¿Cuánto pesa una cabeza? (V)

    «Merci, Esther».

    Alguna vez apuntó Roberto Calasso que es esencial comprar libros «que no vayan a ser leídos enseguida». El erudito italiano estaba convencido de que la necesidad de abrir sus páginas aparecería en algún momento del tremendo juego de corchetes que va del año uno al cuarenta después de la adquisición.

    No han pasado cuatro décadas, pero leo finalmente, en 2022, un libro que compré en París en 2004 en una extraña librería, Mona Lisait, que estaba ubicada en el número 9 de la muy breve rue Saint-Martin, calle insalubre en tiempos de Revolución, a dos pasos de la torre gótica de Saint-Jacques, último vestigio de otros tiempos mucho más lejanos.

    En aquel lugar vendían sobre todo álbumes de pintura y de fotografía —mucho Taschen de diferentes tamaños—, monografías sobre estrellas de rock y guías para viajeros, además de posters llamativos, de esos que festonean las habitaciones de los adolescentes.

    Sin embargo, un piso más abajo, en un sótano gris de cemento pulido eran expuestos sin vigilancia miles de libros viejos. Fíjate que no se trataba de libros de uso, de segunda mano, que ya tuvieron su propia historia, sino de los nunca vendidos, libritos vírgenes, algunos de ellos con las páginas pegadas; parte de ese ejército de títulos que a nadie interesaron, por sosos, por demasiado intrincados o por falta de estrella, si bien tampoco fueron conducidos a la guillotina o al crematorio o a lo que sea que convierte el papel en pulpa.

    Ver lo suyo transformado en pasta, en pastica letrada, constituye la real pesadilla de casi todo escritor. «¿Tanto esfuerzo para esto?» Supongo que pasar del «lo siento, amigo, no vendes», al «tus ejemplares ya no están, María, fueron reciclados», tiene que ser duro, como arduo es que de madrugada tus fantasmas te susurren «Eres pulpa, Juan», antes de que te tires de la cama sobresaltado, sudoroso, tras haberte creído por mucho tiempo el cuento de que la realización y la trascendencia vienen con las ventas. ¡Imbécil!

    (Como hace diez años que no he regresado a aquella ciudad, busco y me dice San Google que la librería ya no existe; parece que la han mudado a otra esquina menos chula. Acorde a los tiempos que discurren, el establecimiento que la reemplazó lleva por nombre Book off Châtelet, con circunflejo en la letra «a», un sombrero que es, eso sí, un arrastre elegante del pasado. Pero nada de esto es importante, amigos, más allá de incentivar el sentimiento de pérdida y la ñoñería de la nostalgia.)

    La guillotine et l’imaginaire de la terreur, de Daniel Arass

    El tema es que acabo de leer, en Miami, ciudad brutal, un ejemplar de La guillotine et l’imaginaire de la terreur, de Daniel Arasse (Flammarion, 1987) que hice mío en Mona Lisait sin saber con qué objetivo. ¿Una vez más una treta del inconsciente?

    «Qué extraña sensación cuando se abre ese libro —remacha con una sonrisa el difunto Calasso—: la sospecha de haber anticipado, sin saberlo, la propia vida». Por eso prefiero pausar mis devaneos sobre cabezas cortadas, pulsiones juveniles y obsesiones varias para centrarme en mis apuntes sobre lo esbozado por este historiador.

    Uno: que la decapitación de Luis XVI, el 21 de enero de 1793 pasadas las diez de la mañana, otorga finalmente a la guillotina el pedigrí que la máquina laica necesitaba para trascender. Hasta el momento los sans-culottes se habían valido del hacha y hasta del cuchillo de carnicero para cortar cabezas, en una toma deliberada de la justicia.

    La guillotina no existía siquiera en julio de 1789, al menos no de la manera en que la vieron y vivieron, con el «más misterioso de los estremecimientos» —dice Víctor Hugo al inicio de Los miserables—, millones de franceses tres años después. La concepción de esta máquina a partir de la estructura del Halifax gibbet inglés y de la mannaia descrita en 1730 por el clérigo dominico Jean-Baptiste Labat en su libro Voyage en Espagne et en Italie fue aprobada por el propio rey que luego sucumbió impotente bajo su filo.

    Lo más interesante es que la guillotina fue el resultado de una búsqueda científico-técnica de una muerte más rápida para la víctima y menos angustiante para sus observadores. Una muerte menos cruenta, consecuencia de una justicia humanizada, como no se cansó de aclarar ante los asambleístas su defensor más vehemente, el Dr. Joseph Guillotin, al incluirla en su plan de reforma del sistema penal del Ancien Régime.

    Atrás quedaban la bota medieval, el caballete, la dislocación de los miembros, los alicates, el empleo del fuego, el vertimiento de aceite hirviendo o plomo fundido, el ahogamiento, la mutilación, el descuartizamiento. «Que la mort soit douce», había anticipado Marat en su Plan de législation criminelle, de 1777. Luego vino el diseño definitivo del Dr. Louis, secretario perpetuo de la Academia de cirugía —de aquí los nombres iniciales del artefacto: Louison, Louisette—, y los oficios de Tobias Schmidt, un fabricante de clavicémbalos alemán. Jamás la música, la ciencia y la muerte habían estado tan cerca.

