Los hijos de la fortuna

    A las 6 y 50 de la tarde, empieza a caer la noche en Santa Clara y Yasmany decide empezar a trabajar. Se levanta de la acera, sin camisa, y deja sentados en el contén a un grupo de amigos con los que acaba de jugar fútbol. Entra a su casa y el teléfono no para de sonar -ni lo hará hasta que sean las 8 de la noche-. Yasmany deja la sala atrás, atraviesa un pasillo estrecho y alargado desde donde se ven dos habitaciones contiguas, llega a la cocina y se sienta en una mesa de madera, al fondo de la casa.

    La madre, recostada a una meseta, le cruza la vista por la espalda y le clava los ojos en la nuca. Se fuma un cigarro y observa minuciosamente lo que Yasmany escribe. Le alcanza un teléfono celular y una calculadora vieja. Yasmany empieza a sacar cuentas a la velocidad de la luz, empuña un bolígrafo con su mano derecha e incrusta la punta de tinta azul contra las hojas de papel. Hace trazos sin mirar como si fuese Michael Laudrup mientras revisa la calculadora y los pequeños papelitos que tiene dispersos por toda la mesa. A cada rato, mira el reloj en la pantalla del celular.

    Hasta el fondo de la casa llega un señor en evidente estado de embriaguez y le entrega en silencio, sin chistar, una lista con números y un billete de 5 pesos cubanos. También entra un adolescente sin camisa que lleva puesto un short de mezclilla deshilachado por los bordes y le dice que eso, el papel que le entrega, se lo manda su abuela. Una vecina saluda primero a su madre y luego se dirige a él para decirle que es un milagro que a esa hora esté todavía sacando cuentas. Yasmany contesta que nada más son la 7 y 18 pm, que tiene tiempo de sobra para terminar y entregar el dinero antes de las 7 y 55 pm.

    Yasmany vuelve a la acera donde están sus amigos. La puerta de su casa permanece abierta el día entero. Es como la casa de todos, del barrio. Luego vuelve a entrar, habla algo con su madre. Se cambia la ropa sin quitarse de encima el sudor del fútbol. A las 7 y 32 pm, se pone una camiseta sin número del Barcelona, se atraviesa por el torso del cuerpo un pequeñito bolso negro donde mete un fajo de billetes y las listas. Toma la bicicleta y sale de la casa en chancletas con un bolígrafo en la boca. Antes de que sean las 8 pm, hora en que dan a conocer los números ganadores de la noche en la Bolita, Yasmany tendrá que entregar todo el dinero clandestino que recogió durante día.

    Ilustración: Frank Isaac García Llanes
    Ilustración: Frank Isaac García Llanes

    ***

    El capítulo 13 del Código penal de la República de Cuba, en su artículo 219, referido a los juegos prohibidos, plantea en primer lugar que:

    -“El banquero, colector, apuntador o promotor de juegos ilícitos es sancionado con privación de libertad de uno a tres años o multa de trescientas a mil cuotas o ambas”.

    Y en segundo lugar que:

    -“Si el delito previsto en el apartado anterior se comete por dos o más personas, o utilizando menores de 16 años de edad, la sanción es de privación de libertad de tres a ocho años”.

    Pero, en las calles de Cuba se juega más a la Bolita que al béisbol. “No hay ciudad, pueblo ni rincón de la Isla hasta donde no se haya difundido este cáncer devorador: se juega desde la punta de Maisí hasta el cabo de San Antonio”, escribió en el lejano 1832 José Antonio Saco, intelectual cubano del siglo XVIII en su célebre ensayo Memoria sobre la vagancia en Cuba.

    La prohibición de la Bolita ha obligado a los jugadores y a los administradores del negocio a moverse de forma clandestina en redes excelentemente conformadas gracias a su ingenio.

    El nombre de Bolita viene del bolitero, que era el hombre encargado de vender unas pequeñas bolas con los números en los primeros años de la neocolonia estadounidense del siglo pasado. Cada una de esas bolitas podía costar desde un quilo de centavo hasta un peso cubano. Los resultados de los números ganadores los anunciaban por la radio y la televisión nacional y de esta manera las personas menos adineradas tenían la posibilidad de también  jugar, pues a la lotería oficial no podían acceder por su alto costo.

