El cuento contemporáneo (I)

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    ¿Qué es un cuento? La pregunta ha acompañado al género desde sus inicios; por lo menos al género entendido, junto a la novela, como categoría moderna.

    Pero el cuento es más antiguo que la novela, tan antiguo como la poesía, y quizá sus límites se confundan en el origen mismo de la literatura.

    No es tanto una confusión de géneros como una fusión de experiencias que hoy nos parecen de orden distinto, pero que en su momento —¿en qué momento?— abarcaron la experiencia humana y no la experiencia autónoma de la literatura.

    La modernidad de la literatura comienza con la pregunta que se le hace a la literatura, o con la pregunta que la literatura se hace a sí misma: se le conmina a que responda, a que dilate su experiencia en nombre de nuevas funciones, a que se empareje con el resto de las experiencias reducidas a valores.

    La posibilidad de transmitir una experiencia hizo de la literatura una de las formas de la verdad, o, más exacto, de la verdad como posibilidad de la experiencia, mundanal y vital. La pregunta cierra el círculo, pues la respuesta produce su doble: los géneros son las respuestas inacabadas y ambiguas a la misma pregunta. ¿Qué es un poema? ¿Qué es una novela? ¿Qué es un cuento? La otra parte de la respuesta queda velada, oscurecida, potenciada hasta nuevo aviso. La Ilíada, la Odisea, Las mil y una noches y el Quijote siempre se muestran de perfil, nunca acusan su fisonomía completa. De vez en vez algún nuevo mago reacciona en nombre de la luz y le devuelve su oscuridad primordial: Hofmannsthal, Poe, Joyce, Proust, Kafka, Isak Dinesen, Samuel Beckett, Maurice Blanchot, Lezama Lima, Musil, Borges… Traicionan el género y lo elevan a la condición primigenia de la literatura.  Vuelven a responder la pregunta, la vieja pregunta, y reabren el círculo mágico de la ficción.

    Nada más metafísico que la ficción, y nada, a la vez, más compenetrado con la certeza, con las formas de la verdad. Pero lo metafísico de la ficción no hay que encontrarlo tanto en la imposibilidad de responder por medio de artilugios como en la propia oscuridad de la pregunta, que proviene del orden ambiguo de lo humano. Si los géneros literarios funcionan como formatos metafísicos, como entidades que no pertenecen a las formas de la naturaleza, de la ciencia o del pensamiento —del pensamiento concebido stricto sensu—, no es por una necesidad estrecha del arte de mantener su visibilidad, su vitalidad, su inevitabilidad cultural, sino por presiones de todo tipo que cristalizan el género, que lo naturalizan, que lo decantan como historia dentro de la historia. Los libros de Heródoto, el Shanhai Jing (Libro de los montes y los mares) —un tratado de cosmografía y mitología de la China antigua—, la Biblia y Las mil y una noches, a pesar de sus diferencias, están vinculados por su voluntad de erigir la imaginación como una forma de vida trascendente, o, en rigor, como una forma de la experiencia de los hombres dentro de la historia, afianzándose como eternidad, como historia ad aeternum.

    Walter Benjamin, en su ensayo «El narrador» , nos previene de un faux pas al respecto:

    Es preciso pensar la transformación de las formas épicas, como consumada en ritmos comparables a los de los cambios que, en el transcurso de cientos de milenios, sufrió la superficie de la Tierra. Es difícil que las formas de comunicación humanas se hayan elaborado con mayor lentitud, y que con mayor lentitud se hayan perdido.

    Benjamin, en este crucial ensayo sobre Leskov, el narrador ruso del siglo XIX, examina la narración como «una experiencia que se transmite de boca en boca», y como «fuente de la que se han servido todos los narradores».

