Ah, con vos hablé ayer, ¿no? Te recuerdo por la foto. Tenés el mismo top —continuó y mirando su celular movió su mano izquierda como si intentara correrme la camisa, pero fue un amague y volvió a la posición de reposo.

    La foto del viernes no había provocado nada más que unos pocos likes en Instagram y ni me acordaba que la tenía de perfil en WhatsApp.

    —Qué vergüenza… Sí, soy yo. Un poco subida la foto, ¿no? Poco profesional —me reí falsamente, estaba nerviosa y ese movimiento de mano me subió la adrenalina—. Con vos hablé ayer entonces. Me acabo de mudar y la bicicletería a la que iba me queda lejos. Qué bueno que ya está y la puedo volver a usar.

    —Sí, una pavada. Cuando necesites otra cosa, acá estamos —dijo al mismo tiempo que intentó volver hacia la puerta del edificio.

    —¡Pará! ¿Cuánto es? ¿Cómo te pago? ¿Tenés MercadoPago?

    —Cierto —se río—, me desconcentré. Tengo, ¿me esperás?

    Lo miré entrar al edificio. Tenía agujereada la remera en la espalda.

    La espera habrá sido de menos de cinco minutos, pero para mí fue como un año. Me sentí totalmente desconocida. Hacía rato que no me encontraba nerviosa frente a alguien. Este chico tiene algo, pensé. ¿Le habrá gustado mi foto? ¿Lo invito a salir? No, no y no, pensé.

    —Basta —dije en voz alta.

    ***

    Tuve un flashback de mi cumpleaños hacía poco más de tres meses cuando una amiga de mi amiga Juli me dijo que era una controladora y que, por tanto, iba a ser difícil para mí tener pareja, porque tendía a controlar todo, hasta mi propio placer. No sé muy bien por qué a veces uno toma más en cuenta lo que le dice un desconocido.

    Así me fui a dormir postfestejo de cumpleaños: revisando mis acciones y con resoluciones 2021.

    Resolución uno

    Eliminar la aplicación de citas que usaba. Era una que se la vendía a todo el mundo como «feminista» porque las que primero hablaban eran las mujeres. Eso me gustaba. Su funcionamiento es distinto a las demás ya que a la hora de matchear, si no enviamos un mensaje, a las 24 horas se pierde ese vínculo virtual. Para las ansiosas como yo era ideal por el simple hecho de esta frase del tipo proverbio: «si no me responde es porque no tenía que ser». Esta app se llama Bumble y la venía usando de vez en cuando, espaciadamente, entre eliminaciones y reinstalaciones en mi celular.

    En Bumble me había cruzado entre las opciones a un vecino del anterior edificio en que vivía: Imanol, un chabón de lo más agrandado que existe pero que tenía esa cosa, al menos desde mi punto de vista, que lo hacía accesible.

    «Agrandado» porque es de esos tipos que van a la barbería para mantenerse la barba, tienen su pelo cortado a lo futbolista, usan la ropa de moda con zapatillas de marca, una campera de cuero para andar con su moto Harley-Davidson y, lo más importante, jamás se fijaría en alguien como yo: con mi cuerpo, mis ropas deportivas, arrugadas y mordidas por mi perro. Al menos así me lo creo yo.

    «Accesible» porque era del interior (había nacido en Necochea, un lugar costero de la provincia de Buenos Aires), tenía tres perros y siempre andaba hablando con los trabajadores de la cuadra: me lo encontraba a horas de la madrugada en la puerta de entrada del edificio hablando con el portero del estacionamiento de autos de enfrente o con el de seguridad del edificio, o con los dos. Al menos, este hecho recurrente me causaba risa y curiosidad. Yo me veía reflejada a través de él y de esta acción, porque a fin de cuentas soy un poco eso: hablo de cualquier cosa, a cualquier hora y con cualquier persona.

