La belleza no es la meta de los deportes de competición, y sin embargo los deportes de élite son un vehículo perfecto para la expresión de la belleza humana.

David Foster Wallace

Acaba de cumplir treinta y tres años. En la segunda posesión del partido, finge descuidar su marca cerca del canasto que defiende y se lanza sobre el pase como una pantera. No han pasado cuatro segundos completos luego de esto y ya LeBron James cuelga del aro rival, luego de agarrar el alley-oop de José Calderón y así vaticinar lo que será el resto del encuentro para los Chicago Bulls, de visita en Cleveland una noche cualquiera de diciembre. Mientras la jugada se repite en mi laptop, la comunidad NBA deja correr otra temporada más ­‑parecieran mil‑ de odio al más virtuoso jugador de baloncesto en el mundo.

Sucede que LeBron es un insolente: se ha permitido trasladar al deporte lo que solo le era permitido a los mejores vinateros, o a unos pocos pintores, o a un sacerdote. Acaba de cumplir treinta y tres, pero está firmando su mejor temporada en los últimos cinco años. King James no parece muy dispuesto a claudicar en algún momento cercano, a ceder un solo milímetro de su trono, una vez asumido el sambenito encasquetado porque sí a su figura desde hace más de una década. Quizás es eso lo que no le perdonan los medios. Porque a James ‑en su momento el mayor villano del deporte‑ solo faltan por perdonarlo los noticieros y las revistas, justo ahora que parece no importarle.

Lo odiaron en su natal Akron, una ciudad solo unas millas más grande que la Presa Zaza a la cual los Estados Unidos, en su flamante arrogancia, habían olvidado por completo. Parece casi injusto que el prestigio ganado por los miles de hombres que talaron los bosques de castaños que colmaban la orilla norte del río Ohio, o los otros tantos que perdieron las manos cocinando la masa vegetal para crear “la capital del neumático”, lo haya borrado un muchacho jugando al baloncesto. Cuando apareció James, coronado ídolo deportivo nacional desde un pequeño gimnasio en la preparatoria St. Vincent-St. Mary, la pobreza le pesaba más a la ciudad que la intrascendencia. Siete años de completa devoción, millones de dólares donados a las escuelas públicas y fundaciones benéficas, y las primeras Finales en la historia de la franquicia, no bastaron para que los fans de los Cavaliers y demás ciudadanos de la fría Cleveland dejaran marchar en paz al hijo pródigo. Se sabe: se quemaron sus camisetas, se bajaron vallas publicitarias, su nombre fue demonizado.

Allá supieron, también, perdonarlo. Regresó, casi cuando se habían olvidado de él, asegurando que su periplo por el Sur de la Florida había sido un viaje físico y espiritual: un panorama francamente homérico. No había otra cosa en su cabeza todo ese tiempo que «regresar y llevar la alegría al noreste de Ohio». Pudo escoger el vértigo de Nueva York, el espectáculo de Los Ángeles o la tradición de Chicago, pero decidió volver a casa y rescató para su ciudad el trofeo Larry O´brien, dejando para siempre la estela de haber regresado de una muerte casi segura al remontar un 3-1 desfavorable en las Finales. Si alguna vez hubo fuego en las calles de Cleveland, fue borrado para siempre por el confeti de la celebración por el título.

De su estadía en Miami, los fanáticos no tienen mayores quejas, aunque supieron azotarlo en su momento. Pero disfrutaron tener a James pedaleando junto a su amigo Randy Mims en su Cannondale roja y negra por toda Brickell Avenue, o cruzando a toda velocidad Collins Bridge a bordo de un Ferrari. Los facinerosos “mayami” necesitan a cada tanto de estas excentricidades y recibieron además dos campeonatos y algunas de las más memorables actuaciones en playoffs, como aquel épico partido contra Boston en las Finales de Conferencia de 2012. Su etapa más triste, la caída en 2011 frente a Dallas Mavericks, trajo consigo también la pretemporada más rigurosa a la que James se ha enfrentado jamás. Volvió, casi como lo ha hecho este curso, compacto y enfocado como un samurái. Ganó y fue exonerado una vez más por los fanáticos. Últimamente, los habitantes de la playa se han quedado sin nadie a quien coronar –no ya odiar‑ por lo que no extrañaría si la emprenden nuevamente con James. Por lo pronto, lo vitorean cada vez que regresa al American Airlines Arena.