    El filósofo alemán no disimula su contrariedad «metafísica» por la pérdida del «aura» de dicha experiencia: para él, «Leskov está tan a gusto en la lejanía del espacio como en la del tiempo». Benjamin coloca a Leskov a medio camino entre la modernidad y el espíritu legendario de la imaginación: en tanto moderno, es un narrador orientado «hacia lo práctico», pues Leskov alecciona como un hombre sencillo a otros hombres sencillos, como se supone que han ocurrido ese tipo de transmisiones «de boca en boca».

    Y contrapone a Leskov, por otra parte, al tipo de imaginación «mística» más cercana a Dostoievski, por ejemplo. Según Benjamin, Leskov es el narrador par excellence, pues aún tiene puesto un pie en la imaginación legendaria, en la narración concebida como transmisión de experiencias, entendiéndose como experiencia no solo la abarcable de modo universal —objeto de las leyendas— sino también la personal, transmitiéndola —y este es el paso dialéctico fundamental de la tesis de Benjamin— a otros seres humanos que la integrarán como suya propia. La novela, para Benjamin, ya no puede dar consejo. Postula lo inconmensurable de la vida humana, pero en términos tan dramático por ambiguos que ya no puede dar consejos: «la novela informa sobre la profunda carencia de consejo, del desconcierto del hombre viviente».

    Benjamin subraya toda verdadera narración posee una utilidad «velada o abierta; algunas veces en forma de moraleja, en otras de indicación práctica, o bien como proverbio o regla de vida». Sin embargo, Leskov, el archinarrador, se las arregla para informar y adoctrinar, pero a través de ciertos recursos retóricos: referir una historia sin dar explicaciones y, sobre todo, narrar lo extraordinario con medios muy sencillos y precisos.

    Leskov, según Benjamin, es de la «escuela de los antiguos», que más adelante podemos interpretar como perteneciente «al carácter artesanal del arte de narrar», o lo que es lo mismo, según Leskov, «la composición escrita no es para mí un arte liberal, sino una artesanía».

    En su antológico relato Cuento del zurdo de Tula y la pulga de acero, luego de innumerables vaivenes narrativos —aunque sin soltar el hilo de la trama acerca de una microscópica pulga de acero construida por los ingleses a quien los artesanos rusos ponen unas microscópicas herraduras—, Leskov termina con el siguiente fragmento:

    Naturalmente, ahora ya no hay en Tula maestros como el fabuloso zurdo: las máquinas han nivelado la desigualdad de talentos y dotes, y el genio no se lanza a la lucha contra la diligencia y la precisión. Las máquinas, que hacen posible el aumento de las ganancias, no favorecen el desarrollo de la arrogancia artística que a veces se salía de lo común e inspiraba la fantasía popular en la creación de leyendas-fábulas como esta. Los obreros, naturalmente, saben apreciar las ventajas que les ofrece la aplicación práctica de las ciencias mecánicas, pero recuerdan los viejos tiempos con orgullo y amor. Esto es para ellos su épica, que, por cierto, «tiene un muy humano corazón».

    Al contraponer un tipo de creación «artesanal» a otro «liberal», Leskov contrapone, más que dos géneros en las antípodas, dos mundos —uno rural y antiguo, otro cosmopolita y moderno— inconciliables. Lo que divide a ambos mundos es el espesor de la experiencia que se puede transmitir, experiencia ya imposible —según Benjamin— en el nuevo mundo moderno:

    con el consolidado dominio de la burguesía, que cuenta con la prensa como uno de los principales instrumentos del capitalismo avanzado, hace su aparición una forma de comunicación que, por antigua que sea, jamás incidió de forma determinante sobre la forma épica. Pero ahora sí lo hace… Esta nueva forma de la comunicación es la información.

    Y cita a Villemessant, el fundador de Le Figaro: «A mis lectores el incendio en un techo del Quartier Latin les es más importante que una revolución en Madrid».

