«La emigración honrosa de Cuba» en dos crónicas de Patria

    La crónica constituyó una de las cumbres escriturales a las que arribó José Martí, quien, en la última década del siglo XIX, libera toda su capacidad organizativa e intelectual en la concepción de un periódico que trascendería por su discurso independentista, el cuidado de su composición y la militancia política de sus postulados. Martí vierte sobre Patria todo su virtuosismo literario, ofreciendo bajo los procedimientos de la prensa un material que avala perfectamente sus cualidades de poeta-periodista, poeta-soldado, poeta-fabulador. 

    Martí se desenvuelve con soltura en el ámbito anecdótico de la fabulación: no hay (sub)género (posible, probable, real) que domestique los efluvios de su inspiración. Enfocadas en el análisis de un mismo asunto, dos mini-crónicas de dicho semanario atestiguan estas afirmaciones: «Un cubano en New Orleans» y «Los cubanos de Atlanta», pertenecientes al no. 60 de Patria, publicado el 8 de mayo de 1893.

    La disposición de estas piezas en columnas contiguas confirma su vecindad de propósitos, fundando una suerte de retroalimentación temática que potencia el significado de ambos textos. Así, estas crónicas meditan sobre la condición itinerante del emigrado y examinan el arraigo espiritual de los cubanos que residen fuera de su país. A pesar de la individualización (humana, sentimental) que Martí le imprime en muchas ocasiones a la comunidad antillana en el extranjero, señalando en determinados sujetos el modus vivendi y la filiación política que los congrega, también prioriza la evocación aglutinante e inclusiva. La descripción urbanística, el sumario historiográfico de la región y la voluntad socio-cultural de sus habitantes se instituyen, también, como argumentos recurrentes en la técnica martiana.

    La participación masiva de los emigrantes cubanos en la contienda del 95 fue uno de sus mayores. A diferencia de lo ocurrido en la Guerra de los Diez Años, cuando la porfía aldamista-quesadista terminó por desvincular a la emigración de su cometido histórico y revolucionario, la Guerra Necesaria contó con un apoyo casi unánime de los cubanos residentes en los Estados Unidos. Con este fin, Martí se consagra a cautivar el ánimo libertario de sus compatriotas, señalando en la alternativa independentista la coincidencia que los vinculaba: «(…) para un cubano de veras, que lleva el pecho atormentado de la esperanza y del horror, que oye de la almohada y del mantel la voz de su tierra presa y desvalida, que va juntando virtudes y descabezando traiciones, el reposo es andar, con la espuela al riñón, hasta que su tierra sea libre».1

    Buena parte del periodismo martiano comunica sobre la fundación de clubes patrióticos en territorio estadounidense, modulando la disposición bélica de los cubanos y divulgando el resultado de sus alianzas. Muy consciente de las flaquezas que desarticularon el funcionamiento de la Guerra Grande, el Delegado del PRC dedica arduos años de su vida a la persuasión de las emigraciones. 

    Su oratoria le gana el favor de los obreros en Cayo Hueso, Tampa o Nueva York, al tiempo que su pluma presenta ante el cubano de la Isla el compromiso anticolonial de su par foráneo. Martí se percata de la fibra emocional que habita en la gran mayoría de sus compatriotas y trabaja/escribe/existe para unificar esas pasiones, destacando las similitudes en lugar de las discrepancias. Es aquí, precisamente, donde cobra mayor preeminencia su destreza como cronista.

    Los dos textos elegidos para este análisis comparten una fórmula expositiva muy semejante. Aunque no siempre expone cada elemento en el mismo orden, Martí sí despliega una rigurosa metodología narrativa a la hora de plantear ciertos asuntos, reservando para su personaje colectivo el protagonismo de su prosa.

    New Orleans y Atlanta acogen las escenas que ha pretendido edificar. La representación martiana de estas ciudades dista mucho de constituir un acercamiento epidérmico o trivial: su método descriptivo comprende la mención explícita de algunas calles, la relevancia arquitectónica de las edificaciones y la puesta en escena de ese nervio metropolitano que sacude la urbe. Así lo hace en «Un cubano en New Orleans»: «Al vuelo, de un trabajo a otro, ve el viajero, desde el tranvía destartalado que hala una alegre mula, las casas y monumentos, los kioskos y las estatuas, las columnatas y las magnolias, los colgadizos y los tenduchos (…) la calle del Canal; de tiendas grandes y animadas; un café de calle Real, con orquesta a las ocho de la mañana; el hotel de San Carlos, con los huéspedes como perdidos en el salón de lunch, y una india de venta, para muestra de cigarrería».2

