–Dybala es el tipo –le dice Jordan a Daniel, su compañero de negocios, justo antes de que un chiflido lo interrumpa.
Se pone de pie de un salto y busca con la mirada. A media cuadra, un hombre lo espera en una moto eléctrica recién parqueada en una de las esquinas del Parque Coyula, ubicado en las calles 19 y 30, municipio Playa, La Habana. Jordan va hacia él, no sin sigilo. Luego ocurre un canje. Rápido, sin palabras.
Con tres CUC en el bolsillo, Jordan vuelve a lo suyo. Hace dos años, desde que el gobierno instalara en el parque Coyula una zona wifi, Jordan comenzó a revender tarjetas de conexión Nauta, a sabiendas del riesgo que implica tal ilegalidad. Su rutina arranca en la glorieta, junto a Daniel, quien se encarga del negocio cuando por alguna razón él no está.
Cuando no vende, se entretiene conversando, sobre todo de fútbol. Es un fanático declarado del Barcelona y lo evidencia el escudo culé que lleva tatuado en su brazo izquierdo. Su cuerpo es muy delgado, casi anoréxico. Su pelo decolorado, amarillo chillón. Rubio falso. Falso es, también, su nombre.
–Nada de nombres ni fotos –dice–. El Estado está en contra de los muchachos que vendemos tarjetas. A veces la policía viene así, vestida de civil, y montan un operativo. Te dicen que quieren comprar tarjetas y se te tiran. Por eso es que tenemos que vender y recibir el dinero por detrás de las matas, esconder las manos. Hay que hacerse el loco. Vaya, como si lo que estuviésemos vendiendo fuese marihuana –sonríe.
Jordan vende, por lo general, cupones de recarga Nauta que abonan una hora de conexión a Internet y valen 1 CUC de manera legal. Esto, sin embargo, supone ir a las atestadas unidades comerciales de ETECSA, las cuales cierran durante la noche y, además, suelen quedar bastante lejos de las zonas de conexión. Los revendedores, por su parte, garantizan cercanía e inmediatez por 1 CUC más. Esa es su ganancia. No obstante, en este negocio también existen pérdidas.

Foto: Marita Pérez Díaz
La reventa de tarjetas Nautas es considerada una actividad económica ilícita, y como tal es condenada según el artículo 228 del vigente Código Penal cubano. La policía, por tanto, hace su trabajo. Patrulla con frecuencia el parque Coyula, siempre a la caza de gente como Jordan.
–Todo el que está en este negocio ha bajado para la estación unas cuantas veces. El que diga que no, te dice mentiras. Incluso, se han llevado a gente que no vende ni está en nada. Yo los he visto. Llegan, te ven un poco sospechoso y ¡te vas! Y es la palabra de ellos contra la de la policía. Estés vendiendo o no, tengas o no tengas tarjetas arriba, si les pareces sospechoso te montan en la patrulla y tienes que pagar 1500 pesos de multa. ¡Ah! Y te vas con una carta de advertencia.
Cuatro veces lo han detenido y cuatro veces ha pagado Jordan ese dinero, pero ya la experiencia lo ha dotado de un sexto sentido para diferenciar a un agente encubierto de un ciudadano común. Por lo general, quienes le compran ya lo conocen y él los conoce a ellos. Son una suerte de clientes fijos. A los desconocidos los vigila con el rabillo del ojo desde que llegan al parque.
–Si parece sospechoso, o no lo he visto nunca, me hago el loco y le digo que si quiere tarjetas que pregunte por ahí. Yo siempre estoy por aquí y lo sé todo. Quiénes vienen, a la hora que vienen y a la hora que se van –cuenta Jordan, sentado en la glorieta.
En caso de que aparezca de repente una patrulla, Jordan tiene un plan y un cómplice, o mejor, una coartada. Todas las tardes Rey, su sobrino de cinco años, va al parque a jugar con su pelota mientras Jordan trabaja. Si la policía se acerca, se aleja de la glorieta y simula jugar fútbol con el chiquillo. Una vez siente que pasó el peligro, abandona el balón y vuelve a lo suyo.