    En 1959, el gobierno de Fidel Castro se enfocó en erradicar los problemas que tenía la sociedad cubana de aquellos años. El juego fue uno de los primeros, pero jamás se logró. Lo único que alcanzó fue hacerlo mutar, pues si bien pasó del libre esparcimiento a estar condenado por la ley, la gente no dejó nunca de apostar en las calles. Un cambio de etiqueta para sus jugadores, que tuvieron que camuflar los modos de jugar y esconderse del estado.

    ***

    La Bolita o charada es, en esencia, la misma lotería del Cash 3 y el Play 4 que se juegan en la Florida y en buena parte de Latinoamérica. Tres números del 1 al 100 que una bomba de aire lanza al azar dos veces al día, los dígitos salientes son premiados al entrar la tarde y al caer la noche. Los ganadores son los afortunados en haber predicho que la combinación de números saldrían de antemano. Cada jugador apostará el monto que estime y en caso de salir su elección, ese monto será multiplicado por las tarifas del banco.

    La única diferencia, entre cómo se juega en Cuba y cómo se juega en el resto de los países donde existe esta lotería, radica en la infraestructura del juego. En la isla, los que juegan se enteran por la señal de onda corta que emite la radio de Miami que llega a algunas zonas del país, por las ilegales antenas satelitales que transmiten las emisiones de televisoras extranjeras y a través de una nueva aplicación para teléfonos android a los que le llegan un sms diario con los números ganadores del día al pagar 3 CUC-moneda equivalente al dólar- mensuales.

    La prohibición de la Bolita ha obligado a los jugadores y a los administradores del negocio a moverse de forma clandestina en redes excelentemente conformadas gracias a su ingenio. De ahí que hayan creado una sólida organización y distribución del juego, casi comparable a un cartel de drogas.

    “Tenemos que entregar siempre 5 minutos antes de la tirada, antes de las 2 pm y de las 8 pm. Eso es para que no haya trampas».

    En lo más alto de la estructura del juego está el banquero, una especie de capo caribeño a quien le pertenece la mayoría de las ganancias. El banquero es quien pone el dinero de fondo para los pagos de premio y es quien paga los salarios fijos a los otros personajes de la red. Pero del banquero nadie sabe, nadie lo conoce, nadie tiene acceso a sus fuentes ni a sus finanzas para poder tener su identidad bajo llave y así mantener en pie el negocio.

    “Los banqueros solo confían en su familia y en ellos, nadie más cuenta ni toca el dinero. En este negocio cualquiera te puede pasar gato por liebre”, dice Yasmany.

    En la cadena, debajo del banquero, se encuentra el mensajero -pueden ser más de uno-. Él es el único que conoce al banquero, ya que se encarga diariamente de entregar el dinero recogido en la jornada. Dinero que viene de manos del listero –también puede ser más de uno-.

    El listero, por su parte, es el más sacrificado, el más expuesto, el que todos en el barrio conocen, el rostro del juego. Es él quien va de casa en casa -algunos jugadores van a la suya, lo que supone un riesgo mayor-, tocando puerta por puerta y recogiendo el dinero de los jugadores.

    ***

    Yasmany es listero y mensajero, está en el inside del asunto.

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    Una tarde lluviosa, en una cafetería que queda en los altos de uno de los costados del parque Vidal, junto a un grupo de amigos, Yasmany me dice: “Antes trabajé en una de las brigadas de chapeadores de los servicios comunales de Santa Clara. También fui custodio por un tiempo. Pero cuando la vida se puso dura, tuve que meterme en esto y salir a buscar el dinero cómo fuese. Después nació mi hijo y los salarios del estado no sirven para nada. Seguí porque yo soy el sustento de él y de mi esposa”.

    Así Yasmany empezó en la Bolita. Sus últimos 12 años de vida se los ha dedicado al juego. Con el dinero que ha ido ganando, construyó un pequeño cuarto cerca de su madre que aún está en obras. Yasmany ahorra y ahorra y todo lo que gana en la Bolita, ya sea con su sueldo o apostando, lo guarda para viajar a Panamá -o algún país que no le exija visado de turista a los cubanos- e ir y comprar ropa barata al por mayor y venderla luego en Cuba.

