El comandante de la Revolución cubana Guillermo Jiménez Soler falleció el pasado 8 de mayo en La Habana, ciudad donde había nacido en agosto de 1936. «Jimenito», como era conocido en Cuba, fue uno de los principales líderes del Directorio Revolucionario en los años de la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista. Siendo estudiante de Derecho de la Universidad de La Habana, fue fundador de aquella organización, miembro de su Ejecutivo Nacional desde abril de 1957 y uno de los creadores del frente guerrillero del Escambray en 1958.
De acuerdo con un artículo de Faure Chomón, «La expedición de Nuevitas y el Frente Guerrillero del Escambray» (Granma, 8/ 2/ 2008), luego del asalto al Palacio Presidencial del 13 de marzo de 1957, Jiménez fue designado por Fructuoso Rodríguez y el propio Chomón para viajar a Las Villas y Camagüey e iniciar los preparativos de una expedición desde Estados Unidos que aportaría las armas y los hombres del núcleo básico del alzamiento guerrillero en El Escambray.
En el temprano libro Rumbo a Escambray (1960) de Enrique Rodríguez Loeches, aparece Jiménez, junto a Eloy Gutiérrez Menoyo, Jorge Robreño, Héctor Terry y July Fernández Cossío, como uno de los líderes del Directorio más activos en La Habana después del asalto a Palacio y la masacre de Humboldt 7. También se ve a Jiménez haciendo prácticas de tiro, junto a Raúl Díaz Argüelles, en Racoon Cay, Bahamas, o a bordo del yate Scapade, antes del desembarco en la playa de Santa Rita, Nuevitas, el 8 de febrero de 1958.
Tras un año de insurrección en El Escambray, Jiménez se incorpora al gobierno revolucionario como Comandante del Ejército Rebelde y director del periódico Combate, junto a su compañero Julio García Oliveras. Un comandante de 23 años que, como otros en la misma organización o en el Movimiento 26 de Julio, cargaba el peso del duelo por la muerte de sus compañeros de armas. Los mártires del asalto a Palacio y, sobre todo, los de Humboldt 7, delatados a los órganos represivos de Batista, eran para Jiménez, Chomón y otros miembros del Directorio, una cuenta pendiente.
Como sugiere Newton Briones Montoto en «Víctima» o culpable (2015), la de los cuatro jóvenes de Humboldt 7 no fue la única delación en la lucha insurreccional cubana; pero fue tal vez la de mayor resonancia pública debido al arresto en enero de 1961 de Marcos Rodríguez (Marquitos), miembro de la Juventud Socialista y protegido de Joaquín Ordoqui, Edith García Buchaca y otras figuras de la cúpula del Partido Socialista Popular (PSP), y debido al proceso judicial de marzo de 1964, que culminó con su fusilamiento en La Cabaña. Guillermo Jiménez confirmó al escritor español Miguel Barroso, en Un asunto sensible (2009), que fue él quien coordinó la pesquisa, entre 1959 y 1960, que condujo a la detención de Marquitos en Praga.
El testimonio incómodo
Aquel juicio se produjo en un momento especialmente tenso de la historia política cubana. El máximo liderazgo del país había decidido avanzar hacia una alianza estratégica con la URSS y una inserción de la isla en el campo socialista, en medio de la Guerra Fría. Eso implicaba la adopción del marxismo-leninismo como ideología de Estado, la estatalización de la economía y la sociedad, y la creación de un partido único. La premisa para lograr el respaldo de las tres grandes organizaciones (Movimiento 26 de Julio, Directorio Revolucionario, Partido Socialista Popular) fue la lealtad a Fidel Castro como eje de la unidad interna.
La creación del partido único, entre las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI) y el Partido comunista de Cuba (PCC), no destruyó totalmente el espíritu de cuerpo de cada organización. Los recelos no eran pocos: entre el Llano y la Sierra por el lugar de sus miembros en la jefatura del nuevo Estado o por el relato oficial de la Revolución; entre el PSP y el M-26-7 por el marxismo-leninismo como doctrina oficial; entre el Directorio y el PSP por el papel de cada uno en la lucha contra Batista. El juicio a Marquitos fue el espectáculo catalizador de aquello que, desde marzo de 1962, cuando las denuncias contra el monopolio de Aníbal Escalante sobre las ORI, se denominó «sectarismo».
Los fiscales, los testigos y el propio acusado debían interpretar un papel previamente asignado. En octubre de 1963, cuatro meses antes del juicio, el presidente Osvaldo Dorticós interrogó a Marquitos en presencia de Ramiro Valdés, ministro del Interior, y de Joaquín Ordoqui, Edith García Buchaca, Blas Roca y Faure Chomón. Allí Marquitos negó que hubiera confesado su delación a García Buchaca en México, como había asegurado desde la cárcel en una carta a Ordoqui que llegó a manos del Directorio. En el juicio de marzo del 64, sin embargo, Marquitos volvió a su testimonio inicial, y Faure Chomón leyó la carta a Ordoqui.