    A mediados de abril de 1792 se realizaron algunas pruebas con cadáveres en el hospital de Bicêtre, y el 25 del mismo mes caía la primera cabeza viva en la plaza de la Grève: la de Nicolas Pelletier, condenado por robo con fuerza. Un pionero facharín y sin cabeza, que dirían en el Canal del Cerro.

    Como este truhan hubo muchos que subieron al patíbulo, estafadores, violadores, asesinos, pero no será hasta inicios de 1793, al caer la testa del rey, que se comienza a emplear a la guillotina de manera política. Un mes antes Robespierre se refería a «la necesidad de cimentar la libertad y la tranquilidad pública a través del castigo al tirano». Quedaba abolido ese lazo entre la Corona y lo divino, desaparecía el representante de lo sagrado en la Tierra, que había sido tratado y guillotinado como a cualquier otro, sin remilgos e incluso sin permitirle cumplir su último anhelo de dirigirse al pueblo.

    Para lamento de los moderados, se esfumaba la posibilidad de que cogiera cuerpo una monarquía constitucional. La Revolución comenzaba a emanar una mística propia, con sus mártires, sus traidores, sus símbolos, sus canciones, su intransigencia, su manera de impartir justicia y su «espada de la libertad», epíteto con el que el discurso oficial señalaba a la cuchilla.

    Así que el nuevo estado que pretendía acabar con las atrocidades y los suplicios del pasado, además de con el voluntarismo criminal y la ira secular de las masas, terminó colocando en un altar laico a una máquina destructora de conspiradores, de espías y de disidentes, un artefacto que provocaba en la gente atracción, pavor y repulsión. Pero también hastío, como ocurre con todo lo mecánico y lo humano que se vuelve repetitivo.

    Así lo indica Arasse: que con la implementación de este tipo de condena, la Revolución buscaba «la uniformidad nacional de las prácticas civiles o políticas», además de la demostración de sus progresos en materia social e intelectual. ¡¿Progreso?! La guillotina en PABEXPO o en EXPOCUBA. ¡Mostremos, pues, lo mejor de la nación!, como cuando en los años 70 del siglo pasado Fidel Castro llevaba orondo a los visitantes extranjeros a recorrer las calles de… Alamar.

    Y dos: que antes de que desapareciera de la vista pública en 1939 y su labor fuera recluida al patio de las prisiones, la máquina se vio rodeada por un teatro macabro compuesto por la procesión de una carreta abierta hasta la plaza —aquello podía durar hasta dos horas, según el historiador—, el ascenso al patíbulo de los condenados, el ritual eficaz de los ayudantes del verdugo, la caída de la cuchilla, la ostentación de la cabeza al público y al final el clamor inflamado de la plebe: ¡Vive la République!

    Sin este teatro no somos nada. Los gestores del show sabían que la decapitación apenas dura medio minuto; es tan rápida y efectiva que se malogra el espectáculo, como cuando pagamos caro por un cartel de boxeo y la mejor pelea acaba en el primer round.

    Por eso hay que regodearse en el resto. No fueron pocas las solicitudes para evitar la visión de un carricoche de leña paseando a los condenados. En la calle, unos se quejaban de que el cortejo tomaba siempre la misma ruta, otros pedían no desviar el trayecto para no sorprender a quienes habían optado por ignorar cuánto y cómo se mataba en la ciudad. Hubo incluso una tendencia entre ciertos políticos a querer retomar la muerte por fusilamiento, un procedimiento expedito, limpio, que se prestaba a la masificación; pero es que la idea era castigar y aleccionar, que el espectador viajara de la estupefacción al estremecimiento. Detrás de cada decapitación había un trabajo político de persuasión, de inoculación del miedo.

    Tan intenso se vuelve el lado teatral de la aplicación de la justicia, que en el cuarto número de Le Vieux cordelier, periódico que fustigó la deriva totalitaria del Comité de Salvación Pública dirigido por Robespierre, se decía que los habitués al espectáculo terminaban burlándose de los asiduos al teatro real, de los abonados a la ópera y a las tragedias, que no veían sino «un puñal de cartón» y actores que jugaban a la muerte. La realidad apabullando a su representación.

    Con estas palabras, Camille Desmoulins colocaba una piedra de peso en su propio camino a la guillotina: «No era el amor a la República lo que atraía todos los días a tanta gente a la plaza de la Revolución, sino la curiosidad, y el hecho de que la nueva obra solo podía ser representada una vez». Así, con la idea de satisfacer este regusto, en varias plazas se colocaron estrados para elevar la visión de los curiosos y hasta se vendían anteojos y catalejos para que ningún detalle dejara de ser captado.