    La frase, bajo su cinismo realista, disfraza algo que tal vez Villemessant —ni el propio Benjamin, muerto mientras huía de los campos de concentración— no llegó a ver, pues se revelaría ya en la segunda parte del siglo XX: la inimportancia de la información, o la contracción de la realidad a un mero ir y venir de informaciones que se solapan unas a otras creando un mundo totalmente articulado y, sin embargo, carente de unidad.

    Con los géneros literarios pasó, en la nueva época que Benjamín auguró, lo que sucedió a la “mesa-mercancía” de Carlos Marx: que se pusieron a bailar agitadamente, los géneros, envueltos en un aura de «indecisión». O lo que un pensador posterior, Heidegger, habría asegurado sobre la obra de arte: su falta de terrenalidad. Si una narración antigua congregaba en su seno valores como la felicidad, la enseñanza, la muerte, la desdicha, la simplicidad de lo eterno; la obra de arte moderna, por el contrario, perdía sus fundamentos «portadores» de sentido para integrarse sin gravedad a la ligereza del mundo moderno.

    Sin embargo, después de Leskov se siguió escribiendo cuentos —y por supuesto novelas—, y habría que ubicar esa perseverancia de la «forma» no solo como una perseverancia vacía de sentido, o en un mundo enmarcado completamente en la función de mercancía.

    En el siglo XIX narradores como Poe, Gógol y Maupassant habían reconstruido la misión del cuento desde sus propias ruinas; las ruinas dejadas por los románticos en su misión de levantar el arte a la altura del Universo. Los tres son románticos en tanto son irónicos, en tanto trabajan con una forma que saben ha perdido el poder de congregar. Ahora bien: si no hay a nadie a quien congregar alrededor del fuego de la historia, al menos el lector, en solitario, será convocado para una actividad no exenta de pathos, y de «intelligentsia».

    Edgar Allan Poe

    Para Edgar Allan Poe, la épica, además de haber terminado, de haber tenido su lógico fin, respondía a «un sentido imperfecto del arte». La extensión en Poe era más una paradoja que una cualidad: una paradoja que dejaba al lector insatisfecho por falta de «unidad de impresión». Por otra parte, las formas demasiado breves degeneraban en el epigrama. Decía:

    Un poema demasiado breve podrá lograr una impresión vívida, pero jamás intensa o duradera. El alma no se emociona sin cierta continuidad de esfuerzo, sin cierta duración en la reiteración del propósito.

    En este ensayo sobre otro gran escritor de cuentos cortos del XIX, Nathaniel Hawthorne, Poe vindica el «cuento breve» como la forma moderna per se debido a una ventaja que linda con la economía —y no solo con una economía de medios—: el tiempo. Pues para leer un cuento solo bastará «entre media hora y dos».

    Es curioso cómo Poe se sale con su artimaña: en primer lugar, reprende severamente a la novela por su falta de totalidad. Si la novela no puede ser leída en el tiempo previsto por Poe —«entre media hora y dos»—, «se ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de la totalidad». Poe prevé un lector desconcentrado, fatalmente perturbado por «los sucesos del mundo exterior». No ya un lector in fabula, sino un irresoluto y neurótico hombre moderno afectado tanto por el cansancio como por las interrupciones del mundo exterior.

    La confusión de Poe no tiene límites, o, más exacto, le sirve para crear sus propios límites, que son a su vez los límites de lo que se conoce como cuento moderno: un amago de totalidad, o un fragmento que lucha heroicamente por su autonomía a la deriva en un mundo de formas y cosas que también van a la deriva.

    Media hora. O dos. Hay que imaginar a un espíritu tan irónicamente romántico como el de Poe ajustándose el reloj en nombre de la eternidad. De la eternidad, o del instante que como la mesa-mercancía de Marx se levanta con su cabeza de madera y pide su cuota de eternidad a través del efecto narrativo que viene de «una inmensa fuerza que se deriva de la totalidad».