Las intervenciones de casi todos los miembros del Directorio en el juicio (Faure Chomón, Julio García Oliveras, Guillermo Jiménez, José Assef…) tienen en común el reclamo de justicia y la negación de «negligencia» en el proceso, pero se diferencian en énfasis decisivos. El testimonio de Jiménez es el más explícito sobre las dos gestiones del Directorio para detener a Marquitos: la que hicieron la viuda de Fructuoso Rodríguez, Marta Jiménez, y Julio García Oliveras ante Camilo Cienfuegos en 1959, y la que hicieron él mismo y otro comandante del Directorio, Alberto Mora, ante Carlos Rafael Rodríguez y Joaquín Ordoqui.
De ese testimonio se derivan, por lo menos, tres argumentos incómodos para la construcción de la nueva hegemonía política en Cuba: Marquitos espiaba al Directorio y compartía la información con miembros de la Juventud Socialista y el PSP; lo hacía por prejuicios «ideológicos» hacia las ideas y los métodos de lucha de esa organización; tanto Joaquín Ordoqui como Carlos Rafael Rodríguez se negaban a aceptar que Marquitos fuera el delator de los cuatro de Humboldt 7.
Aquel testimonio decidió la carrera política del comandante Jiménez dentro de la Revolución. Marta Jiménez resume el castigo en el citado libro de Barroso: «Jimenito fue el que más pagó por aquel juicio. Era comandante de la Seguridad y lo mandaron a una fábrica de betún quince años. Luego lo jubilaron». En la biografía de Jiménez, que aparece en la página electrónica de la nueva Sociedad Económica de Amigos del País, se dice que el comandante revolucionario administró dos fábricas, una en la Empresa de Muebles y Envases y otra en la Empresa de Jabonería y Perfumería, y que se jubiló en 1990.
No fue Jiménez, ciertamente, el mayor damnificado de aquel proceso: Marcos Rodríguez fue fusilado, Jorge Valls purgó veinte años de cárcel y luego vivió otros treinta en el exilio, Ordoqui murió en reclusión domiciliaria y acusado de «agente de la CIA», cargo que, públicamente, el gobierno cubano no le ha retirado a pesar de tantas evidencias en contra. En Jiménez, aquella experiencia de la Historia liberó una vocación de historiador que se cumple en un par de volúmenes de consulta obligada para los investigadores del pasado cubano en el siglo XXI.
A diferencia de otros miembros del Directorio como René Anillo, Julio García Oliveras o Juan Nuiry, que consagraron libros a la memoria de su propia organización, Jiménez decidió enfocarse en el problema central que plantea el siglo XX a la historiografía cubana. A saber, cuál era el grado de desarrollo económico de la isla hacia 1959 y cuál fue el papel de las diversas clases sociales del país en la gran transformación que se inició aquel año.
Una historia del capitalismo
El proyecto historiográfico al que dedicó las últimas décadas de su vida consistió en una radiografía del capitalismo y los capitalistas cubanos a la altura de 1958. Primero hizo el trabajo de archivo: logró identificar las principales empresas del país y los máximos propietarios de la riqueza nacional. Resultado de aquella investigación fueron los libros Las empresas en Cuba. 1958 (2004) y Los propietarios de Cuba. 1958 (2007). Los dos, publicados por Ciencias Sociales en La Habana, aunque el primero también contó con edición en Universal, Miami, la impresora clásica del exilio cubano, encabezada por un miembro del otro Directorio en esa ciudad, Juan Manuel Salvat.
Como historiador, Jimenito procedió con extrema precaución analítica. No propuso narrativas o interpretaciones, ni aventuró hipótesis: sólo ofreció datos. Aquella contención discursiva se expone en las «Palabras al lector» del segundo volumen, cuando asegura que sus libros «han sido preservados de prejuicios ideológicos, de subjetivismos involuntarios del autor o de cualquier juicio hermenéutico, provenientes de otros. Están desnudas de calificaciones éticas, de academicismos, de verdades reveladas e inconclusas, de adjetivos doctrinarios y de enjuiciamientos personales».
Pero el proyecto investigativo, presentado en términos ingenuamente positivistas, no carecía de tesis. Lo que arrojaba era que de unas mil 384 empresas solo 58 pertenecían al sector agrícola y ganadero, y unas 135 a la rama azucarera. En 1958 había en Cuba 324 empresas de comercio, 295 industrias o fábricas de productos básicos para el consumo interno, 63 de transporte, 59 bancarias, 53 de prensa y publicidad, 53 inmobiliarias, 41 de seguros… De los 551 propietarios inventariados por Jimenito, solo 101 eran extranjeros y de estos la mayoría, 65 para ser exactos, españoles. Únicamente aparecían 24 empresarios norteamericanos en aquellos índices. En la primera categoría de propietarios, la de mayor poder económico en la isla para 1958, el historiador incluyó 40, casi todos cubanos. El estudio sobre las empresas también registraba múltiples negocios de capital medio, mayoritariamente cubano.
