Ruta 41. Días con coronavirus

    El martes 23 de marzo de 2021 sentí una indisposición. Había hecho una pausa en el trabajo para pasear a Bruno, bajamos a la calle, el perro tiró un poco persiguiendo un sueño y sentí un fastidio en el codo. Esa fue la primera molestia. Yo que fui un joven educado en los libros de la mexicana Siglo XXI Editores habría debido pensar con Carlo Ginzburg que se trataba de un indicio. 

    Era un síntoma, que es otro nombre del avance. Fue el primero y no estaría solo mucho tiempo. 

    Llovía sobre mojado, porque aquella era la segunda incomodidad en pocos días. El sábado anterior se había producido la primera en una reunión a la que asistí en un local muy chic de Barcelona. La irreverencia de unos amigos reunió allí con ventana cerrada a cal y canto a unas docenas de personas bien vestidas para darles de reír bien y de comer mejor. Con mis botas italianas de bailar y tropezar, yo era una de ellas. Nos testaban en la puerta para evitar que se colara un contagiado inocente. Un test ineficaz, pero eso se supo a posteriori. Mi imprudencia me llevó allí y el coro de risas me contagió. Masa y joder.

    Tal vez tenía que pasarle a quien exactamente un año antes y en esta misma revista le dedicó cuarenta crónicas al confinamiento y el terror al contagio, que el miedo lo interrogara de otra manera. A quien mostró al miedo sus dientes que castañeaban, pero animados también por la mueca dos veces hedionda del caballo que ríe, ese mismo miedo tenía que clavarle el colmillo, ese que no se le mira hasta que duele. Lo hizo.

    Horas después del primer indicio, unos escalofríos, el cuerpo roto, llamar al 061, la cita, el test. Fue en un gimnasio del barrio de Gràcia reconvertido en laboratorio de urgencia. Todos los que me precedieron en el enojoso ejercicio de que te barran humedades del cráneo con un hisopo eran llamados a cabinas de las que salían joviales como escolares. A mí me convocó una mujer salida de la nada que llevaba todos los andariveles de la protección. Era una astronauta mal vestida. Me indicó que la siguiera y me condujo por un pasillo hasta un cuarto. Había una silla sujeta al suelo a tres o cuatro metros de la mesa detrás de la que se sentó. Me acomodé en la silla de marras. Era de metal y era fea, pero le ofrecí mi trasero como a una vienesa y fin-de-siècle Thonet, porque sabía ya que hablaríamos de enojosas cuestiones que se han dirimido en todos los siglos. Ella me preguntó, no pude saber si con sorna o cara de perro detrás de la mascarilla y la pantalla: «¿Ya te habías olido que eres positivo, no?» 

    No dije nada, como cuando mamá me llevaba al psicólogo.

    «¿Qué hago ahora?», le pregunté vencido. 

    «Nada especial», respondió mi Tereshkova catalana: «Esperar y estar atento a lo que le vaya pasando a tu cuerpo». 

    Me pareció una estupenda definición de la vida. Tratar a la enfermedad como se trata a la vida, con idéntica paciencia, con el mismo susto. La dudosa gracia de este virus nacido en la China popular es que no se lo enfrenta con la razón y la ciencia hasta que no te está ya matando. De modo que me ordenó que me fuera a casa y me encerrara diez días más otros tres. Antes me había preguntado con quién vivía y si podía aislarme. E hizo una pregunta que me pareció fascinante pronunciada en el centro de Barcelona y con las queserías y las bodegas abiertas: si me veía capaz de soportar un aislamiento total. Yo no abrí la boca. Definitivamente, todas las preguntas sobre la enfermedad eran preguntas cruciales sobre la vida.

    M. me había acompañado y se quedó a testarse. Dueña enseguida de la situación, dispuso: «Tú vete a casa y no me esperes». Y yo volví despacio atravesando el barrio. Me sabía enfermo y contagioso. Lo mejor era avanzar por el medio de la calle. Tenía un kilómetro y medio por delante. Eché a andar. Quería llorar para saber qué se siente cuando el motivo es bueno de verdad y al pasar por delante de Farina & Sons en la calle Escorial quise comprar unos buñuelos. Pero habría sido criminal entrar allí y exponer a la gente, de modo que pasé de largo. Las ganas de llorar se multiplicaron exponencialmente. 

    Llegué a casa y me encerré en el espacio que ocupan el dormitorio y el estudio donde trabajo, conectados por una puerta. Son unos veinte metros cuadrados en total. Ese sería mi mundo en los días que me quedaran antes de curarme o de que, si venían mal dadas, la suerte o la debilidad de mi cuerpo me condujeran a un hospital o acaso también a la muerte. 

    Ahora Bruno y M. quedaban al otro lado, amos del resto del apartamento. En una de las crónicas del confinamiento que escribí un año atrás me ocupé de «La casa tomada», el cuento de Julio Cortázar. Ahora, con el confinamiento a escala más severa en la condición y el espacio, un aislamiento, más bien, la historia de la casa que va menguando se había vuelto tremendamente real. Si antes el miedo fue un animalito atado en el patio, ahora el temor era distinto: la bestia cautiva era yo, la correa me sujetaba a la cabecera de la cama. Y lo peor: la enfermedad me sumiría en la modorra y el sopor. Eso anticipaba en las primeras horas. 