    Todos mis cruces con él eran raros porque nos peleábamos. Yo pensaba que discutíamos porque era un machista (hecho que comprobé), pero también porque quería creer como cuando era adolescente en el refrán «los que se pelean se aman».

    Cuando lo veía al volver de un bar o una fiesta o la casa de mis amigos, primero me fijaba en si estaba vestida para sus ojos. En segundo lugar, trataba de hacerme la distraída para que me saludara, esperando que no me dijera algo que desate una bomba de odio en mí y así poder sacarle unas palabras sobre sus relaciones amorosas, porque los primeros dos años que compartimos edificio vivía con su novia, y los otros dos entraban y salían rubias lacias, menuditas, pero con buena delantera y trasera, con tacos y carteras caras. Claro que esto me golpeaba el ego solamente por la comparación.

    Entonces él abría la boca con su «mirá a la hora que venís», «¿a vos te parece llegar caminando sola?», «¿hubo joda hoy?». Yo respondía con una falacia no muy elaborada y medio entrecortada por la tensión sexual y la bronca sin freno. Mala combinación. Después arrancaba la discusión marcándole por qué estaba mal lo que me preguntaba.

    Cuando lo vi en Bumble recordé todo esto y, en modo automático, apreté la X para cancelar el match. La app, muy bien diseñada para mostrarte lo que te perdías, me avisó que había recibido un corazón, un like de él. ¿Le gusto a Imanol? Ni sabía su nombre en verdad, por lo que ese día inventé una excusa para ir al edificio (lugar donde ahora vive mi mamá), para aprovechar la ocasión de preguntarle al de seguridad cómo se llamaba. Lo mío, una genialidad. Una tremenda detective de la idealización. Controladora hasta de las riendas de las fantasías de mi vida.

    Resolución dos

    Me propuse no invitar a nadie más a salir. Que, si veía a un chico que me gustara, la dejaría pasar. ¿Por qué? Porque desde que salí de la secundaria me proveo de chape, de citas y de sexo. Digamos que, genuinamente, si no fuera porque yo daba el primer paso no salía con nadie.

    Así fue con Imanol en octubre cuando apenas me lo encontré a los días de no haberle dado mi like. Me preguntó si estaba cogiendo (sí, de todas las maneras sutiles que tenía, me preguntó así) porque me encontró en una app y me dio su corazón. Respondí como acostumbraba con él, con una mentira: que no sabía porque no la uso demasiado, que no estaba con nadie y que si quería que fuéramos ese día u otro a tomar algo; así nos conocíamos sin pelear ahora que ninguno de los dos vivía bajo el mismo techo.

    Así fue con Guido en mayo cuando lo encaré en la puerta. Yo lo había visto rodando con su bici por el barrio de Belgrano y no podía dejar pasar la oportunidad para ponernos «más en contacto».

    Así fue con Joaquín en enero que lo invité a mi cumpleaños número 30, sabiendo que estaba de novio (aunque su situación de convivencia con una mujer era una información demasiado reciente para mí) y envalentonada por haber captado sus indirectas del tipo «no estamos en el mejor momento».

    Lo conocí en la plaza paseando a sus perros. Me gustaba tanto verlo con sus rulos negros, su pantalón cargo color caqui y su tez blanca sin ninguna marca de sol. Nos veníamos cruzando hacía dos años a la misma hora en el mismo canil para que nuestros perros interactuaran mientras nosotros prácticamente ni nos mirábamos (pero yo a él lo miraba siempre). No sabía su nombre ni su profesión hasta que tuve ese incidente: el de conocer a su novia en ese mismo espacio de juego canino.