    Entonces la respuesta era masiva: en Noventa y Tres, Víctor Hugo se refiere a Voullant, un diputado que no faltaba ni un día a las ejecuciones, en un ejercicio que llamaba «celebrar las misas rojas». Hilary Mantel relata en La sombra de la guillotina cómo el gentío empezaba a abuchear cuando el condenado era un inválido o un deforme al que resultaba complicado atar a las tablas. Entre esta plebe estaban las célebres tejedoras, ancianas que en muchos casos recibían dinero por acudir y que aprovechaban para confeccionar prendas de punto para los soldados. Dickens no se olvida de ellas en Historia de dos ciudades:

    «Se oye un golpe breve, y la cabeza es exhibida ante la multitud.

    —¡Una! —exclaman las mujeres que hacen punto, levantando la cabeza.

    Se oye otro golpe.

    —¡Dos! —cuentan las mujeres, sin dejar la labor».

    Y vuelvo a Arasse: llama la atención la figura del verdugo como elemento medular de ese teatro aleccionador de marionetas. Contrariamente a la imagen que venía emanando de siglos anteriores, al verdugo se le «despoja de toda singularidad», sobre todo durante el periodo jacobino. Es sobriedad lo que se le pide, que no resalte, que haga su trabajo y se retire a casa. Se trata de una neutralidad incomprensible para quienes no profesan el estilo de hacer política del momento, y esto viene aparejado a la desaparición de los conceptos de «Monsieur» y «Madame», y a la masificación de la dupla «Citoyen/citoyenne», entre otras medidas de lucha contra el individualismo. La Revolución está por encima de todo; nadie debería aprovecharse de ella para resaltar. ¿Te suena?

    Dice el historiador: «el verdugo moderno es monstruoso en la medida en que ejerce ese oficio con la neutralidad de un funcionario presto a servir a todos los regímenes para garantizar la continuidad de la administración». Por eso fue castigado en 1793 el ayudante que agarró la cabeza de Charlotte Corday, la levantó y la abofeteó delante de todos, según Rétif de la Bretonne. «¡El ejecutor no es quién para añadir ni un ápice a la sentencia!», leemos en Las Noches Revolucionarias.

    Ticket de compra fechado en 1989

    Aquí concluye mi lectura. Eso sí, sigo sin explicarme cómo fue a parar al interior de La guillotine et l’imaginaire de la terreur un recibo de compra, uno de estos tickets que brotan como una lengua sátira y cantarina de la caja contadora. Sobre todo cómo, si se trataba de un libro virgen —algo viejo pero virgen como franciscano que no ha hecho trampa carnal en su vida—, un libro amontonado en un espacio que lo tenía todo para parecer un crematorio.

    Cómo es posible que este libro impreso en 1987, comprado por mí mismo en 2004 y leído casi dos décadas después conservara entre sus páginas un recibo de 1989, ese año iniciático para tantas cosas. ¿Qué mano sinuosa de ideología jacobina lo habría colocado en ese recodo? ¿Pretendiendo qué? ¿Incrementar mis dudas? ¿Hacerme perder la cabeza?

    Lo acerco a mis ojos y leo «Revolu».

    ¿Revolu? ¿Qué cosa es Revolu?

    Aviso a curiosos, zarzueleros, husmeadores de ficciones e intrigantes, ¡que los hay!: esta es una historia alrededor de una obsesión, una fecha en el pasado, unos libros y el mapa de varias ciudades.

    Y nada… que «están pasando demasiadas cosas raras para que todo pueda seguir tan normal», como cantaba Charly García en uno de esos temas que, también en 1989, solía escuchar en Ciudad Libertad con Javier, un amigo chileno que poco después regresó a su país y se hizo sindicalista.

    ***

    BONUS TRACK: La tarde en que compré este libro en ese almacén que ya no existe, Esther, la joven que me acompañaba, dio indicios de aburrirse. Al menos eso me pareció: que con razón aquel sótano no era lo suyo. Por un rato la perdí de vista, pero cuando emergí y me acerqué al mostrador, vi que acababa de adquirir un álbum de Balthus, ese viejito perverso al que hoy muchos quieren llevar al patíbulo de las buenas intenciones.

    Todavía conservo su regalo con una marca secreta que se atrevió a estampar, una especie de breve petroglifo en una de sus páginas, justo en la curva seca que se encamina hacia la intimidad de la tripa.

    «Gracias, Esther, sé que nunca volveremos a vernos, pero gracias de todos modos».

    Es que hay que ser agradecido.

    (continuará…)

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    1 COMENTARIO

    1. Copio

      Como hace diez años que no he regresado a aquella ciudad, busco y me dice San Google que la librería ya no existe; parece que la han mudado a otra esquina

      Hoy regresé a París
      Crucé su niebla gris
      Y lo encontré cambiado
      Las lilas ya no están
      Ni suben al desván
      Moradas de pasión
      Soñando como ayer
      Rondé por mi taller
      Mas ya lo han derrumbado
      Y han puesto en su lugar
      Abajo un café-bar
      Y arriba una pensión

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