Hace un año que vivo en un suburbio de Miami, y me pregunto si, en pocos más, terminaré con una bandera de Trump 2024 ondeando en mi portal.
En este tiempo vi la implacable destrucción de un bosque para construir un Walmart, un Starbucks, un Chipotle, un Carwash, y un puñado más de estructuras homogéneas, sin carácter ni humanidad. Los suburbios carecen de dignidad estética; están repletos de cadenas de supermercados, levantados sobre la destrucción de pequeños y medianos negocios. Confieso que me he sorprendido pensando que quizás todo ese desarrollo sea bueno porque subirá el precio de mi propiedad. Qué más da que el tráfico aumente y me tome una hora llegar a la autopista, o que desaparezca un par más de especies en peligro de extinción.
He visto a mis vecinos cortar los árboles que sombreaban sus propiedades. Un tractor aparecía con el sol para cercenar ramas y extirpar raíces de la tierra; luego se llevaba todo eso cual cadáver sin procesión. Solo se necesitó que uno de ellos comenzara la tala a fin de pavimentar y hacer una piscina. De inmediato los demás resolvieron no quedarse atrás. Todos quieren pavimentar y hacer piscinas. Confieso que esa idea también me ha cruzado por la mente; después de todo, Henry Miller contó su vida, en una de sus últimas entrevistas, ya viejo y relajado, flotando en el agua. El primer paso para la caída es comenzar a racionalizarla.
Hace un año había cardenales, azulejos y mariposas en el jardín. Ahora apenas se ven insectos. Desde la piscina, me llega el reguetón del vecino, con su atractivo singular, como reemplazo para el canto de los pájaros.
Leyendo sobre el tema aprendí que Coral Gables, una de las zonas más caras de Miami, goza de temperaturas un par de grados más bajas gracias a que está repleta de árboles. Hialeah, por otro lado, apenas tiene árboles. La gente los ha arrancado para evitar que algún huracán los levante y los lance contra sus techos. Remedio preferible a pagar un seguro más caro. En esa dirección va mi suburbio.
En Miami, la disyuntiva entre las ganancias que tendremos en pocos meses o a la vuelta de unos años suele marcar la diferencia entre el pensamiento «conservador» y el «progresista». ¿Vale la pena destruir el medio ambiente y sacrificar el futuro por estar algo mejor en el presente? Para las familias que sobreviven mes a mes, por supuesto.
La mitad de la población de esta ciudad nació en Cuba, y carga el vértigo cotidiano de la sobrevivencia, el loable deseo de alcanzar el éxito inmediato. Recuperar el tiempo perdido. Con esos arrastres es difícil hablar de la vida a largo plazo: antes, urge compensar todas las penurias padecidas bajo la austeridad del totalitarismo.
Reutilizar las bolsas del supermercado, tomar el transporte público, hablar de justicia social, reducir los desperdicios, salvar el medio ambiente… son conceptos demasiados cercanos al «comunismo». Además, parecen negar la historia del sur de la Florida, construida sobre la base de la especulación en bienes raíces desatada tras el drenaje de la mitad de los Everglades.
De manera que origen y destino en la diáspora cubana me convierten en un candidato perfecto a conservador.
He pasado la mayor parte de mi adultez en ciudades progresistas como Nueva York; en ellas he cumplido con las directrices de un buen cubano emigrado: en cada oportunidad traté de convencer a quien quisiera escucharme de que en mi país las cosas no funcionan «por culpa del comunismo».
En Miami mis amigos tienen armas; mis vecinos, piscinas… Creen en el mercado desregulado y en bajos impuestos para los ricos; están convencidos de que el cambio climático es una teoría de conspiración y que es un robo aumentar el salario mínimo. Aquí mi tarea es casi opuesta a la de Nueva York: mi discurso se vuelve socialdemócrata.
Quizás para adaptarme al entorno, he llegado a preguntarme varias veces si mis conocidos tienen razón a pesar de la evidencia científica; si lo único que importa es invertir y aumentar la riqueza inmediata. ¿Es leer una pérdida de tiempo?
Durante un rato, me dispongo a elucubrar un esquema de negocios, y termino considerando argumentos para alguna historia fantástica: fundar la Universidad Desconocida, abrir un cine independiente en la sala de mi casa, fundar un teatro para performances espontáneos al aire libre…
Por ahora estoy a salvo.