    Entré toda contenta en ese escenario con olor a mierda. Era primavera y no había tenido que ir a trabajar porque había cambiado de turno. Los perros de Joaquín me reconocieron y me hicieron fiesta. Tanta fiesta que no solo yo me sorprendí, sino ella que con un pucho en la mano me preguntaba quién carajo era para jugar tanto con sus hijos. Cuando le dije que los conocía por jugar con ellos al mediodía, me dijo su nombre. Tu nombre… Joaquín… Me quedé perdida repitiendo en loop tu nombre que no quería que se me borrara y tu profesión que tanto tiene que ver conmigo: operador de radio. Yo soy periodista, productora de radio; vos sos operador, técnico en sonido. Uno dentro del estudio, el otro afuera. Mismas luchas laborales, el mismo romanticismo con las tareas profesionales. Vos y yo. Idealización. Me armé una película de lo más pochoclera con nosotros dos con tres perros, dos hijos y una casa en Vicente López. De todas maneras, ese torpe hecho no fue ni el comienzo de nuestros incidentes posteriores. Al final se armó otra película, sí; pero lejos de ser un dúo fuimos un trío de lo más triste.

    Todas estas historias de fracasos, sumadas a las anteriores, las tengo contabilizadas y me atormentan constantemente. Lejos de creer que me enseñaron algo, siento que tengo una «F» no de Flor sino de «Fiasco» en la frente.

    Siento ese olor al perfume con letra de la canción de Joaquín Sabina. No solo siempre fue un estigma para mí el hecho de no haber tenido nunca un novio, sino también que ninguno de ellos me quisiera como a mí me gusta, como dice una canción de Natalia Lafourcade.

    A mí nunca me quisieron bien. Siempre me puse en el lugar de objeto de deseo de aquellos que no saben lo que quieren. Reconozco que estoy tratando de cambiar eso y que ya no me banco algunas cosas, pero siempre sentí las ganas de encontrar un compañero.

    Mucho menos lo fue Cristian, el taxista. Pareciera así el nombre de una serie chabacana pero no; lo conocí en su taxi de camino al trabajo y con él construí la relación más larga de mi vida hasta el momento, aunque una de las top tres más dolorosas y destructivas. Mientras pasaba el tiempo, me fui cayendo en un pozo donde la única salida posible era él tirándome una soga. Yo solo vivía de su atención: mi urgencia para responder sus mensajes y mi esmero en dar el mejor sexo oral, digno de un galardón olímpico.

    Me costó tanto salir de esa relación (o, debo decir, me costó un pete, ese de medalla, para darme cuenta que ya no iba más) que Joaquín, Guido, Imanol, Matías, Pablo, Jorge, y tantos otros que me crucé mientras intentaba olvidarme de Cristian, me parecían experiencias de lo más fantásticas. Espectaculares. Sublimes. Por más absurdas y efímeras que fueran.

    La más simple fantasía de volver a tener sexo con personas que no solo no fueran él, sino que me demostraran su interés cárnico, me desvelaba gratamente. «Mi cuerpo, mi templo», decía. «Tu cuerpo, mi pene», decían y me dejaban en claro.

    Esas dos únicas resoluciones me parecieron suficientes para un nuevo año que comenzaba totalmente diferente y con mucha más incertidumbre que el anterior. El 2021 definitivamente sería una construcción de mi yo con los hombres, pero sin mi compulsión a invitarlos a salir y cambiarlos a lo clavo saca otro clavo.

    ¿Es fácil eso de esperar a que te inviten a salir? ¿Cómo hace una mujer de 31 para demostrarle a un hombre que le gusta? Me parecía una misión imposible más imposible de las que tenía Tom Cruise, pero qué perdía. 

    ***

    Ilustración:  Marina Duro Darino (@ladurito)

    —Volví… Mi hermano es el que tiene Mercado Pago. Son $300.

    Hice la transferencia al número que me dijo, pero estaba nerviosa. Sentí una necesidad de querer conquistarlo, de que estuviera soltero y que me quisiera invitar a salir. Agradecí mi outfit y me abrí un poco la camisa pero, por más que intentara decirle algo, no me salían las palabras.

    —¿Cómo se llama tu perrito?