    A sus 32 años, es un fanático empedernido del fútbol. Me cuenta que le puso Messi a su hijo y que una vez estuvo en serios problemas por él. “Unos policías vestidos de civil me cayeron atrás porque sospecharon a la vista que yo andaba en algo raro. Me les di a la fuga y escapé. Pero en el corretaje se me cayeron unas listas con nombres y el tablet de Messi que tenía fotos de él. Al momento me cogieron. Dije que yo solo jugaba y como no tenía dinero encima ni en la casa, solo tuve que pagar una multa”, cuenta.

    Estamos los dos con los codos recostados al balcón de la cafetería mirando como aterriza una manada de totíes que graznan antes de posarse en las ramas de los árboles del parque Vidal y Yasmany me confiesa que, por precaución, nunca deja dinero del banco en su casa.

    “Yo hago las dos cosas, lo mismo listero que mensajero. En la casa solo tengo de banco 10 CUC por si se me tira la policía y me meten una revisión sorpresa. En Santa Clara yo conozco 6 banqueros, pero debe haber al menos 4 más”, dice.

    Las nubes grises de agua encapotada han dado paso a unos nubarrones más oscuros. La tarde se retira y con ella Yasmany. Todos los días a la entrada de la noche comienza su persecución. A las 8 pm dan a conocer los segundos ganadores del día y él tiene que entregar, a las 7:55 pm, las listas y el dinero de las personas que apostaron.

    “Tenemos que entregar siempre 5 minutos antes de la tirada, antes de las 2 pm y de las 8 pm. Eso es para que no haya trampas porque si entrego las listas y el dinero pasada esa hora, el banquero no me recibe. Es tremenda responsabilidad porque ya la gente apostó y si sale ese número y no entregué a tiempo, me busco tremendo lío. Y también está hecho así para que la gente no juegue después de ver los resultados”.

    Los listeros en Santa Clara se mueven en motos y bicicletas. Es una estrategia que han establecido para evitar que los policías los detecten y los paren. Además, todos los días cambian el lugar donde le entregan el dinero recaudado a los mensajeros. “Es una garantía porque como no vas a pies, no llamas la atención. Nos ponemos de acuerdo el día anterior y cambiamos, nunca son lugares céntricos, llevo 12 años entregando cada día el dinero en un lugar distinto”, dice.

    Muchas veces, cuando se acerca la hora de la recogida, Yasmany se va del barrio. Su madre y su hermano le recogen el dinero de las personas que van a entregarlo por su cuenta. “Es una manera de no marcarme, en el barrio hay una pila de chivatones”, cuenta Yasmany unas cuadras antes de llegar a su casa.

    Llegamos y nos quedamos sentados en el contén de la acera de siempre, conversando. Un vecino cercano le da un papel con los números a los que apostó y varios billetes que no logro distinguir. Yasmany se molesta, le dice al vecino en mala forma que entre y deje el dinero dentro de la casa. Luego, llega una anciana que sin decir ni una palabra le entrega su lista y 10 pesos cubanos. No se hablan, no se miran. La operación la han realizado con una sincronía espectacular. La mano que extiende el dinero y la mano que lo recibe. Sin ojos. Nada más hace falta.

    El ambiente del barrio habla. Uno nota cuando está cerca la hora de entrega. Los jugadores suelen entregar sus apuestas -por superstición- pegado al momento del cierre. La casa es un río, cada minuto llega una persona a entregar sus números. Seguimos sentados en el contén y llega un señor setentero bien vestido, entra, sale y hace un gesto sin aspavientos que deja claro que ha puesto lo suyo dentro.

    El teléfono comienza su concierto insoportable. Una mujer entrada en años que maneja un moskovitch rojo se estaciona delante de la casa y sin ningún tipo de pudor pregunta a los que estamos sentados en la acera qué números deben salir. Alguien le dice alguna combinación, ella arranca y sigue. No juega. Llega un estudiante universitario de medicina con su bata blanca doblada en el antebrazo y entrega su lista. Una señora ama de casa, que camina despacio, trae una toallita en la mano, la desenfunda y aparece un papel a rayas y un billete de 3 pesos cubanos con el Che Guevara al centro.