Pienso en todo esto ahora que odiar se ha vuelto tendencia. Los cándidos tiempos del Agnus Dei han pasado. Ya no se apedrea a un carnero en medio de la calle, sino que esperamos con la boca abierta a que los medios decidan quién es el próximo infeliz a quien desollar. Radiografiar el odio hacia LeBron es descubrir, en el concurso banal de un deporte, la misma materia prima que usan los extremistas: el odio de todos los hombres cabe en un cuerpo de 2. 05 metros y 250 libras. Pienso, y casi no me cabe en la cabeza, en cómo yo también le odiaba.

Hacía poco que yo había descubierto el baloncesto cuando James empezaba a despuntar como un enfant terrible en Cleveland. Lo hice a través de un hombre que nunca tuvo una palabra definitiva para el deporte, ni una alabanza ciega para otra cosa que no fueran sus fundamentos: el juego colectivo, el sacrificio y la astucia. Yo no era mucho más que un niño de nueve años, insolente y con espejuelos. Él, un jugador de rotación en el mejor equipo del país, cursando su último año de Licenciatura. Los recuerdos de la niñez suelen perder ‑a manos de cualquiera, un día cualquiera‑ su consistencia y color dentro de nuestra memoria. Aun así, prefiero creer que nos hicimos amigos, si tal cosa es posible.

Con él aprendí unas cuantas cosas, intrascendentes más allá del rectángulo que delimita una cancha: no cruzar las piernas al defender, jamás saltar para pasar, flexionar las rodillas al lanzar tiros libres. Pero supe de otras que, quizás sin él proponérselo, son perfectamente extrapolables a la vida, sea cual sea tu destino. «Nunca bajes la mirada y driblea fuerte el balón», me dijo, «porque si tú sabes a dónde vas el contrario nunca lo sabrá.» «Ten siempre listos los codos y no dudes en usarlos, ahí fuera cada vez que pises el terreno vienen a por ti. Nadie es más rápido que el balón, ni anota él solo más que un equipo, es así de simple. La única manera de anotar es fallando en la práctica.» «Aprende y domina los fundamentos,» me dijo hace casi quince años, «es lo único que la velocidad y la fuerza no pueden compensar. Confía en ti, si no lo haces tú primero, nadie lo hará.» Me dijo sin decirlo que fuese decidido y valiente, inteligente y humilde, sacrificado y optimista. Así era nuestra relación.

Analizábamos partidos que él, generosamente me traía grabados en casetes de VHS, porque mi avidez de saberlo todo al respecto superaba las revistas o los videojuegos. La primera (creo que fue la primera, quizá desvaríe) de esas noches y tardes en que buscaba movimientos y estrategias entre el universo NBA, la manera descarada en que un jovencito humilló al potente Michael Finley atrajo mi atención. Kobe Bryant ‑dorsal número ocho, 1.98 metros, afro y perilla, sudadera en el brazo izquierdo y zapatillas blancas‑ hizo bufar inútilmente a uno de los mejores jugadores en su posición de la Liga. Con la tranquilidad de un veterano, comprendería yo mucho después. El baloncesto era mi pasión, Kobe un ídolo.

Pero la alegría no duró mucho. Ante la evidencia de que no crecería lo necesario y por todas las tribulaciones de la adolescencia, abandoné el baloncesto organizado cuando se suponía que debía comenzar a convertirme en un futuro atleta. Hace poco descubrí que mi entrenador tenía mi edad actual cuando nos conocimos. No asombra el hecho de que yo no pueda enseñarle a nadie hoy ni siquiera la mitad de lo que aprendí con él. Pero sí me sorprende cómo nuestra relación no solo ha perdurado, sino que ha florecido en una amistad verdadera, entre dos hombres que no hablan nunca del pasado que los une.

Cuando, par de años después, curadas las heridas, hastiado de mi vida sin el baloncesto, volví a seguir con asiduidad la NBA, las cosas estaban más o menos como las había dejado. Con una ligera diferencia: estaba LeBron James, un magnífico semental de veintitantos, fuerte como un rinoceronte y ligero como un pájaro. Y venía proponiendo algo con lo que yo no comulgaba, acostumbrado como estaba a la Liga de Kobe, Allen Iverson, Tracy McGrdy, Vince Carter y otros tantos monumentos al juego individual y los falsos heroísmos. LeBron no quería medírsela con nadie, ni intentar ganar el juego él solo, a toda costa, cuando las cosas se ponían difíciles. Insensatamente, me dejé arrastrar por la mano de la internet y las publicaciones seriadas, enfrascadas en explotar todo lo posible aquel villano divino que acaparaba titulares con una intensidad no vista desde Michael Jordan. Olvidé por un tiempo todo lo que me había enseñado aquel hombre grande y gentil tantas tardes de mi niñez. Porque la infección del odio puede llegar hasta uno escondida detrás de empeños aparentemente ingenuos.

