Días de coronavirus (XXXI)

    Desayuné helado. Es ese un placer que solo me concedo en vacaciones, cuando compro en Miami esos helados de mamey de la marca Valentini, falazmente italiana, y me convierto en un niño. Pero hoy, a la espera de las cifras que la pandemia nos dejó en la jornada anterior, me tomé un vaso de helado de vainilla mantecada con yema que vende aquí Farggi, otro italiano de mentiritas.

    510. Esos los muertos de las últimas 24 horas en boca del ministro Illa, creíble como un helado italiano de Zimbabwe. Un Cimabue cualquiera.

    El desespero, la primavera y cierta confianza en que se ve ya la proverbial luz al final del túnel comenzaron hoy a sacar a la gente a la calle. Había mucha. Con sus mascarillas y su impaciencia; con su miedo, su dolor y un mañana dibujado en los rostros que era a medias rictus e infantil anhelo. El mañana podrá ser tratado como juguete nuevo o como las ruinas de un Dresde roto esputo a esputo.

    Viendo a los transeúntes recortados sobre las fachadas de la calle Escorial o deambulando por el coso de arena de la plaza Joanic imaginé que la pandemia nos ha organizado un diorama en el museo del presente. Como esos dioramas espléndidos del Museo de Ciencia natural de Nueva York en los que, asomados a las vitrinas, vemos escenas en las sabanas africanas o en aldeas indias, osos de Alaska entretenidos en el duelo bípedo o el cortejo a cuatro patas, víboras culebreando entre arbustos con los fríos ojillos clavados en el bobalicón jerbo que rumia unos versos de Rimbaud.

    Así, el perímetro de la ciudad en el que alcanzo a moverme en estos días de la peste es el diorama que me permite representarme otras epidemias del pasado y guerras suaves. Calles desiertas, gente huidiza, negocios cerrados a cal y canto en algunos de los cuales se advierte la prisa con que fueron abandonados: la acumulación alborotada de sillas en una cafetería, las plantas arracimadas en una floristería, los menús desordenados sobre la mesilla en la entrada del restaurante…

    ¡Ah, Barcelona! Con este diorama esta ciudad del noreste de España justifica esa fama de pieza de museo que se ha granjeado en el mundo, sin dejarse ni una sola prefectura por seducir. Sus edificios de Gaudí, convertidos por la gracia del ojo turístico en piezas de una maqueta. Y el espléndido, puntilloso, diorama de la Europa de entreguerras que nos regala de tanto en tanto estos últimos años con sus desfiles de ancianos y niños enfervorizados por el odio xenófobo, la hez del nacionalismo, esa representación perfecta y dioramática del ascenso del fascismo en los años treinta del siglo pasado con sus agravios, sus banderas, sus lazos amarillos -y el amarillo general que es la clave de Pantone de la secesión coloreándolo todo-, sus líderes rabiosos y ridículos, su patetismo de provincias que solo puede ser calculado en la talla disminuida, la pasión enana.

    ¡Ah, mi Barcelona! ¡Diorama sería tu otro nombre, bonita!

    Es decir pandemia y mentar el amarillo y llamo a Nueva York a mi amiga Carola, tataranieta de Carlos J. Finlay, el doctor que descubrió en 1886 el método de transmisión de la fiebre amarilla, aquella peste que mató a tantos durante tanto tiempo mediante la picadura del mosquito Aedes Aegypti. En su casa habanera, que visité durante años, siempre se referían a Finlay como «el Sabio», algo que me parecía de una sofisticación extraña, superlativa. Heredero de un linaje muy humilde y, por lo mismo, muchas veces con ramas rotas en el árbol genealógico, siempre me han maravillado las familias organizadas en el respeto a su herencia: la patrimonial, la del honor, la del conocimiento. Son otra suerte de piezas museables esas familias.

    Y, sin embargo, la pandemia iguala y estos días mis queridas Finlay resisten en Nueva York como yo en Barcelona. Porque hay que afincarse en algo cuando el reto es la muerte, la calamidad, la ruina.

    Hace años, cuando aquel niño llamado Elián González estaba en Miami comiendo helados y un Castro pugnaba por arrancárselo al exilio y devolverlo a las filas de los pioneros, se solían celebrar ruedas de prensa en la entrada de la humilde casita en la Pequeña Habana donde vivía con su abuelo y una tía, una trigueña con curvas y nombre con muchas y griegas. Me maravillaba cómo cada vez que el abuelo de aquel Elián salía a hablar a los ojos de mosca de los micrófonos comenzaba diciendo enfáticamente en nombre de toda la familia: «Nosotros, los González…» Así, oigan, como si fueran los Windsor, los von Rezzori o los Núñez de Villavicencio. ¡Cuánto honor!

    En el diorama de la pandemia todos somos figuritas de la misma estatura, pero con distinto destino. Nos iguala el miedo. Pero también nos igualan las ganas de que nos separe el mañana. Porque a la melosa solidaridad de los aplausos en los balcones, ¡no te quepa duda de ello!, la seguirá el salpafuera de la supervivencia y el retorno de lo peor del tiempo anterior. Por eso en los dioramas de los museos hay soldaditos uniformados y soldaditos despanzurrados. Y hay niños que miran más a unos o a otros.

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