    “Hay personas que no vienen, yo paso por sus casas y les recojo los números y el dinero porque me queda de camino a casa del banquero. Entrego una lista de todos los que jugaron pero me quedo con un doble para después comprobar quienes fueron los ganadores porque de los banqueros también tengo que cuidarme”, me dice Yasmany debajo de un poste de luz, con las palmas de sus manos repletas de escrituras con cuentas matemáticas en tinta azul.

    ***

    Norberto me habla como si yo fuese un número. Como si todo lo que le rodea formara parte de la resolución de una ecuación lógica. Fue profesor de física de un pre-universitario en las afueras de Santa Clara pero ya está jubilado. Tiene 70 años y desde los 7 juega a la charada. Norberto es blanco gallego, obeso y lleva puesto unas gafas oscuras y un sombrero de guano porque está recién operado de cataratas.

    Norberto juega, religiosamente, todos los días, y me explica sentado en un sillón de madera en la sala de su casa que la primera charada en llegar a Cuba fue la China, que se jugaba hasta el número 36, que después llegó la dominicana y la cubana que se extendieron hasta el 100. Que existen varios métodos para jugar. Y que uno es la seguidilla de números, que son los números que salen alrededor de otros números. Que otro es la “cábula” o la superstición, que la gente lo asocia a los acontecimientos y al significado de los sueños. Y que el último método es la estadística de la historia de los números que han salido a lo largo del tiempo.

    De pronto, me dice que lo espere un instante, que tiene que salir a cobrar un dinero que le deben de ayer y que de paso le apostará hoy al 89 y al 3. El primero porque significa lotería y yo he venido a hablarle de ella. Y el segundo porque llevo puesto un pulóver que en la manga izquierda tiene ese número. Una “cábula”, según los métodos que me acaba de explicar.

    “Hay personas videntes y todas las mañanas dicen el verso del día, que es por donde mucha gente se guía para jugar. Es una especie de lectura supersticiosa que habla de cosas y luego se asocia el significado de esas cosas a los números. Pero la charada ha evolucionado mucho y ya cada número tiene varios significados”, dice Norberto.

    A pesar de jugar todos los días y de aparentar una obsesión irascible hacia la charada, tiene bien claro las implicaciones que puede traer consigo vivir para el juego. “Hay que tener convicción y no dejarse manipular. El dinero de la casa y de la comida yo no lo toco”, explica.

    Hubo un día en el que soñó con una gallina rodeada de pollitos amarillos recién nacidos. Salió a la calle y vio por todos lados personas con pulóveres amarillos color pollito. Pasó una señora que juega a la Bolita y le dijo que pollito chiquito era el número 1. Empezó a llover y en lo que se guarecía, por delante le pasó un carretón con girasoles que llevaba el número 1 escrito en la madera. Camino a apostar, se topó con un hombre que le ponía dinero todos los días al 1 y que esa vez le dijo que no iba a jugar. Norberto contó los pollitos del sueño: eran 9. Le apostó al 9 y al 1 con 10 pesos a cada uno. Al otro día ganó 13 mil pesos.

    “Esa es la parte buena”, dice Norberto. Y después de ganar y ganar viene la obsesión con el triunfo. La ofuscación. “Y a esa es a la que hay que temerle”.

    “Empecé a jugar escondido en los 90 porque mi padre era del partido comunista. Desde ahí no he parado, un día juego 50 centavos y otro 500 pesos. Tengo un ángel y un diablo en los hombros, uno me dice que lo deje y el otro me provoca”.

    Me cuenta Norberto que un amigo suyo, que era administrador de un hotel en Quemado de Güines no fallaba en sus predicciones. Número que le ponía el ojo, número que salía. Al punto que un día no tenía idea a qué número apostarle y cuando llegó a su casa, se fijó que el número de la puerta era el 33, a ese mismo le puso 500 pesos y se ganó unos cuantos miles de pesos. Pero después de aquello le llegó una mala racha y comenzó a vender las cosas valiosas de la casa y a tomar dinero prestado de la caja administradora del hotel.