    Asimismo, narra de manera muy similar en «Los cubanos de Atlanta»: «En pleno pecho de la ciudad, de osadía moderna, da la estación de hierro del ferrocarril. Por mármoles de un blanco gris con grandes rasgos negros, se entra a los negocios animados, negocios de hipotecas, de tierras, de venta de casas. (…) Decatur es la calle rica, repleta de comercios, cruzada de carros eléctricos, calzada de grandes edificios. De mansiones ricas, cercadas de jardines, y recién salidas de la mejor arquitectura, es la avenida de Peachtree».3

    De igual forma, Martí aprovecha la oportunidad para referenciar la historia reciente o fundacional de estos territorios. Disecciona ademanes, vestidos y frases con la perspicacia del flâneur baudeleriano, pero motivado por la trascendencia de una empresa superior, definitiva. El escudriñamiento de esta sociedad fragmentada, nacida de raíces tan diversas, lo provee de las herramientas necesarias para la unificación de su propio pueblo.

    Ambos textos aluden a hombres de relieve cuasi-legendario, tomando como punto de partida la veneración de un retrato de Jefferson Davis en Atlanta y el garbo citadino de una estatua de Henry W. Grady en New Orleans. El primero, presidente de los Estados Confederados durante la Guerra de Secesión; el segundo, un orador abolicionista que fomentó la industrialización del Sur. Martí presencia, in situ, las contradicciones de una nación post-esclavista, ensimismada en su propio desarrollo industrial. Respaldado por este modelo, comprende que la convivencia pacífica y reglamentada de doctrinas antagónicas (¿democracia republicana?) constituye el sostén de las sociedades modernas.

    En cuanto al retrato de la emigración, Martí suele individualizar caracteres y humanizar a sus personajes, dotando de voz a los miembros de la comunidad cubana en Estados Unidos. Algunos son referidos directamente a través de sus nombres (Díaz González, Anastasio Montes, Julia Miranda de Morales), mientras que otros son particularizados mediante parlamentos o intervenciones («porque en La Habana no se puede vivir; yo soy bachiller y mi padre quiere que aprenda a tabaquero: allá hay mucho abuso»4). Estas menciones específicas dotan al texto de verosimilitud, favorecen la empatía del lector e identifican a una parte del macro-protagonista que encamina la narración. Todavía más: el cotejo diacrónico de este último fragmento admite, incluso, una (¿varias?) lamentable(s) coincidencia(s) entre la Cuba finisecular del XIX y nuestro panorama actual. Martí-agorero, Martí-absoluto.

    Igualmente decreta en clave aforística las categorías morales que conforman a su personaje: «Son diez, y están juntos. Les lastiman a Cuba, y lo sienten todos. El que tiene más, es allí amigo del que tiene menos».5 No se percibe en esta descripción traza alguna de asimetría, contraste o conflicto: el cubano es (¿ha de ser?) un bloque compacto contra el enemigo común. La circunstancia colonial de la nación los aflige y les hiere la dignidad; los atropellos de la metrópoli acentúan el respaldo entre compatriotas.

    Al interior de este texto, la escritura martiana no solo se situaba en el presente relatado, sino que también era capaz de estimular la futura (y procurada) alianza entre cubanos que todavía no se asociaban. Muy probablemente, la confección de estas micro-narraciones fungió como estrategia publicitaria en favor de la intención proselitista del Maestro, descubriendo al mundo la capacidad organizativa de los antillanos y su fraternidad anti-monárquica, pro-republicana.

    Sin duda alguna, José Martí vivía orgulloso de la concordia que reinaba en el seno de las emigraciones, mérito este que le correspondía por derecho propio. Así lo declara, satisfecho, en el enunciado final de una de estas crónicas: «Pero, para un cubano en Atlanta, lo más bello es la lealtad y unión de aquel puñado de cubanos».6 

    Notas: 

     Martí, José: “Un cubano en New Orleans”, en Patria, no. 60, New York, 8 de mayo de 1893, p. 3.

    2 Ídem.

    3 Martí, José: “Los Cubanos de Atlanta”, en op. cit.

    4 Ídem.

    5 Martí, José: “Los Cubanos de Atlanta”, en op. cit.

    6 Ídem.

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