Lo que se derivaba de aquellas investigaciones es que —contra el relato histórico oficial de que en Cuba no existió una verdadera burguesía nacional, sino una oligarquía latifundista dependiente del capital norteamericano—, las élites económicas republicanas eran fundamentalmente urbanas, nacionales y muy diferenciadas en términos de ingresos. En ausencia de esa burguesía nacional, según la documentación del Partido y el Estado y de no pocos historiadores profesionales, había surgido un «pueblo-nación» que llevó el país a su destino: el Socialismo.
Dado que la República no era tal, y que la nación no era ni soberana ni próspera, se había producido una Revolución de los «humildes», es decir, de los sectores sociales de menor ingreso. Esa idea rígidamente clasista o populista de la Revolución, que poco tiene que ver con la teorización de la burguesía y la pequeña burguesía de Marx y el marxismo crítico, es la que han sostenido no solo la literatura programática del gobierno y los medios de comunicación sino una amplia zona del sector académico cubano. Los libros de Guillermo Jiménez se colocan en otra perspectiva, que podría vincularse al revisionismo marxista de Robin Blackburn, Vania Bambirra y Marcos Winocur. Estos tres autores destacaron la heterogeneidad de la burguesía cubana y el papel de las clases medias en la lucha contra Batista.
Dice algo sobre esto Oscar Zanetti, quien prologó los dos libros de Jiménez, al inscribirlos en la línea desarrollada por María Antonia Marqués Dolz, en sus estudios sobre las «industrias menores» en la Cuba republicana. Pero fuerza el argumento al emparentar las tesis de Jiménez con los libros de Oscar Pino Santos, quien sostenía exactamente lo contrario, es decir, que en Cuba la pequeña y la gran burguesía estaban tan «penetradas» por el imperialismo que no fueron —o dejaron de ser— nacionalistas. Ese clasismo obtuso, mimado por la historiografía soviética, facilitó la legitimación del control estatal sobre la economía y la sociedad cubanas desde 1968.
Si como dirigente revolucionario Guillermo Jiménez desafió el rígido código de lealtad entre las élites, que se impuso luego de 1959, como historiador marxista no suscribió los clichés de una narrativa histórica excluyente, que todavía controla los medios de comunicación y las instituciones educativas y culturales cubanas. Esa resistencia, ejercida desde dentro de la isla y en afinidad con los valores originarios de una Revolución por la que arriesgó su vida, explica la poca resonancia de la muerte de este comandante e historiador en la prensa de la isla.
Gracias por este artículo; muy interesante. Este tipo de información ayuda a desmentir la postura oficial del régimen de que la Cuba de los 50’s era una república bananera más y no un país de tremendas desigualdades, pero con una clase empresarial nativa exitosa. Esa gente plantó bandera al principio del exilio en Miami, Puerto Rico, Venezuela, México; tanto así que decir «un cubano» era sinónimo de trabajo y prosperidad. Saludos.
la macabra ironia es que el objetivo de la revolucion cubana era el de derrocar a un tirano, y lo que hicieron fue reemplazarlo con otro peor,megalomaniaco,narcisista,egocentrista,destructor,demagogo,violento,vengativo,bajo,una caricatura satanica.Como si la peor maldicion de un cuento de hadas hubiera saltado de los libros a la realidad ,y aterrizado en cuba.Sin parpadear un segundo los destruyo todo y a todo,un hombre al que solo un mundo ya maldito ,le pudo haber dado cabida.
[…] Jiménez concibió una obra historiográfica muy singular, a la vez que extraordinaria, que tuvo en su centro de análisis la burguesía cubana. A raíz de la muerte de Jiménez (8 de mayo de 2020) aparecieron varias reseñas sobre la calidad y perfil de su trabajo intelectual, entre ellas de la Academia de la Historia de Cuba, de la filósofa María del Pilar Díaz Castañón y del historiador Rafael Rojas. […]
Y el tercer juicio?
Jimenito, Inteligente, brillante, honesto, valiente, siempre defendió lo que hay que defender, la Resolution Cubana y la historia de Cuba, por ellos arriesgó su vida, les sirvió con honor y vivirá para siempre en el corazón de nuestro pueblo.
Tuve el privilegio y el gusto de trabajar con él en la DGI durante los días gloriosos y tristes de la Crisis de Octubre como los describiría el Che.