La autopista blanca

    Eran las dos de la mañana. Mi novia me apretó el muslo y el freno patinó un poco bajo mi media. Habíamos perdido la cobertura en los teléfonos y la carretera se dividía en dos, justo allí. Hacia un lado se oscurecía y se estrechaba sin violencia, y hacia el otro se abría en una autopista de peaje enorme, con siete o nueve cabinas para cobrar. Las cabinas estaban todas vacías, solo las cámaras de seguridad colgaban en un cable sobre los techos. Ni un auto transitaba a esa hora, y unas luces frías iluminaban aquel lugar como si todo hubiese acabado. Si tuviera que nombrar la atmósfera, diría que era lynchiana, y que parecía que en algún momento alguien iba a gritar «corten» y mi novia y yo nos íbamos a bajar del auto y cada una iba a irse por su lado a tomar agua o soda o alcohol hacia alguna parte del set, como si definitivamente ella no fuese mi novia ni yo la suya.

    Pudimos haber atravesado el país en dos días, recorriendo Louisiana por el norte y subiendo luego por Alabama, Tennesse y Kentucky. Yo no quise. Quería que ella viera lugares bonitos, lugares que en realidad yo no había visto nunca y que tampoco me interesaban especialmente, pero quería que ella viera esos lugares y no los pedazos macizos del país de los que quizás no se podría salir nunca. No sin desordenar el alma. Nos mantendríamos cerca de la costa, primero del golfo, y después de las zonas innombradas del Atlántico Norte. A fin de cuentas, habíamos decidido quedarnos por un tiempo en América y era mejor si dejábamos de entender las cosas como las entendíamos y las comenzábamos a entender como las entendían los otros. Y lo bonito hacía siempre dudar. Dudar, bajo el cielo enfermo de Houston, era ya una vida nueva y maravillosa para las dos.

    Lo más extraño de todo es que cuando intento recordar, a veces la autopista iluminada e inexpugnable está a la derecha y a veces a la izquierda. Y por más que me esfuerzo por dejarla en uno de los lados, cuando la recuerdo de nuevo puede encontrarse, de golpe, en el otro. Yo volví a revisar mi cobertura y le dije a mi novia que revisara la suya, pero ni una línea. El auto se movía mansamente hacia la luz blanca. Le pregunté qué ella creía, y ella dijo que qué más daba, si de todas maneras ahí no se podía dar marcha atrás, y luego miró hacia arriba a través del parabrisas. Yo dije que sí que se podía, que no había ningún otro auto por todo eso. Ella seguía mirando a través del parabrisas, y cuando levanté los ojos para saber qué miraba, vi una de las cámaras que colgaban del cable ya casi sobre nosotras, flasheando como si expulsara chispazos de electricidad. Entonces pisé el acelerador, más que nada para tener la sensación de que era yo la que decidía meterme ahí o meternos ahí, y no la luz blanca, ni las cámaras, ni la anchura terrible de la autopista, ni la oscuridad de la carretera de la que nos apartábamos, ni ninguna otra cosa.

    El auto era pequeño, un Corolla muy básico donde no cupo casi nada. La bicicleta que me había comprado con los 176 dólares de mi primer cobro hacía casi dos años, el sillón en el que ella leía sus libros y que era el único objeto en la sala desierta, el televisor viejo que conectábamos a la laptop para ver las series y las películas, la videocasetera que yo había conseguido hacía unos meses en Goodwill; todo eso hundido ya en la ciénaga del recuerdo a cambio de conservar los abrigos, las colchas, los zapatos, las ollas y un par de novelas.

    Foto: wallpapersafari.com
    Foto: wallpapersafari.com

    Cerca de 15 o 20 minutos debo de haber andado con el pie pegado al acelerador sin pensar en nada, sin querer pensar en nada, sin mirar a mi novia ni saber si ella me miraba a mí. Entonces ella dijo algo sobre la luna, algo que no parecía una manera terrible de romper el letargo, y yo la vi por encima del timón, allá en el fondo del cielo de Maryland o quizás ya del cielo de Pennsylvania, una pelota enrojecida que comenzaba a desinflarse como si un animal la hubiese mordido, una cosa que mi novia había llamado luna porque ni ella ni yo habíamos visto nunca descolgarse otra cosa en la noche. Yo le dije que la filmara y ella levantó su teléfono y extendió los brazos, y yo le dije que si se veía algo y ella dijo que no, que no se veía nada, y luego dijo nada, nada.