    Llegó a deber 300 mil pesos y no escarmentó. Buscó un garrotero para pedirle dinero y terminó endeudado y perdiendo la casa y dos carros. Su mujer se divorció de él y se fue con los dos hijos a vivir al oriente del país. Luego de perder a la familia, una auditoría detectó el faltante de dinero en el hotel y fue entregado a la fiscalía. Lo condenaron a 4 años de privación de libertad.

    “El dinero te absorbe”, dice Norberto.

    Ilustración: Frank Isaac García Llanes
    Ilustración: Frank Isaac García Llanes

    ***

    “Juego 200 pesos diarios. Antes lo hacía por cábula y ahora llevo estadísticas. Lo que sale en los sueños es válido hasta pasada una semana”, dice Omar, un negro panadero a quien le he tenido que montar guardia por varios días para poder conversar.

    Omar tiene los dientes amarillos bañados en sarro. Por fin abrió su casa después de días y lo he podido encontrar con legañas en los ojos. Vive cerca del famoso tren que descarriló la tropa del Che Guevara en esta ciudad en 1958. Estamos sentados en un pequeñito parque de diversiones desde donde se ve uno de los vagones del tren. El parque tiene tres columpios, un rehilete metálico al que llaman “tío vivo” y un par de aparatos ancestrales que solo deben existir en Cuba. No hay un solo niño en los alrededores.

    “Cuando he dado algún paletazo bueno en la bolita, he alquilado una guagua y me he llevado al barrio entero para la playa o alguna piscina en un hotel”, dice Omar entre ademanes y luego recuerda una anécdota legendaria del juego en la ciudad: “en un Aló Presidente que hicieron en la plaza del Che, Chávez le dijo a Fidel delante de todo el pueblo que ese día el 66 estaba bueno, que lo iba a jugar porque era el número de la suerte de su padre, después le pidió disculpas cuando se dio cuenta de que en Cuba la charada estaba prohibida”.

    “Empecé a jugar escondido en los 90 porque mi padre era del partido comunista. Desde ahí no he parado, un día juego 50 centavos y otro 500 pesos, pero nunca dejo de hacerlo. He llegado a tener una deuda de 15 mil pesos. Esto obsesiona y para dejar de jugar hay que romper los papeles. Tengo un ángel y un diablo en los hombros, uno me dice que lo deje y el otro me provoca”, dice Omar en short y chancletas. Corre un poco de aire frío y sus piernas tiemblan. Los brazos le lucen cenizos.

    Su esposa es doctora y está por cumplirse su tercer año de misión internacionalista en Venezuela. Con el dinero que ha ganado como cooperante pudo mejorar la casa. Pero Omar, para jugar, ha ido vendiendo poco a poco sin que su mujer sepa, todo lo de adentro. Vendió el DVD, el televisor LSD, la lavadora y algunos muebles de la sala.

    “Trataré de reponerlo antes que ella llegue de vacaciones”, dice.

    Tiempo atrás, Omar cayó en la llamada “racha mala”. No tenía dinero, no tenía comida y se encomendó a una cartomántica para recobrar la fortuna. La señora, una anciana del barrio con buen pedigrí en eso de leer el destino, le dijo: “En la última cena de Da vinci hay un señor que no se nota su presencia, ese es el señor del buen despacho. Ponle un vaso de agua y una vela sin encender y pídele que salga el número que tú quieres y prométele que si sale, le vas a encender la vela”.

    Omar hizo lo que le indicó la señora. En la tarde, cuando entró al baño, un vecino le gritó desde la ventana de al lado que había salido el 106. Salió desnudo, cubierto de jabón y le encendió la vela al “señor del buen despacho”. Luego gritó: “¡Mi viejo apretaste!”.

    ***

    Yasmany amaneció enfermo. No pudo dormir en toda la noche por unos retorcijones insoportables en la boca del estómago. Apenas se podía levantar de la cama. Pero esto es un trabajo de todos los días, donde no existen vacaciones ni certificados médicos. Todos los boliteros saben que no hay descanso ni justificación, que estar dentro del negocio significa no fallar ni siquiera un día.

