Cuando el arte baila el Moonwalker

    Hay un momento del Arte Contemporáneo en el que nadie se ha detenido a pensar. Ese momento alcanza su apogeo en los años ochenta del siglo XX y coincide con la crisis del Comunismo, la explosión de Internet, la promulgación de la Era Global.

    Alrededor de tales acontecimientos, queda certificada una extraña manera de narrar la biografía de los artistas. De repente, los currículos comienzan a escribirse hacia atrás en los catálogos.

    Esto es, desde el presente hasta el origen mismo de los creadores.

    2017, 2016, 2015, 2014…

    Así hasta, pongamos, 1978.

    En ese retroceso, el relato del arte sobre sí mismo evidencia un trastorno temporal que delata su horror al futuro.

    Gracias a ese repliegue, el currículo del artista queda convertido en un artefacto freudiano que describe el viaje de vuelta al útero materno. Comienza en el presente, pero muy pronto desanda el camino hasta la fecha de nacimiento, real o artístico, del protagonista.

    Ese currículo “al revés” no sólo guarda relación con Freud. También está conectado con la ficción (acaso más que con la crítica o la teoría). Es más cercano a El curioso caso de Benjamin Button (de F. Scott Fitzgerald) o al Viaje a la semilla (de Alejo Carpentier), que a cualquier pieza de Arthur Danto o Brian Holmes.

    Esos dos relatos dibujan la parábola de una huida hacia el pasado, expelida desde un presente que le da la espalda al porvenir.

    A partir de ahí, el currículo deja de ser un dispositivo fiable, pues su misión ya no es otra que traicionar a la biografía.

    Si el currículo privilegia los honores, la biografía se alimenta de un material más escabroso. El currículo, si quiere cumplir sus objetivos, vela; la biografía, si es honesta, desvela. Frente a la asepsia profesional del currículo, se levantan las turbulencias de esa vida del artista que los catálogos nos siguen esquilmando.

    El currículo retrocede mientras que la vida avanza sin remedio hacia la decrepitud y el fin.

    Si uno quiere saber qué hace un artista, le basta con visitar un museo o una galería. Si uno quiere saber quién es, entonces tiene que escarbar en esa biografía que a veces sólo puede encontrar en memorias, películas y novelas.

    Desde el nacimiento de la imagen -adjudicada más tarde a una figura llamada “artista”-, los seres humanos intentaron dejar constancia de que habían “pintado algo” en esta vida.

    Conviene reparar en esta frase común que pone al mismo nivel “existir” y “pintar”. O el “arte” y la “vida”, como le gustaba airear a esa antigua vanguardia cuyo fracaso, tal vez, esté vinculado a la sublimación de una de las partes en conflicto: el arte. Al hecho constatable de que la vida -minúscula y finita- siempre “pintó poco” para ella.

    Desde esa perspectiva curricular, el arte sólo puede configurar “el peligro sin el peligro”, tal como definía José Lezama Lima a las epifanías que no alcanzaban a serlo del todo. Con ese andar en retroceso -ese Moonwalker que remeda la famosa coreografía de Michael Jackson-, el arte deja de invocar el progreso para, simplemente, aparentarlo.

    Simula que avanza, cuando en realidad no hace más que recular.

    Puede que esta sea la fórmula perfecta para que el arte consiga mantenerse a flote: como un oficio remoto que se resiste a capitular. Pero esta supervivencia no viene dada porque su relato sea superior al de otros quehaceres que han ido desapareciendo a lo largo de la historia, sino porque aún puede presumir de excepcional. Porque todavía es capaz de fingir estilos de vida (políticos, hedonistas, económicos) que le están vedados a otros mundos.

    En ese Moonwalker va percutiendo una constante conservadora que, como anticipó Oscar Wilde, no regresa al origen por el hecho de que el pasado sea mejor, sino porque no podemos cambiarlo. No es su cualidad, sino su seguridad, lo que lleva al arte a guarecerse allí.

    En cualquier caso, los defensores a ultranza del arte como una entidad eterna, tanto como sus enterradores profesionales, han perdido el tiempo. Porque si bien es verdad que ningún decreto lo hará desaparecer, también es cierto que ninguno puede garantizarle su inmortalidad.

    En caso de que el arte continuara, no parece posible que pueda hacerlo bailando al revés del tiempo y con el artista buscando cobijo en su pureza neonata.

    Y si no fuera más que un oficio perecedero, como tantos otros que en el mundo han sido, sólo podremos averiguarlo poniendo en marcha el reloj hacia adelante.

    Marcando, hacia el porvenir, su tiempo en paralelo a nuestro calendario mortal.

     

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    Iván de la Nuez
    Iván de la Nuez
    Ensayista e iconófago. Le gustan las teorías jíbaras y las novelas donde aparecen artistas. Duda entre pasarse al vodka o a la Baskerville Old Face.
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