    ¿Es Poe el fundador del cuento moderno? Si no lo es, al menos defiende al género como antes nunca nadie lo había hecho. Lo defiende y lo define, incluso lo eleva a categoría superior que el poema, brindándole al cuento cualidades que el poema, gracias a la artificialidad del ritmo en función de la Belleza y no de la Verdad, carecería por naturaleza:

    En resumen, el escritor de cuentos en prosa puede incorporar a su tema una variadísima serie de modos o inflexiones del pensamiento y la expresión (el razonante, el sarcástico, el humorístico), que no solo son antagónicos a la naturaleza del poema sino que están vedados por uno de sus más peculiares e indispensables elementos: aludimos claro está al ritmo.

    Poe, moderno al fin, ve en la literatura una fusión de efectividad retórica y de verdad no exenta de sublimidad, pero más atenta al nerviosismo del hombre contemporáneo que a un ideal contemplativo. Según Poe, el terror, el sarcasmo, la excitación, el espíritu crítico, deben ser narrados y no sujetos al ritmo del poema o a la amplificación totalitaria de la épica. En Poe, razonamiento y efecto son caras de una misma moneda: al efecto sobre el lector solo se llegará mediante una disposición razonada del material narrativo. Queda por ver en Poe el problema de la inspiración, su peculiar razonamiento por vías analógicas —poéticas— para producir la mayor parte de su obra literaria. Los cuentos de Poe, como los de su seguidor en el siglo XX, Julio Cortázar, pueden haber sido razonados en parte, incluso in extenso, pero más bien parecen haber sido producidos bajo un tipo especial de «neurosis» cercana a la producción de imágenes poéticas, de soluciones de continuidad creadas por determinado ritmo de la prosa, los acontecimientos y las imágenes, y no solo por restricciones «lógicas» de la mente. Ambos, para satisfacción de nosotros, se contradicen. En su ensayo «Del cuento breve y sus alrededores», Cortázar parte de la idea de un género cerrado en sí mismo: 

    La noción de pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo [se refiere al consejo de Horacio Quiroga de contar un relato que solo tuviera interés para el pequeño ambiente de los personajes creados], al definir la forma cerrada del cuento, lo que ya en otra ocasión he llamado su esfericidad… es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior.

    E inserta su noción de esfericidad en la tradición:

    Estoy hablando del cuento contemporáneo, digamos el que nace con Edgar Allan Poe, y que se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado.  

    En Cortázar —y supongo que en Poe, quien nos ha dejado exorcismos en forma de literatura— «escribir es de alguna manera exorcizar». Por más que Cortázar nos hable de «criaturas invasoras», no podemos dejar de intuir que la invasión ocurre, además, a nivel interno de la expresión. Lo que para Cortázar está en juego, al igual que para Poe, y los románticos en general, es el problema de la articulación entre obra y realidad, o entre obra y vida, es decir, el problema de la ficción, de las analogías que pretende el arte rivalizando con la vida.

    Poe, como la mayoría de los escritores, o los hombres, era una persona dividida: su crucial idea del efecto de un relato breve no solo vibraba en su interior, sino también en su papel de editor de revistas literarias en una época, la segunda parte del siglo XIX, donde el mercado literario no podía quedar rezagado de la nueva «cultura» económica.

    Esta fascinación entre rentabilidad retórica y económica no abandonaría la corriente central del cuento norteamericano. Hay que leer a Hemingway sobre el relato corto para entender la actitud pragmática de los narradores realistas norteamericanos en cuanto al uso de las palabras:

    Mucha gente tiene la compulsión de escribir. No hay leyes contra eso y hacerlo les da felicidad mientras se dedican a eso y, presumiblemente, los alivia. […] Al escritor compulsivo se le debería aconsejar no intentar el relato corto.

    Tal vez Hemingway insinúa que la compulsividad —o su sucedáneo, la inspiración—, tenga en otros géneros como el poema un aliciente mejor para escritores que intentan la felicidad en vez de la efectividad.