    La videocasetera en realidad me había costado solo 20 dólares, pero por alguna razón me molestaba haberla tenido que dejar. La compré porque hacía un tiempo había encontrado Corazón valiente también en un Goodwill o quizás en un Salvation Army y se la había regalado, no como si fuese una película sino más bien como si fuese una postal. Eran dos casetes VHS dentro de una caja, negra por los lados y anaranjada o amarilla detrás. En el frente, debajo del título, se veía a Mel Gibson con los ojos clavados en un punto perdido ligeramente por encima de él, la boca cerrada como si comprendiera algo, la mano empuñada en la espada al lado de unas letras cursivas: Every man dies, not every man really lives. La vimos la misma noche que traje la videocasetera. Era la película de su niñez y ella lloró tres veces: cuando a Mel Gibson le matan la novia, cuando a Mel Gibson lo traicionan y cuando Mel Gibson aprieta el pañuelo en su mano mientras la ve pasar a ella entre la gente.

    No sé cuándo empecé a darme cuenta. Yo y mi Corolla corríamos, pero había algo que corría más rápido que nosotros. No importaba que yo subiera a 90 a 100 a 110 a 120 millas, porque lo que corría más nos sacaba siempre un tramo que yo no podía medir exactamente en distancia o velocidad, pero que si tuviera que medir de esa forma diría que no remontaba nunca las dos o las tres millas. Y eso era lo que más me incomodaba: tener a lo que corría más que yo tan cerca de mí y no saber cómo alcanzarlo o ya, de plano, si lo podría alcanzar jamás. El Corolla era el único carro en la autopista y yo comencé a sacarlo de un carril y meterlo en otro y sacarlo de ese otro y meterlo en otro más, sin intermitentes y sin espejos, y luego comencé a ir desde el carril más pegado a la izquierda hasta el carril más pegado a la derecha, en unos zigzags amplios y limpios pero vertiginosos también, como si fuese solo esa la manera de alcanzar a lo que corría más que yo, y mi novia volvió a poner su mano sobre mi muslo y yo volví a ver, allá en el fondo, la luna mordida sobre el cielo de Maryland o Pennsylvania, y levanté el pie del acelerador y le dije que no se preocupara, que todo iba a estar bien.

    El sillón no había costado mucho más. Veinticinco dólares y un par de días recorriendo todos los Goodwill y los Salvation Army y los Value Village y los Family Thrift Centers y los Texas Thrift Stores de la ciudad. Y no es que fuéramos tan pobres, o quizás sí lo éramos, pero no se trataba de eso. Yo había asimilado ya algunas reglas básicas del juego y un amigo de aquellos días me había dicho: «Allí donde fueres haz lo que vieres», así que a mí no me temblaba la mano para comprar nada con las tarjetas de crédito. Pero mi novia siempre decía que le gustaba entrar a los Goodwill. A los otros no tanto, porque a veces olían mal, pero los Goodwill tenían un ambiente distinto, como si no le hicieran daño a nadie o como si más bien salvaran algo. Yo le decía que el ambiente que tenían los Goodwill era de cementerio esterilizado, que a veces me parecía que en cualquier momento, mientras tocaba el asa de una jarra de navidad con el año 1995 inscrito en relieve verde y rojo, o mientras veía a alguien inspeccionar un peluche sucio delante de un estante, iba a comenzar a escuchar en el fondo, por encima del background de canciones alegres y tranquilas en inglés, la voz de un niño leyendo Los seres queridos,y entonces ella iba a ver que yo tenía razón, pero ya no íbamos a poder echarnos a correr. Ella se reía porque el caso es que le gustaban los Goodwill, y en su defecto las otras tiendas de segunda, tercera, cuarta mano. Yo pensaba que todas aquellas cosas debían desaparecer del mundo, toda la miseria de los años pegada como un chicle en la mugre de aquellos muebles y aquellos juguetes y aquellas ropas, pero mi novia pensaba o sentía que había algo bueno en que estuviesen ahí. Mi novia no pensaba que era creepy en lo absoluto. Y yo no le iba a romper el corazón diciéndole que le había traído el sillón de Walmart, o que un chofer de Amazon lo había dejado en la puerta.