Ya es tarde y casi anochece. Es hora de tomar un descanso y de que Rey vuelva a casa. Después de tanto rato, a Jordan le ha empezado a rugir el estómago. Daniel, por lo pronto, asume el mando, pero a la media hora ya Jordan está de vuelta. Vive a pocas cuadras, así que tuvo tiempo de comer y bañarse. Sentado en los escalones de la glorieta, conversa con su compañero y vende tarjetas al menos hasta las dos de la mañana, cuando la conexión a Internet es mucho más rápida. Para entonces se convierte en un usuario más. Hoy, especialmente, le urge. Hace dos días que no revisa Facebook.
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El parque Coyula, ubicado en el municipio Playa, es una de las 93 zonas públicas en las que el ETECSA ha colocado antenas Wifi para la población. Diariamente, cientos de miles de personas visitan estos lugares para acceder a Internet mediante las cuentas Nauta. Desde el 19 de diciembre del 2016, el precio de la conexión bajó notablemente respecto al que ostentaba con anterioridad.
En el 2015 una hora de navegación costaba 4 CUC (más del 15% del salario mensual promedio) y ahora cuesta 1 CUC (cerca del 4% del salario mensual promedio). Aún así, el alto precio y la baja calidad de la conexión siguen siendo incompatibles con los estándares internacionales tanto como con los bolsillos de los ciudadanos. El gran monopolio de ETECSA, dueño de las telecomunicaciones en Cuba, ha sabido convertir necesidades básicas como la telefonía móvil y el acceso a Internet en una inagotable mina de oro. Sin embargo, aquí, en el parque, la gente se ve feliz, o al menos conforme.
A mi lado, sentada en un banco, una mujer carga sobre sus muslos a una pequeña mientras conversa con algún familiar suyo en el extranjero a través de la aplicación IMO. Antes de terminar la videollamada, coloca su celular a la altura del rostro de la niña mientras le pide cariñosamente que diga “adiós” con las manitas y que “tire besitos a tío”. Justo frente a nosotros, una madre y su hijo adolescente pegan sus caras, mejilla con mejilla, para salir ambos en la pantalla del móvil.
–Oye, en Miami hay una pila de tiendas donde hacen rebajas. Busca ropa barata, y que sea de marca. Que no se te olvide. ¡Barata y de marca! No me digas que no hay, que todo el que va allá me dice que ahí hay de todo. Lo que hay que saber es buscar –dice la mujer.
El parque es un enjambre de zumbidos leves, un coro desafinado que repite una y otra vez: “¿Fulano, tú me oyes? Porque yo te estoy oyendo entrecortado. Voy a colgar para llamarte de nuevo, a ver si esto mejora.” O también: “¿Para dónde tú estás apuntando la cámara esa? Ponla en tu cara, que lo estoy viendo es la lámpara de techo”.
La vida de todos queda al descubierto. No hay intimidad, solo historias lanzadas al aire, todas prestas a ser escuchadas por cualquier extraño. Cuando la gente se conecta, la realidad fuera de las pantallas de sus celulares les es completamente ajena. La atmósfera se carga siempre de los mismos diálogos, un perenne murmullo de “Hola”, “Cuándo vienes”, “Compra esto”, “Mándame aquello”, “Te extraño”.
Del otro lado de las pantallas están los padres, los hijos, los amigos, los novios, todos aquellos que, antes de la tardía irrupción de Internet en Cuba, no parecían estar en otro país sino en un planeta alejado de nuestra galaxia.
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Foto: Marita Pérez Díaz
Aunque a Isabela le aburran las redes sociales siempre acompaña a Yamira, su amiga y compañera de clases en la Facultad de Medicina, quien sí viene a conectarse. Mientras una navega por Instagram, “detrás de los artistas y la farándula de las pasarelas”, la otra aprovecha para pasear y lucir su ropa. Hoy ha venido con una pamela, gafas oscuras, tacones y un vestido que tapa menos de lo que enseña.
Isabela, como otros tantos jóvenes, ve en el parque una salida más. Existe, entre los adolescentes, una expresión para esto: “Salir a la wifi”. Ir al parque Coyula vendría a ser para algunos muchachos el equivalente a visitar un bar o entrar al concierto del reguetonero popular de turno, solo que gratis. Durante la noche andan en grupos por los rincones, con sus bocinas bluetooth al máximo de volumen, compitiendo unas con otras. Todos visten sus mejores ropas, sus atuendos de marca, aun cuando la mayoría vive a pocas cuadras del parque Nauta en cuestión y pudieran llegarse en short y chancletas.