    También Raymond Carver —al que no se le podría acusar precisamente de renunciar a la búsqueda de felicidad en vida y obra—, uno de los seguidores aventajados de Hemingway y de Chéjov, iguala a veces el cuento a los productos lisos y llanos del capital: «Los relatos cortos, como las casas, o los coches, da igual para el caso, deberían construirse para perdurar… y todo en su interior debería funcionar».

    Tampoco en la Rusia atrasada de finales del XIX las cosas iban mejor respecto a la autonomía del género en relación con las exigencias económicas. Al leer los cuentos de Chéjov, uno podría tener la impresión de que sus personajes caen en la esfericidad chejoviana solo a base de la íntima familiaridad que Chéjov solía otorgar a sus relatos. Sin embargo, como en Dostoievski, el dinero también ayudó a que su escritura funcionase en consonancia con los imperativos sociales. Chéjov le comenta a su amigo Souvorin en una carta de 1888:

    Yo quisiera haber escrito con placer, con sentimiento, con tranquilidad, todo lo concerniente a mi héroe: describir el estado de su mente mientras su esposa se va a trabajar, el juicio del que es objeto […] hubiera descrito a la comadrona y a los médicos bebiendo té a medianoche, la lluvia… ¿Pero qué iba a hacer? Empecé el cuento el 10 de septiembre con la idea de que lo iba a terminar el 5 de octubre a más tardar; de no ser así dejaría mal al editor y me quedaría sin el pago. Al principio me dejo ir y escribo con tranquilidad; pero a la mitad me empiezo a amilanar y temo que mi cuento esté demasiado extenso: debo tener en cuenta que el Sieverny Viestnik no dispone de mucho dinero y que yo soy uno de sus colaboradores caros.

    Lo más curioso, es que tales restricciones marcan incluso profundas peculiaridades del estilo de Chéjov, tal como sigue confesando en la carta: «Es por ello que los principios de mis cuentos son muy promisorios y dan la idea de que están iniciando una novela; la parte del medio es tímida y apresurada y al final es, como en un breve apunte, todo un fuego artificial».

    Es posible que la lectura que los cuentistas norteamericanos modernos —Carver, Richard Ford, y otros— han hecho de Chéjov avance en este sentido donde literatura y vida se vinculan en un fragmento satisfactoriamente autónomo, como sucede en sus relatos. Chéjov casi nunca da la idea de que se encuentra frente a la tarea de construir un cuento; algo que sí pasa en varias piezas de Hemingway. Leyendo a Chéjov, como declara Ford en su prólogo a los cuentos del ruso, tenemos una sensación de experiencia transmitida con medios sutiles:

    De hecho, todos los relatos de Chéjov a menudo no parecen —pero por su lenguaje formal, directo— siquiera ingeniosos (aunque esa sería una falsa impresión), sino más bien la laboriosa descripción paso a paso de una precisa constelación a ras de tierra de la existencia común y corriente, representando cada relato un movimiento sutilmente diferenciado dentro de un único y prolongado gesto de la vida establecida.

    Otro de los fundadores del cuento moderno, Gógol, a pesar de la magnífica veta «fantástica» con que dota a sus mejores relatos, como El capote y La nariz, deja que la vida transcurra —o transparezca, como le habría gustado decir a Ortega y Gasset— desplazando la emotividad imaginativa a la vida rusa en general. La «extravagancia» de los acontecimientos gogolescos —como la pérdida de una nariz, nariz que se comportará durante el relato con total arbitrariedad irrespetuosa— no hace derivar sus relatos hacia la literatura fantástica tout court.

    El narrador y teórico del formalismo ruso —y a mi modo de ver uno de los más interesantes narradores rusos modernos, junto a Daniil Charms y Alexander Biely—, Víctor Shklovski, ya hacía referencia al final de El capote como «un desenlace de leyenda, de profecía folklórica». Shklovski prosigue: «El capote de Gógol está construido como un edificio gótico: la composición de la novela estira la tensión de los acontecimientos en líneas de fuerza. Los tabiques entre los arcos pueden ser retirados; la composición vence al material, respetando su materialidad». Y añade: «Al otro lado de las ventanas pasa la Rusia de Nicolás I, abominable, brutal. El viento del imperio penetra en el edificio de la novela».