Como James no puede perdonarme personalmente, me gustaría que mi profesor tampoco lo hiciera nunca. A fin de cuentas, yo, como los hoscos habitantes de Ohio y la chusma de Miami, también he perdonado a LeBron sin necesidad alguna de hacerlo.

Los medios sí que no le perdonan nada a LeBron. Lo odian. Porque se negó y se niega a cumplir esa pauta establecida a mediados de los ochenta: el apócrifo triunfo del individuo sobre el equipo. Porque no quiere ser el juguete de mil y una empresas diferentes, cuando él y sus amigos de la infancia pueden hacerse cargo perfectamente del dinero que tanto le ha costado ganar. Para James no hay estrella mayor que ninguna constelación y ha desmentido ‑con severos actos‑ todo lo que de él se ha dicho.

Se le acusa de mal compañero, porque relegó a Wade a un segundo plano en los Miami Heat y recién el prometedor Kyrie Irving se marchó de su lado. En verdad, no existe un mejor compañero. Las métricas de SecondSpectrum reflejan que el promedio de eficiencia que debe tener un jugador que recibe un pase de LeBron, atendiendo a variables como la zona del tiro y la locación del defensor, es de un 55%. O sea que, cuando alguien recibe un pase suyo, luego de que él se ha estrellado contra un muro de defensas, prácticamente tiene la mitad del trabajo hecho. Kevin Ollie, jugador intrascendente donde los haya, fue su compañero de equipo cuando James era un novato. Al momento de su retiro, Ollie había pasado por 13 franquicias de la NBA. En un cariñosísimo tweet, @KingJames lo recordó «siempre sonriente con su dorsal número 12», algo que quizás el propio Ollie había olvidado.

Se le rebajan sus méritos, atendiendo a su físico irrepetible. Pero en realidad LeBron James trabaja mucho más en su cuerpo y su juego que la mayoría de los atletas de la Liga. A lo largo de su carrera, ha mejorado su habilidad en el poste, los tiros libres, los triples, el drible… con la humildad de aquel niño que creció sin padre en las calles de Akron, Ohio.

LeBron está dispuesto a morir demostrando que su linaje es otro distinto al que los medios quieren enfrascarlo. Que confía en los verdaderos fundamentos de este juego que –recordemos‑ se parecen mucho a los de una vida cualquiera: el individuo dentro del grupo, el sacrificio como soporte del talento, la humildad como sostén del orgullo. Enseñar a toda una generación de seres humanos a odiar a una persona así, es menos un acto de extrema vileza que de profunda necedad.

Sin pregonar grandes resultados, pero sin lamentar pérdidas, yo he templado mi propio carácter a través del baloncesto y, sin proponérmelo, de la carrera de LeBron James. De hecho, ahora mismo quizá no haya un atleta con el cual me identifique más. Él, un activista por los derechos de los negros, yo el hijo de un matrimonio interracial. Él, un chico de barrio que conoció el baloncesto a los nueve, yo otro tanto muchas millas más al sur. Él un apasionado total del juego.

Yo, aunque ya no juego casi, a veces le hago un crossover a un sillón de la sala, lanzo un improbable triple a una canasta inexistente, dribleo un balón invisible dos, tres veces, entre las piernas, detrás de la espalda, y veo un precioso aro rojo donde solo hay una ventana de madera. Y cada vez que puedo, me llevo las manos a la cabeza cuando LeBron James, ese Cordero de Dios, se cuelga de la canasta una noche cualquiera.

5 Comentarios

  1. Buena columna, lo describe realista tanto para los q le conocen como para los q no entienden nada de basketball. Quizás pueda con esto ganar algunos fans más.!!!

  2. Buen artículo, pero LeBron no es mal compañero porque de malos pases o no los de, parece ser mal compañero porque se siente por encima de los demás, y no se gana al equipo; y por eso la gente deja de estar a su lado. Otros en cambio hacían que sus compañeros quisieran jugar con ellos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo no será publicada. Todos los campos son obligatorios.