–Una salida es una salida. Y hay que lucir bien –me explica Isabela, mientras se acomoda las gafas.
En este ecosistema de césped, pavimento, usuarios y celulares, los adolescentes no son necesariamente mayoría. Gente de todas las edades vienen aquí, gente que nació con una consola de videojuegos en la mano y gente que, ya en plena adultez, si le hubiesen hablado de Internet solo atinarían a pensar en material para una novela de ciencia ficción.
Quienes sobrepasan los cincuenta años suelen venir a conectarse con buena parte de la familia. En cuanto llegan, buscan un sitio medianamente cómodo, es decir, un banco, los escalones de la glorieta y, si no hay espacio, la yerba bajo la sombra de un árbol. En verano más vale evitar el sol.
La familia, después de ubicarse, tras una magistral escena de contorsión donde todos se apretujan y se vuelven una masa homogénea, alguien desenfunda el móvil y el resto estira el cuello y se acomoda, buscando para sí un pedazo de pantalla. Cada uno exige su momento para hablar. A veces se disputan. Es, en cierta medida, un espectáculo tragicómico.
–Hola-mi- amoor. ¿Có-mo es-tar tú? –conversa por IMO un joven, justo a mis espaldas. Está lo suficientemente cerca. Puedo ver y escuchar a la persona con quien habla. Una muchacha, presumiblemente extranjera, chamusca el español, aunque no tanto como él. A pesar de que, advierto, él es cubano.
–Sí. Aquí-en Cuba-vimos-también pelea. Yo MacGregor. Es-mi-favorito… Todo-ok-bien-aquí todo-perfecto –continúa.

Foto: Marita Pérez Díaz
Además de quienes creen que la conjugación piel roja es una especie de lengua universal capaz de romper las barreras idiomáticas, hay varios extranjeros conectados en la wifi. Como en una Torre de Babel insular, todos los dialectos se confunden en el ambiente. Unos hablan inglés, portugués, algunos árabe y otros, como Cecilia, chino.
En verdad, su nombre no es Cecilia, pero sus profesores de español de la Universidad de la Habana la bautizaron así para que los cubanos pudieran nombrarla sin que la lengua se les trabara. Cecilia acude al parque cuando se agota la cuota de Internet que le garantiza la Universidad, lo cual no tarda en suceder.
–El Internet aquí es más o menos –dice–, pero siempre mejor que en la Universidad. Yo traigo a mis amigos porque ellos no saben nada de Cuba, y me preguntan y yo les digo cómo es. Yo soy vieja aquí. Llevo ya dos años en Cuba.
Cecilia funde de traductora para sus coterráneos, la mayoría sin la más mínima noción del castellano, y también les explica la lógica del lugar: los revendedores, la velocidad de conexión, los precios, los mejores horarios.
–La primera vez que me conecté aquí lo sentí todo muy lento y dije: “¡Qué es esto!” Pero aprendí que es suficiente para lo que necesito. Yo busco información y me comunico con mi familia por WeChat, que es en mi país como Facebook en el mundo. El problema viene cuando quiero mandar un video a mi familia. Eso sí es muy difícil –se lamenta.
Cerca del banco de Cecilia, conversan dos sordomudos. Son compañeros de trabajo y, cuando terminan la jornada laboral, vienen juntos al parque a esperar a un amigo común también sordomudo. El hombre tiende a llegar media hora después en un cuidado Lada gris. Ya juntos los tres, uno de ellos se comunica por IMO mientras otro le sujeta el celular a la altura del rostro. Después se rotan, y así entre los tres.
–Es muy curioso cómo lo hacen, pero tiene que ser así porque no se lo pueden pedir a cualquiera. No todo el mundo sabe el lenguaje de señas. Eso que ves ahí es todos los días –me dice Nassir y los señala.
Nassir tiene 14 años y todas las tardes se sienta en la glorieta junto a Leandro, su vecino. Unas amistades inglesas le recargan la cuenta Nauta desde el extranjero y gracias a ellos Nassir puede darse el lujo de conectarse unas tres horas diarias. Por lo general, solo chatea en Instagram. Hoy, sin embargo, se marcha a casa antes de lo previsto.
–Leandro, me voy –dice enojado y se levanta del suelo.
–Mijo, pero… ¿y eso?
–Nada, que hoy vine a descargar un video de Youtube. Dura once minutos, ¡once minutos!, y esta cosa dice que para bajarlo faltan dos horas.