    Por lo general, el género cuento se ha querido ver como una unidad cerrada y autosuficiente, como un objeto cuyas partes solo tienen sentido o solo pertenecen al pequeño sistema o artefacto llamado cuento. Incluso muchos narradores importantes de cuentos, sustentados en sus propias experiencias o en intuiciones «teóricas», identifican su trabajo como el proceso hacia una obra restringida por leyes que la ubican un marco totalmente cerrado. Tal es el caso de autores como Horacio Quiroga, menos abocado a un proceso directamente «neurótico» de creación, tal vez dispuesto a concederle al «realismo» cierta preeminencia a priori. En su «Decálogo del perfecto cuentista», alerta el «mandamiento» número 10: «Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno».

    Cortázar, en el mencionado «Del cuento breve y sus alrededores», cita esta frase de Quiroga para consolidar su noción de «esfericidad» de la historia «exorcizada». Habla incluso de «un pequeño ambiente» como la característica esencial de la «forma cerrada» del cuento. También Borges acentuó la economía de medios como atributo fundamental del género, incluida su variante fantástica. En el prólogo de Antología del cuento fantástico (realizada junto a Bioy Casares y Silvina Ocampo), se subraya la cualidad «minimalista» del cuento, tanto en cuanto a tema como a personajes involucrados, considerándose un peligro para las tramas policiales y fantásticas no atenerse al principio dramático de «las tres unidades», es decir, al principio retórico de «un hecho, en un lugar limitado, con un número limitado de personajes». Y pone Borges como ejemplo El hombre invisible de G. H. Wells, quien habría cometido un error si en vez de un solo hombre invisible hubiera creado «ejércitos de hombres invisibles que invadieran y dominaran el mundo».

    Por supuesto que tal modo de ver la «dramaturgia» específica para los relatos breves solo corrobora una fracción del arte de contar historias. Más bien sería un énfasis de ciertos autores en un tipo de cuentos —importante, central, es verdad— moldeados por esta tradición económica de medios. 

    Los desplazamientos que realiza Isak Dinesen en sus cuentos mantienen vivo en parte este principio; sin embargo, su actitud ante la historia a contar más bien parece compleja por anticipado, tanto en número de páginas como en el espesor de la trama. Los relatos de la Dinesen semejan las capas de una cebolla que se desplazan para sumergirnos en un torbellino sosegado de historias articuladas entre sí, pero finalmente extendidas en el tiempo y el espacio: un efecto cierra la historia que, no obstante, queda abierta potencialmente en nuestras mentes; es tan importante el impacto como la nebulosidad, como la dilatación creada en el lector por el uso consciente de la extensión. Algo parecido sucede con varias piezas de Henry James, económicas como la mayoría de los relatos breves, pero escritas con un sentido de apertura, o campo de visión del mundo a construir, novedoso en su tiempo. Con Henry James, el cuento sufre un cambio importante; tal vez no tanto a partir de consideraciones específicas sobre el género, sino de una actitud metafísica general ante la narrativa, ante el acto de narrar