    Aquel era el camino errado y las dos lo sabíamos. Por eso estábamos allí. Y eso también lo sabíamos, aunque no nos atreviéramos a desentrañar el carácter o la naturaleza o el origen de una cosa de ese tipo. Se me ocurrió por un momento que lo que iba más rápido que yo era esa sospecha y también que, quizás solo hacia donde no se puede ir, se va con todas las fibras. Seguimos avanzando por la autopista, ahora a un ritmo normal, como si no pasara nada, como si a ambos lados se deslizaran Nissans y Hondas y Fords y unos fuesen más apresurados y se extraviaran en la lejanía, y otros fuesen más rezagados, como si tuviesen más que perder, jugando uno de esos juegos que se juegan en todas las carreteras del mundo. No el de la temeridad o el de la pretensión de la temeridad, sino el de la pretensión de que en realidad existen razones para no jugar. Al menos un cuarto de hora más demoraron los teléfonos en recuperar la cobertura y entonces mi novia dijo con un poco de cansancio o de tristeza, pero sin resignación, que habíamos cogido por donde no era. Yo miré a mi izquierda el muro largo, el gusano de concreto que separaba las dos vías de la autopista, y sobre el que crecían inagotables las luces que desteñían el vacío de la madrugada norteamericana del otro lado. Pensé en lo bien que nos hubiese venido un poco de resignación a ella y a mí, y también al Corolla plateado, que debía parecer un pájaro confundido en la autopista de peaje.

    Subí los escalones del edificio hasta la segunda planta con el sillón entre los brazos. Quería poder decirle eso cuando ella me preguntara cómo lo había llevado hasta allí. Quería que ella no se fuera nunca. El sillón tenía dos piezas de tela que se amarraban a la madera, una al espaldar y la otra al asiento. Se las quité y las metí en la lavadora. La gente decía que los Goodwill eran una caja de sorpresas, que a veces te podías encontrar cosas limpias y a veces cosas que parecían limpias pero que estaban llenas de bichos. La gente tenía terror de los bed bugs y yo no quería llenarle las nalgas a mi novia de chinches. Cuando ella llegó el sillón estaba en un rincón de la sala, al lado de la única ventana que había allí. Empezó a gritar como si pasara algo malo, pero como si pasara dentro de un sueño en el que no podía gritar con mucha fuerza. Yo me sonreí porque sabía que ella hacía eso cuando lo que pasaba era en realidad algo bueno. Se sentó, puso las manos en los brazos del sillón y comenzó a balancearse, pero la alfombra que cubría el suelo de casi todos aquellos apartamentos de condominio no le permitía mecerse mucho. Ella se rió y yo también me reí y pensé en lo imbécil que yo era.

    No había nada que hacer. El mapa indicaba que todavía quedaban unas buenas 20 millas de autopista y que después debíamos regresar por el otro lado de la misma autopista. Mi novia puso música y nos comenzamos a relajar. Eran las tres de la mañana y le dije que no creía que tuviera fuerzas para llegar hasta Boston. Ella dijo que podíamos dormir en algún lugar por allí y comenzó a buscar en el mapa. Le dije que aún aguantaba un poco más, que buscara un lugar cerca de New Jersey para atravesar New York en cuanto nos despertáramos. Me dijo que había un Motel 6 a hora y media, o dos horas y algo si contábamos lo que nos quedaba por andar y desandar luego. Le dije que estaba bien. Llegamos al final de la autopista y las cámaras comenzaron a chispear. Cuando pasamos las cabinas vacías tuve el impulso de no volver y de seguir por cualquiera de las carreteras que se abrían más adelante. Pero no me atreví. Di una vuelta en U y el Corolla se acercó mansamente a las cámaras de nuevo, ahora por el otro lado del gusano. Miré a mi novia y ella puso su mano en mi muslo. Al mismo tiempo que el Corolla, un Acura azul prusia atravesaba las cabinas por el siguiente carril. Las ocho gomas comenzaron a chillar como ocho pezuñas desgarrando el asfalto. Dos pájaros metálicos en el borde de una rama que se derretía en la noche. Hubiese querido explicarle a mi novia de qué se trataba todo aquello, pero solo alcancé a agitar mi muslo bajo su mano. La luna había desaparecido del cielo.

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