Creo que fue Umberto Eco quien dijo que la vida es un guion mal escrito. No seamos tímidos, en Cuba esta hipótesis puede ser llevada al extremo, y una pudiera, por ejemplo, esperar sosiego un jueves por la tarde, mientras ensaya kizomba ―no existe un porqué para esto― frente al Museo de la Revolución, bajo la sombra ecuestre de José Martí, entre Zulueta y Monserrate.
Ya saben lo que se dice de la kizomba —«se baila tan pegado que apenas corre el aire»—, y así pones en pausa a La Habana que permanece. Procuras mantener la cadencia junto a tu pareja de baile, y entonces un sujeto bastante torpe interrumpe el ensayo, ordena al profesor que apague la música y, sin muchas explicaciones, nos saca del área dibujada por la sombra ecuestre del héroe. Detrás de nosotros, con cara de sorpresa, niños futboleros que también han sido apartados de su cancha improvisada. Sin mucho que reclamar, recogemos la bocina, los bolsos, los tacones obligados, y nos desplazamos hacia la zona del parque más cercana al Malecón. Enseguida asocio a aquel sujeto (instinto adquirido muy a mi pesar) con la Seguridad del Estado: el kitsch que intenta, en vano, imitar a «los civiles», esas formas tan especiales de lidiar con la gente. No hay posibilidad de que un «seguroso» pase desapercibido.
En efecto, a continuación, otros sujetos del mismo estilo comienzan a ocupar los alrededores de la estatua. Ahora unos militares entran en escena. Por el uniforme blanco y los aditamentos, comprendo que son parte de la Unidad de Ceremonias. Detrás, un grupúsculo con guayaberas y micrófonos, y par de periodistas.
Cualquiera podría dejar el trabajo para irse a bailar kizomba un jueves por la tarde, en las inmediaciones del antiguo Palacio Presidencial, con un compañero a la altura de la actual crisis, una de las peores en la historia del país. Podría, incluso, encontrar lirismo en el seguroso que se ofusca con los niños que juegan fútbol, los militares que repiten sus gestos sin lograr la perfecta sincronía, la trompeta de la mujer que, con sus guantes blancos, afina melodías a última hora.

Uno pudiera, también, dejar de leer la prensa cada día a la hora del desayuno, o bien no acordarse de que es febrero y que en febrero la Feria Internacional del Libro de La Habana nos trae lo mejor de la gastronomía popular, lo más moderno en bisutería, algún que otro libro que ha sobrado del año anterior… Y un País Invitado de Honor. Este año es Colombia y, junto a los escritores convidados, viene también a Cuba la vicepresidenta Francia Márquez, luego de unos seis meses en el cargo. Sus discursos me llegaron muy adentro durante la histórica campaña que finalmente puso en la Casa de Nariño a Gustavo Petro, un presidente de izquierdas, y a la propia Márquez, una activista afrodescendiente.
En fin, olvidé aquel titular. Supuse que no habría manera de acercarse a ella y decirle as cosas que ninguno de sus anfitriones le contará: los centenares de presos políticos tras las protestas del 11-J; el decreciente porcentaje de universitarios negros en este país; el reclamo de un «estado de emergencia» tras los feminicidios de los últimos meses, etcétera.
Sin embargo, ahora estaba allí casualmente, junto a los reporteros que discuten qué ubicación es mejor para tomar sus fotografías, los soldados que repiten sus pasos marciales, la trompeta que ensaya hasta el último momento. Sentada, esperando la reanudación de mi clase de baile, veo aparecer un Mercedes Benz que trae a la mismísima Francia Márquez, recién llegada a la isla, para rendir honores ante la estatua de Martí. Rodeada de militares y funcionarios, es difícil distinguirla. Estoy segura de que tampoco ella logra ver más allá del círculo oficial que la envuelve. No puede verme a mí, y tampoco a los niños que esperan para volver a patear el balón y no dejan de preguntarse a qué se debe tanto revuelo.

El seguroso continúa vigilante, lejos del grupo. De espaldas a las coronas de inmensas rosas blancas colocadas junto al pedestal de granito negro, se cerciora de que nadie irrumpa en el espacio protocolar.
Josefina Vidal acompaña a Francia Márquez en las fotos finales. Veo a la vicepresidenta colombiana sonreír a la cámara y marcharse por donde mismo vino, custodiada por funcionarios y militares.

Tampoco debió escuchar a la madre que estuvo gritando improperios aquí cerca. Francia Márquez no pudo asomarse al Malecón.
Se van los periodistas y, aparentemente, también los segurosos.
Nuestro profesor da play a la kizomba, como si nada. Nadie se atreve a regresar bajo la sombra ecuestre, salvo uno de los niños futboleros que se acerca a las rosas blancas, inmensas, importadas.
Se para, diminuto, ante el granito negro y, echando un último vistazo a los alrededores, arranca una rosa de la corona. Entonces se manda a correr hacia un arbusto, como huyendo de un regaño seguro.
Pronto ha vuelto a ser jueves por la tarde. Mi compañero está listo para el próximo paso y, tras dos vueltas, veo que el niño retorna junto a la corona de flores, repite el protocolo de vigilancia, y se lleva otra rosa… «La kizomba es africana», dos vueltas, y dos niños extirpando cuatro rosas y escabulléndose. «El abrazo tiene que ser con el brazo derecho, bloqueando el torso», seis niños deshilachando ambas coronas, una vez confirmado que la Seguridad se ha ido…
Nadie los regañó por llevarse las rosas que Francia Márquez había puesto a los pies de esas tres toneladas de bronce que modelan un Martí a punto de morir. Nadie podía hacerlo. Eran sujetos líricos corriendo con las rosas de los muertos en sus manos.
Le oí gritar a uno de ellos que los yumas, fijo, comprarían aquellas flores.