    No es que James no se preocupara como cualquier cuentista por determinada economía de medios —personajes, situaciones…—, pues en su Cuaderno de notas abundan las reflexiones acerca de cómo «construía» sus relatos, cómo le iba dando vida poco a poco a sus personajes y situaciones. Pero en realidad lo que define a James es la actitud que asume respecto a la escritura, al papel de las palabras a partir del «foco narrativo» escogido. James, en una reflexión sobre su cuento «Lo auténtico» —traducido a veces como «Lo real»—, se queja de que no le han dado más espacio para la historia: siete mil palabras. De manera que piensa los contrastes entre sus personajes y situaciones a nivel de «una IDEA», aspirando, por otra parte, a «una tremenda concisión —con un pulso rítmico muy apretado— y a una meticulosa selección del detalle —tengo, en otras palabras, que resumir intensamente y recortar el desarrollo lateral. El resultado debería ser una pequeña joya de forma brillante, vívida y veloz». Finalmente, James compara su posición con la de un cuentista como Maupassant: «este será una lección, una lección magnífica. Tan compacto y escogido como un Maupassant». Sin embargo, a aun cuando el lector sabe que está ante un cuento, ante una historia no tan larga como una novela, quizá ante una noveleta o amago de noveleta, sabe, también, que no está frente a un cuento tipo Maupassant, o Poe, o Chéjov. En el mencionado relato de James, el narrador, en la sexta página declara: «Es extraño lo rápidamente que estuve seguro de saber todo lo concerniente a ellos». ¿Es una velocidad impuesta por el propio carácter dinámico de las «acciones» o por una necesidad dictada desde «afuera»? Es posible que ambos vectores se conjuguen en los relatos «breves» de James un poco en contra de su «poética» narrativa, más afín a la dilatación, la amplificación y la estilización. Maupassant, de algún modo, estaba formado en la «escuela flaubertiana»; aunque no tanto en el Flaubert obsesionado con llevar la prosa a la altura de la poesía como en el Flaubert «naturalista-realista», en el Flaubert cuyas palabras se regían por el mundo «visible».

    En James el punto de vista escogido para narrar es de vital importancia. Su prosa actúa más por oratio oblicua, por imposición indirecta y lateral que por visualidad directa. Hay narradores cuyo estilo le es concedido por visibilia, por el carácter visual del mundo que quieren o pueden representar. Narradores que, posiblemente, mantienen con la realidad un compromiso menos deformante. Y esto puede resultar curioso tratándose de la ficción. Que entraña, como la poesía, el problema de la visión.

    *Este texto fue publicado antes en la revista digital La Habana elegante.

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    Rolando Sánchez Mejías
    Rolando Sánchez Mejías
    Rolando Sánchez Mejías (Holguín, Cuba, 1959). Ha escrito ficción, poesía y ensayo. Libros de narrativa: 5 piezas narrativas (Ed. El Libro, la Habana), Escrituras (Ed. Letras Cubanas, La Habana), Cuaderno de Feldafing (Ed. Siruela, España), Historias de Olmo (Ed. Siruela, España). Poesía: Collage en azul adorable (Letras Cubanas, La Habana) Derivas (Letras Cubanas, La Habana), Geschichten von Olmo (Ed. Schöffling&Co., Alemania) La condición totalitaria (Ed. Casa Vacía, USA) En antologías se han publicado cuentos y poemas suyos , ejemplos: Poésie Cubaine du XXe Siécle (Géneve), Antología de la poesía cubana siglo XVIII al XX (Ed. Verbum, España), Antología de la Poesía Latinoamericana del siglo XXI (Siglo XXI, México), Prístina y última piedra. Poetas latinoamericanos (Ed. Aldus, México) Cuban Poetry Today, Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI, An Anthology of Cuban Stories (Londres /USA), Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea (España, Ed. Pretextos, España), Cuentos latinoamericanos (Ed. D.T.V), bilingüe, Alemania) Ha antologado y prologado libros como : Obras maestras del relato breve (Ed. Océano, España), Cuentos chinos maravillosos (Ed. Océano, España), Mapa imaginario: nuevos poetas cubanos (La Habana). Fue director del grupo y revista de literatura y pensamiento DIÁSPORA(S) en Cuba y Barcelona realizada al margen del Estado cubano en forma de zamisdat. Sus libros Derivas y Collage en azul adorable recibieron el premio nacional de la crítica. Próximamente se publicará en México su Poesía Completa y una antología de su trabajo en varios géneros en la Ed. Linkgua, España. Vive desde 1997 en Barcelona.
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