Esta mañana, mientras leía los periódicos en la cama, el teléfono emitió un aviso. Era el banco. Una farmacia acababa de cobrar 150 euros de la Visa. “¿Has sido tú, bonita?”, grité. Y M. respondió desde el salón: “Sí”. No se dijo nada más. El confinamiento tiene que ser un espacio de sinflicto, que decía el gran Héctor Zumbado de la proscripción del conflicto en el cine cubano del ICAIC. A media mañana el mensajero trajo la compra, que subió solita en el ascensor. Entre pastillas útiles, unas gafas de leer y un termómetro cuyo prospecto avisa de su especial predilección científica por el ano, venían cinco botes de gel desinfectante con base de etanol y aroma de aloe vera, sea eso lo que sea. Los puse en la habitación del fondo frente a las patatas. Ahora tengo mucho gel y muchas patatas. Supongo que en el Medioevo cualquier campesino europeo se habría sentido igual de contento si guardara muchos nabos y mucha brea para enfrentar una epidemia de peste. Y yo ahora soy, más o menos, un aldeano medieval en lo que los cursis llamaban «la aldea global».
La televisión ladra que los EEUU ya superan a China en número de casos. Recuerdo un sketch de hace unos años en SNL en el que iban enumerando objetos y todos eran fabricados en China, hasta que alguien, molesto o humillado, decía que los EEUU tendrían que enviar allá aquello en lo que continuaran siendo líderes incontestables. Hubo un silencio, se miraron unos a otros. Hasta que alguien dio con la respuesta: “¡La diabetes!” La expansión de la pandemia por EEUU dejará números tremendos. Hoy vi un rato a Andrew Cuomo, el gobernador de Nueva York, en CNN. Nunca había reparado antes en él y me entretuvo verlo comentando esa suerte de powerpoints que nos muestran en la pantalla mientras él los lee y glosa someramente. El tipo parece listísimo y como yo opero por analogía pop y eso que A., mi querida sobrina neoyorquina, llama en son de reproche profiling, veo en él a un personaje de Los Soprano o Goodfellas, un tipo que no se achica ante nada y lo mismo se enfrenta a la organización de una juerga para cien amigos con servicio de escorts de dientes parejos que a la gestión de una pandemia de cien mil con un virus salido de la China. Podría llegar a presidente, si se enfrenta al Niño Trump, excrecencia.
Hay más números hoy, porque la pandemia, como el mundo, es sobre todo una cuestión de números. Muertos por coronavirus en España: 4.858. Movimiento del IBEX-35 hoy: -3.63%. Evito mirar modelos, toda esa religión laica acerca del pico de la curva ascendente de la peste y su reconducción a meseta. Para paisajes tengo los del Volga, mientras continúo trabajando con Vasili Grossman. El encarnizamiento de la censura con su manuscrito sobre la batalla de Stalingrado es particularmente severo con la presencia en el texto de toda mención a chinches, cucarachas y cobardes. Es curioso, pensaba doblado sobre las páginas, que los censores purgaran del texto todo aquello a lo que más se parecían ellos mismos. Será por alguna deformación creativa de aquel viejo principio homeopático que sostenía que similia similibus curantur.
A media tarde recibo un correo de la joven A. En su plaza de cuarentena ha dado con una traducción de Anna Karenina, la espléndida novela de Tolstói. No obstante, le chirría la construcción y creo que también la música del texto. Me envía una foto de la primera página. Leo allí el celebérrimo arranque de ese libro en la traducción de un Miguel Rivera, nombre de torero haragán: “Todas las maneras de sentirse uno feliz se parecen entre sí; pero los desdichados ven siempre en su infortunio un caso personalísimo”. Le copio enseguida la traducción de ese mismo incipit que hizo mi colega Víctor Gallego para la editorial Alba: “Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo”. Benditas simplicidad, claridad y limpieza en la segunda. Hay que volver a traducir los clásicos cada dos generaciones, al menos.
Sin salir de Rusia, hoy el teatro Bolshoi emitía en su canal de Youtube una puesta en escena de El lago de los cisnes. Me aparté un rato de la mesa a verla. Cosa espléndida. Y con cisne negro, una expresión tan de estos días por aquella teoría de Nassim Taleb sobre las desgracias imprevistas, pero rastreables. La analogía me indispuso con la emisión, privándome del puro goce, y me aparté violentamente de la butaca para volver al trabajo. Casi me hago daño al hacerlo. Con el termómetro. Por si te interesara, cuando Svetlana Zajárova terminó su serie de veintiocho fouettés la temperatura de mi ano alcanzaba los 36.7 Cº.