Básicamente, el virus que está asolando al mundo es un trocito de ARN envuelto en una membrana de grasa que vivía en un murciélago o una culebra que se zampó un chino. Un poema de aliento tecnorural, vaya. Después vinieron la zoonosis, el contagio, el ocultamiento, el crecimiento exponencial del contagio y así hasta hoy, cuando a este mundo no lo reconoce ni la madre que lo parió.
Hoy el presidente del Gobierno español anunció que el estado de alarma se prolongará otros quince días sobre los primeros quince, que ya corren hacia el final. Sabíamos que eso venía, pero los presos lo llevamos mejor cuando conocemos el término de la condena, aunque la sepamos revisable y conozcamos la inhumana, literalmente inhumana, naturaleza del juez, Su Mortal Excelencia, el COVID-19.
Esta tarde me animé y miré números, algo a lo que vengo resistiéndome todo lo que puedo. 1.720 muertos en España. Hay otro número tremendo: 3.500 médicos, enfermeras y celadores han contraído el virus. Aun siendo los ciudadanos más expuestos al contagio, el número resulta espeluznante, como cuando adviertes una crueldad excesiva que el verdugo pudo haberse ahorrado al descargar el hacha.
Hace dos, tres y ya no digo cuatro semanas, cuando la amenaza del virus rugía desde el Este, todavía aquí mucha gente lo despachaba como a una gripe más con la arrogante alegría de la ignorancia. «Nos engañan los poderosos y los periódicos a sus órdenes», decían con la baba populista en los belfos. «La gripe común mata a no sé cuánta gente al año y nadie se escandaliza por ello», clamaban.
Hoy en España, que cuenta con uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo, han muerto 394 personas víctimas del coronavirus. En las próximas dos, tres, cuatro semanas esa cifra se multiplicará y la presión de la enfermedad y la muerte sobre la sociedad y el Estado serán demoledoras.
Angela Merkel ha dicho que la epidemia es el mayor reto que enfrenta Alemania desde la Segunda Guerra mundial. El alcalde de Nueva York ha dicho hoy que esta será la mayor crisis que enfrente la ciudad desde la Gran Depresión.
Ya nadie en su sano juicio desconoce que la violencia de los índices de contagio y letalidad de este virus confrontan a la humanidad, y principalmente a los Estados, con la inmensa tarea de preservar las vidas humanas, el bien más preciado que la máquina del Estado está obligada a cuidar. Cumplir esa tarea resultará devastador para las economías nacionales y la economía mundial. Y sobre todo para los ciudadanos, que escapados de la carga viral se toparán de bruces con la carga fiscal que esos mismos Estados les reclamarán para pagar la factura de la salvación.
Y ese es otro de los debates ya latentes: ¿qué precio estamos dispuestos a pagar ahora y después?
Hice dos tandas de media hora sobre la bicicleta hoy pensando en esas cuentas. Lo hice por la cuenta que me trae, claro, tanto si caigo, como si consigo habitar el paisaje después de la batalla, ese páramo futuro, esa Waste Land, a la manera de T.S. Eliot cuando pintó lo que dejó la Primera Guerra a la Europa que también, en el oropel fin-de-siècle, se permitió ignorar lo que se le venía encima.
El ejercicio físico, el trabajo duro, la conversación con M. y con amigos en todos los rincones de mi mundo ayudan al ánimo y entretienen el confinamiento.
Pero yo sé que tú ya quieres que hablemos también de sexo.