    —Ñoño —respondí y tuve que aclarar la garganta mientras mi animal le hacía fiesta a este ser humano que por demás me calentaba—. Se ve que le caíste bien, no suele demostrar tanto afecto.

    —Yo también tengo uno: Ramón. Cuando quieras, pasate y los sacamos o, por supuesto, si venís con unas birras nunca te vamos a decir que no.

    ¿Perdón? ¿Me está invitando a salir?, me pregunté y solo pude decir:

    —¿Cómo?

    —Que cuando quieras, hacemos algo. Somos vecinos, así que podemos ir conociendo el barrio. Que andes bien —se despidió sosteniéndose de la manija de la puerta e hizo un gesto con la mano izquierda que mezclaba el «ok» y el «todo piola».

    Sentí ahora que el nervioso era él. Eso me dificultó aún más despedirme. Le tiré un tímido «chau» y deseé que me mirara el culo.

    Cinco minutos después estaba en mi casa de nuevo. Llegó Guido y su visita habrá sido de no más de una hora. Fumamos un porro y hablamos sentados en el sillón del living. Me contó que estaba bien, que quería mucho a sus amigos, que los había vuelto a ver en Atalaya (donde nació, un pueblo de la Costa Argentina) cuando viajó con su bici y me mostró las fotos, que ahora ya no trabajaba más para una hamburguesería como delivery pero que sí por su cuenta haciendo encargos.

    Lo escuchaba bajo los efectos del cannabis y me preguntaba cada tres palabras qué decía, y si era el momento propicio para darle un beso. Moría de ganas de satisfacer mi necesidad de besar y que me besen. De tocar y que me toquen. De que me hagan sentir sexy y que los caliento. Pero no, no le manifesté nada. Solo abrí la boca al minuto 50 del encuentro:

    —¿Trajiste la plata? ¿Para qué viniste? Jaja, no es que te haya invitado solo por el dinero, pero… Me vendría bien.

    —¿Así que solo me invitaste por la plata que te debo? Me levanto y me voy —dijo irónico y moviendo la cabeza de lado a lado como una odalisca pero sin los brazos en alto—. No, no tengo plata. Te dije que cuando cobrara. Hoy quería venir a verte, pasar un rato. Un agradable momento. Igualmente, ya me tengo que ir porque tengo que hacer unos envíos. ¿Me bajás a abrir?

    Al despedirse, me agradeció por el momento compartido seguido de un «te juro que te escribo pronto para darte lo tuyo», y culminó:

    —Esta vez no me voy a borrar.

    A un minuto de su partida, revisé el celular y me encontré con dos mensajes: uno de Clari y uno del pibe del taller, ¿Nicolás se llamaba? Ella me preguntó en qué andaba; asumo que intuyendo que andaba en alguna picardía. Y él preguntaba mi nombre.

    Tirada en el sillón empecé las dos conversaciones en simultáneo, mientras mi cuerpo vibraba y asumí que mi piel al descubierto brillaba con la luz del atardecer de otoño que entraba al departamento.

    Conversación con amiga

    —Menos pregunta Dios y perdona, jaja —respondí a Clari.

    —¿Qué pasó?

    —No te va a gustar: estuve tomando mates con el pibe de los envíos. No sé para qué vino ni cuál es su necesidad para volver a verme. Es tóxico todo.

    —No, no, no, no y no. Por favor, amiga. ¡Estás perdiendo el tiempo con un desubicado!

    —Ya lo sé.

    —¿No te da violencia que vuelva a aparecer para absolutamente nada? Decime que al menos te enoja. Armá un plan para que te devuelva lo tuyo y echale fly.

    —Por supuesto que me enoja y no me gusta. ¡Te juro! Pero tengo tantas ganas de sentirme deseada y que, efectivamente, pase algo con alguien que cuando lo tenía enfrente me armé la película de que me quería por un rato.

    —Te entiendo profundamente. A mí me pasó también pero tampoco está bueno que idealices.