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Foto: Marita Pérez Díaz
Una patrulla bordea el parque lentamente, dobla en la esquina y desaparece. Desde la ventanilla del auto se asomaba. Minutos después la patrulla reaparece por otra calle, la avenida 19. No pasa nada, el lugar está tranquilo. Luego la patrulla vuelve a perderse de vista y un grupo de jóvenes, que se había diseminado, se reúne de nuevo.
Son seis, todos entre los veinte y los treinta años. Desde la mañana han permanecido alrededor del mismo banco, en uno de los extremos del parque, justo debajo de un árbol. Esa es su zona de negocios, su feudo, el cual se extiende hasta la glorieta donde mandan Jordan y Daniel.
Los revendedores operan en sus respectivos espacios. La división del parque en dos es una especie de pacto, una repartición territorial marcada por una línea invisible que, sin embargo, todos saben distinguir.
La jornada de estos muchachos comienza bien temprano. Uno o dos de ellos llegan antes del mediodía y reservan el banco para sus compañeros, que irán apareciendo de a poco. Nunca se aburren, pues siempre hay alguien para conversar: un vendedor ambulante, compradores o vecinos.
–Esto es un parque, siempre hay gente. Además, todos nosotros vivimos cerca, conocemos a los vecinos y los amigos nuestros que pasan por aquí también dan muela un rato antes de seguir. Chismeando, tú sabes –me explica Alex, uno de ellos.
Los seis se conocen desde hace tiempo. Algunos crecieron juntos y jugaron juntos en este mismo parque donde ahora, juntos, también trabajan. No hay que buscarlos mucho para dar con ellos. Basta poner un pie en sus dominios para que te ofrezcan tarjetas. Al igual que Jordan, tienen un olfato agudo para discernir a simple vista los “policías encubiertos” de los “posibles clientes”. Para Alex, el reconocimiento es sencillo:
–Si alguien tiene cara de perdido y se demora mucho en sacar su móvil y sentarse, es porque no tiene cómo conectarse.
Ahí deciden quién debe ir a la caza. Uno del grupo se levanta, avanza hasta una distancia prudencial del cliente, le silba y le dice “tarjeta, tarjeta”, mientras con la mano dibuja en el aire un cuadrado pequeño. Ya es una rutina, un método optimizado. En caso de que la policía atrape a alguien, solo uno va a la cárcel. Solo a uno multan.
–Nosotros somos como una cooperativa no agropecuaria donde cada cual aporta dinero y, por supuesto, el pellejo –me dice Richard medio en broma medio en serio.
Durante el día se turnan para ir a sus casas a bañarse y comer. También es raro encontrar a los seis reunidos, pues a veces algunos se ausentan. No obstante, al menos siempre hay cuatro.
Para conectarse esperan a la una de la madrugada. A esa hora la clientela comienza a disminuir. Las madrugadas son tranquilas. El parque se envuelve en un silencio apenas interrumpido por el ruido de los carros en la avenida. El alumbrado público ilumina lo suficiente como para que la gente se sienta segura y pueda seguir conectada.
–Aquí no le pasa nada a nadie –cuenta Richard, otro del grupo–. Cosas fulas para allá, en el parque de 13, que es una zona más caliente. Aquí, que yo recuerde, una vez le metieron un pinchazo en la espalda a uno de noche y le llevaron la laptop. Eran dos chamacos y la patrulla los cogió enseguida porque andaban fatigados de correr y con la computadora en la mano. Pero a ese le pasó por mongo. ¿Cómo te vas a conectar de noche en el único lugar del parque sin luz, lejos de la gente y escondido en unas matas? Así te matan y nadie se entera –cuenta Richard.
Es ahora las ocho y treinta de la noche. Desde hace un rato amenaza con llover. Hay relámpagos y truenos. Muchos se retiran. Los únicos que no parecen tener intenciones de marcharse son ellos, que desde hace una hora y media conversan con un vendedor de granizados. El hombre finalmente agarra su carrito, ya con las botellas vacías, mira preocupado al cielo y se despide.
–¡Asere, nos cogemos! –le grita Richard mientras lo ve alejarse–. Cuando caiga la primera gotica nos vamos. Pero en cuanto escampe nos vas a encontrar de nuevo aquí –dice finalmente.
Y así será.
Por: Marcos Augusto Morales