    En estos casos, el hermano de Yasmany es su salvador. Le apodan Pancho y siempre sale al ruedo y toma la bicicleta china de gomas 26 y el bolsito negro del hermano. Los apostadores ya lo conocen, tiempo atrás él también fue listero, ahora ya está desligado de la Bolita.

    Primero intenta recoger en las casas del barrio de Camacho, pero no le es posible porque tocaba fumigación en el vecindario y el jefe de sector de la policía andaba merodeando. Luego, pedalea rumbo a la Candonga, una zona de kioscos cuentapropistas que el estado ha autorizado para la venta de comida y artículos variados.

    Los que apuestan en la Candonga saben a la hora que pasa el listero. Ellos agolpan las listas en un kiosco determinado y así le facilitan el trabajo al recogedor. Pancho entra por la parte de atrás sin bajarse de la bicicleta. Fugaz. Se sienta en el kiosco determinado, saca su celular y busca la aplicación de la calculadora, saca cuenta sentado en un quicio y guarda los papeles en el bolsito negro. Todo dura menos de 5 minutos.

    Ahora a Pancho solo le falta recoger una lista en la escuela primaria del vecindario. Dice que lo único malo de ese lugar es que lo expone mucho y por eso no le gusta, que su hermano si va y recoge sin temor, pero que él no. Pancho tendrá que llegar y dejar la bicicleta afuera de la escuela, en alguna sombra. Deberá entrar y pasarle por al lado a un busto del apóstol nacional José Martí, encontrar el aula de la maestra que juega y asomar la cabeza. La maestra le dirá a los niños que esperen un instante, los dejará solos y saldrá a entregarle sus números del día.

    ***

    En la sala de la casa de Yasmany hay dos muñecas: una blanca con un traje amarillo y otra negra vestida de azul. Una es Oshún y la otra es Yemayá. Encima de las dos muñecas hay un estante de madera con la Virgen de la Caridad y a su costado, una botella de vino Soroa y una lata de cerveza Cristal. También hay una bandera de Argentina, una de España y una del Barcelona. En esa casa hay dos religiones: la yoruba y el fútbol.

    La casa está en obras. Yasmany se siente mejor del estómago y está ayudando a unos tíos a hacer una escalera de concreto. Llega Pancho y también se suma. De una de las habitaciones sale un potente reggaetón que estremece una carretilla repleta de cemento, gravilla y polvo de piedra. Hay varias botellas de ron desperdigadas por el piso.

    En la charada, escalera es el 23. Alguien pide un cuchillo y todos exclaman que cuchillo también es 23. Ese es el número preferido de Yasmany, que para mayor coincidencia mira la hora y son las 7 y 23 pm. “Es mucha cábula, voy a jugarle algo hoy”, dice Yasmany y se sienta a trabajar porque ya es hora de terminar de acumular las listas e ir a entregarlas.

    Todo se paraliza en la casa. No se hace nada más que mirar hacia la mesa donde está sentado. Un bombillo amarillo cae del techo y es sujetado por un cable con telarañas. La penumbra deja ver las salpicaduras de cemento en el cuerpo de Yasmany. El teléfono chilla sin piedad. Llega una mujer y se le acerca al oído, le pide por favor que le deje jugar un número gratis y que al otro día le pagará sin falta.

    A las 7 y 33 pm Yasmany se levanta de la mesa, se pone una gorra, se cruza de arriba hacia abajo la carterita negra y se deja caer un pulóver en el hombro derecho. Coge la bicicleta y camina hacia la puerta. Antes de marcharse, desde la sala, le grita a su madre: “acuérdate de grabarle los muñequitos a Messi”.

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    Abraham Jiménez Enoa
    Abraham Jiménez Enoa
    El fútbol le produce más orgasmos que las mujeres. Le teme a la muerte. Se estrelló en bicicleta contra un contén, en moto contra un Lada y en el Lada de su padre contra un Volga. Nunca le pasó nada, ni un arañazo, a sus amigos sí. Es adicto a la cerveza.
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