Si miro atrás lo veo como un templo romano, incólume. Todavía hay gente que lo visita para tomarse fotografías. Pero sus fuentes permanecen secas; la cerca que lo rodea está destruida. Es como si le hubieran arrebatado parte de su belleza. En la memoria, su imagen es diferente.
El Monumento[1] es un mirador. Desde allá arriba se puede observar toda la calle G o Avenida de los Presidentes. Incluso se ve el mar a lo lejos.
Fue un espacio de ensoñación, donde nos escondíamos y jugábamos, liberados de nuestros padres. Los niños de los setenta vivíamos en una nube, inmersos en la fantasía y en los juegos. Nunca conocimos su historia, ni cómo alguien quiso destruirlo.

Allí papi nos hizo montones de fotos. Íbamos casi todos los fines de semana. Aunque no era fácil convencer a mi hermana porque a ella no le gustaba posar. Había que sobornarla con algún cuento o golosina. En cambio, yo lo hacía naturalmente. Ahora tengo horror a ponerme delante de una cámara.




Al encanto y la utilidad de una cámara profesional nadie puede sustraerse. Él la había comprado en Alemania, luego de una gira por los países socialistas. Fue un premio por ser un trabajador vanguardia. Fundador del INIT (Instituto Nacional de la Industria Turística), mi padre aprendió diversos oficios: mensajero, retocador de imagen, linotipista; se hizo ducho en el manejo de cada máquina de la imprenta. Por último, fue administrador.



Nunca usó rollos a color, solo blanco y negro. Poseía un sentido extraordinario para atrapar la esencia de alguien o de algo. Hablaba de la luz como de un milagro, de las mejores horas para capturar las imágenes: cuando su halo irrumpe, y cuando se está yendo. Amanecer, atardecer. Sentido de vida y expiración.
La cámara se hallaba guardada en casa, y yo la tomaba secretamente. La ponía en modo automático y me colocaba frente a ella en poses raras. Aunque jamás quedó grabado mi reflejo. Los rollos estaban a buen resguardo.
En el Monumento, castillo-imperdible, acontecieron eventos importantes. Incursioné en el guion de cine; eran adaptaciones muy personales donde reescribía tramas, agregaba escenas y diálogos.
A veces improvisaba oralmente. Tirados en el piso, los muchachos del barrio me escuchaban en silencio. Sabía cómo entretenerlos. Casi todos cursábamos la primaria; recuerdo que algunos estábamos ya en sexto grado.
Así empezó mi adicción al cine; mi casa era una de las pocas con televisor. Una tarde les conté Teach me. La actriz Sandy Dennis enseñaba inglés en una high school, y se enfrentaba a estudiantes indisciplinados. Pero mi versión incluía escenas calientes en un aula. Más tarde, como forajidos, dos chicos se escapaban de Nueva York para vivir en pueblo rural.

Entre aquellas columnas y cuerpos estáticos, tuve mis primeras citas. Las primeras masturbaciones, con dedos suaves, sin callos, libres de responsabilidades; dedos de adolescente. Aquellos chicos que pedían más, con modos violentos o persuasivos, y que en la urgencia de su sangre intentaban abrir botones y cremalleras…
Gasté allí muchas madrugadas con amigos; hubo locuras, porros y rock and roll. Éramos gente bonita, gente que se quería. Aún aparece en mi retablo aquel flaco pelilargo de ojos azules con quien podía levitar. Y luego la caída durante el orgasmo.
Darío era un pintor de Arte Calle, un movimiento artístico contestatario que presentaba obras y performancesen calles y parques. Lo conocí una noche en 1987, después que la policía sofocara el evento. Entonces los transeúntes y algunos de los artistas nos refugiamos en la Casa del Té, en 23 y G.
Como los personajes de una novela de Anaïs Nin, hacíamos el amor, entre vinos y literatura, en lugares solitarios. Los relojes no existían. Si aquellas estatuas pudieran hablar, contarían nuestra pasión desaforada. Nos decían «los trasnochados», porque nos acostábamos al amanecer.
Los amores truncos son los mejores, porque son irrepetibles. De esos hablan los libros. La única herencia de aquella relación fue La primavera, una explosión de colores: aquel cuadro que perdí cuando me mudé para Miramar. Darío emigró a Suecia. ¿Estará vivo, seguirá pintando?

En esas páginas que no se queman también Carlos encuentra asidero. Alguien muy querido; me ayudó en los momentos más duros. Cuando realmente supe lo que es pasar hambre. Es muy difícil recordarnos compartiendo algo que nos gustara a los dos. Teníamos pocas afinidades; ni siquiera escuchábamos la misma música. Tampoco hablábamos sobre arte o literatura. Pero nos queríamos.
Este muchacho amable, cocinero en la beca de Medicina, en la primera etapa del Periodo Especial (Infernal), lleno de apagones y penurias, cuando en casa la cosa estaba en cero, me conseguía pollos enteros y paquetes de arroz. Trataba de aliviarnos, sin pedir nada a cambio. Y no solo a mi familia; también dio alimentos, e incluso dinero, a una madre soltera y su hijo que vivían en un solar cercano.
Un jueves 23 marzo (mi cumpleaños), me dijo: «Dejo este país antes que se ponga peor. Me voy a tirar el sábado con unos socios. Ya tenemos todo preparado».
Ellos vivieron su ilusión sin miedo. Armaron la balsa en el parque Mariana Grajales. Eran cuatro jóvenes. Y quedó ese estertor sobre la hierba, en la respiración de la gente que los miraba.

Luego supe por su hermano que no llegó a costas de la Florida. El mar resultó ser un Goliat demasiado feroz que lo venció irremediablemente.
Con Carlos tuve sexo en el Monumento. No sé si por lástima, o por hacerle un regalo de despedida.
[1] S trata del Monumento al Mayor General José Miguel Gómez, veterano de las guerras independentistas del siglo XIX y segundo presidente de la República de Cuba. Erigido en 1936 y situado en el punto más alto de la Avenida de los Presidentes, en El Vedado, La Habana. [Nota del Editor].