    —Sí, Clari… En eso tenés razón. Aprovecho ya que estamos hablando: mañana es feriado y tengo que trabajar, y vos estudiar. ¿Querés venir a casa? ¿Podemos seguir conversando? Nos tomamos el almuerzo para eso.

    —De una, me encantó.

    —¡Genial!

    —Ahora me voy a ir a cenar sola porque ni ganas de cocinar.

    —Yo estoy igual…

    —Ni idea qué quiero comer.

    —Te cuento otra cosa como para dar un volantazo: me levanté a un bicicletero y le dije de ir a comer un falafel.

    —¿Cómo? Jaja, me hacés reír. Sos lo más, amiga. Me hiciste acordar una situación similar, de cuando me levanté al pibe que vendía DVD’s. Tenía un pito chiquito… quizás vos tenés más suerte que yo.

    —Jajaja, nunca se sabe. Aunque espero, mínimo, que sepa del acto sexual.

    Conversación con el mecánico de Barbarita

    —Me dicen Floma pero me llamo Flor —respondí a Nicolás.

    —Listo, agendada. Podés caer algún día con birra y te arreglamos lo que sea.

    —Qué privilegiada, jaja.

    —Por ser piola y nueva en el barrio. Te recibimos con amor.

    —La verdad que sí. Sos muy desenvuelto, parece que tenés una energía muy linda. Me sorprendiste. Perdón que te lo diga.

    —Oh, gracias por decírmelo. Percibí exactamente lo mismo y te lo deben decir seguido, por eso la libertad de comunicarme con vos de manera desenvuelta.

    —Me voy a poner colorada. No me lo dicen seguido.

    —¿Posta? Hasta a mi hermano le caíste piola.

    —Bueno, eso sí. A las personas les caigo bien pero nomás eso porque soy graciosa.

    —Mirá, estamos al toque. Cuando quieras sale pedal o pasear a los perros y, por ahí, nos conocemos mejor.

    —Me recontra va.

    —Felicidad.

    —¿Sí? Se ve que superé el estándar de una clienta tirando para abajo.

    —Mucha luz y buena onda… así se supera cualquier estándar.

    —Estoy súper pudorosa ahora pero a la noche, ¿tenés planes? Pensaba ir a cenar un falafel y, si no, podríamos ir mañana a andar en bici.

    —¿De verdad? ¿Pudorosa? Se te ve muy segura y relajada. Ahora no puedo, pero me hubiese encantado. Decime a qué hora estás libre mañana y salimos con la bici.

    Esa noche ni dormí. Primero, porque me pidió una de mis jefas que habláramos a la medianoche sobre trabajo y, segundo, porque mañana… ¿tenía una cita?

    Decidí aprovechar la absurda conversación nocturna para pintarme las uñas mientras investigaba si este muchacho existía en Internet. La idealización nunca espera y hay que armarla.

    A la mañana siguiente, lo potencié. «Mirá… Está bárbaro el pibe», llamé a Clari, que estaba sentada en el sillón, desde el escritorio con el perfil de Facebook de Nicolás abierto. Ella se acercó y al ver la foto abrió más los ojos. Después me miró, me golpeó la espalda con la mano izquierda.

    Sentada frente a la computadora, suspiré y me mordí el labio de abajo. Cerré los ojos por unos segundos y pensé en expresiones de lo más comunes como «qué loco», «solo se vive una vez», «que sea lo que sea», «el que no arriesga no gana»; aunque también pensé en frases que vi en memes de Instagram: «Un nuevo gil llegará a tu vida», «No sé chamuyar así que te voy a preguntar qué comiste y qué tal tu día, espero que así te enamores porque no tengo otra opción», «Yo, mi angustia, mi frustración, mis inseguridades y mis traumas».

    *Bocha: En Argentina, modismo que (también) puede significar «mucho», «montón», o en algo que se manifiesta en profusión. 

    Publicamos este texto en colaboración con la revista Late.

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