    M. llegó con su prueba negativa. ¡Por una vez el positivo en casa era yo! ¡Estaba científicamente probado! Pero no podemos celebrarlo, pensé, negativo. Y aunque el malestar crecía, el momentáneo alivio fue grande, pero mayúsculo el reto: M. estaba sana y podría ayudarme, ayudarnos a los tres, pero conseguir que no enfermara ella también, que no la contagiara yo, se antojaba muy difícil. 

    Permítanme adelantarme un momento a lo que vendrá. Total, la sorpresa jugosa que tendría un texto como este sería que lo hubiera escrito un tipo que murió. Y no es el caso. Y lo sabes, porque no lo dice en la entradilla. Aquí está escribiendo un vivo. Uno que está vivo, quiero decir.  

    Y bien, doce días pasé encerrado. Ahora, semana y media después de escapar, recuerdo poco de aquellos días. Sus horas largas fueron una sola hora larguísima. Vistos retrospectivamente, sus días y sus noches no son ni muy claros los primeros, ni todo sombra los segundos. Son el paisaje sobre el que se dibuja la figura de un preso, preso en el espacio y el tiempo; preso de una angustia y un anhelo.     

    Encerrado, febril, tomé notas. Ahora las releo. Son las notas de un tipo que, por no convocar a la muerte, mantiene la boca cerrada. Suelta pildoritas, pero no se atreve a bocetar testamento. Es de los que cree que lo que se escribe se acaba cumpliendo. Y tiene pruebas de esa maldición. Propias y ajenas. De modo que se mantiene quieto. Sujetas las riendas. Lucha por mantener baja la fiebre: la de la reflexión también. No es que no quiera convocar a los sepultureros. ¡Es que ni a los enfermeros les quiere ver la mascarilla!

    Tomar notas me daba miedo, pero no pude resistirme a hacerlo. «Espero que estés escribiendo los Días con coronavirus», me animó un amigo. Le digo que me paralizan el miedo y la rabia. Pero sé que lleva razón y que, de hecho, ninguna razón mejor para escribir que la sospecha de que mi estado se podrá agravar.

    Así que tecleo cositas en las pantallas que me he llevado a la cama. Esta, por ejemplo, del Día #1:

    «Comenzó la fiesta, la antesala de un funeral. Estoy tumbado en la cama. Afuera hace unos 14 grados. Y está nublado. Tengo la mente embotada. He vuelto con mi resultado positivo, me he traído unos libros a la cama, pero un dolor pertinaz se está alojando detrás de los globos de mis ojos y no consigo fijar la vista más de unos instantes».

    El tipo, lo veo ahora desde la ventaja del alta, la altísima ventaja del alta, se estaba cagando de miedo. 

    Las horas se sumaron a las horas, se contaron los días. Como soy cobarde y todo parecía anticipar la desgracia, cedí a la estúpida retórica de la guerra que impuso la peste. Me veía luchando contra un agente invasor. Las huellas de la batalla eran manifiestas. Vi crecer manchas en la piel blancuzca de mis piernas de invierno. Una mañana, la del Día #4 me desvestí y me senté en la taza del inodoro y vi que los muslos tenían carne de Wagyu, esa carne veteada como el mármol. Era un paisaje impresionante el de mi carne de estatua. Aquellos bombines de mármol que el poeta Lorenzo García Vega ponía a los difuntos eran, de repente, del mismo material que mis muslos de Wagyu, japoneses y menguantes, porque era evidente que perdía peso. O masa muscular, que habría dicho el técnico.

    «Tengo que ganar esta batalla», escribí en el teléfono, como un cantautor cursi de los años de la Tricontinental. Para darme ánimos. A medida que pasaban las primeras horas, las primeras jornadas, mi enfermedad se volvía real y si antes, durante el confinamiento, manoseaba a Michel Foucault y su indagación del control y el arrinconamiento de enfermos y díscolos, ahora en el aislamiento la fiebre que me tomaba cada media hora y yo jugábamos más bien con las reglas de Jean Baudrillard y su noción de hiperrealidad, porque todo se había convertido en un cuerpo más sólido, más pequeño. Una síntesis, una destilación.

    Más notas tomadas en la celda: 

    «Salgo al estudio y me paseo frente a los libreros. Hay algo que es aún más emocionante que elegir los libros que te llevas a leer a la cama. Y es elegir los que cargas contigo pero no podrás leer. Los que solo estarán ahí para hacerte compañía. ¿Qué libros te llevarías a una isla desierta?, se suele preguntar. En estas circunstancias habría que añadir, ¿y si fueras ciego?» 

    «Febrícula y destemplanza. La segunda es una palabra de mi abuela. La primera parece el nombre de la novia que no tuve cuando atravesé aquella noche Transilvania». 

    «Lo peor es cuando entran las moscas y sobrevuelan la cama en círculos. Esgrimo el termómetro y hago molinetes con él. Pero me duelen mucho los brazos, las manos, los dedos. Las moscas se miran, o eso creo, con sus mil ojos. Se guiñan un centenar. ‘Pobre borracho’, se dicen confundidas por mi debilidad y el aroma a lejía. Tengo a veces la visión de esas moscas desde arriba, observando con su mirada nerviosa y polióptica al tipo tumbado en la cama, aterido de frío y miedo. Soy un regalo para ellas, un trofeo. Para esas moscas valgo más vivo que muerto, pienso, como les dijo aquel Che Guevara a sus verdugos. «Soy Jorge Ferrer y valgo más vivo que muerto», grito a las moscas emulando al revolucionario. Desde el otro lado de la pared, M. reacciona solícita enseguida: ‘¿Quieres la sopita ya, Papo?’»

    Siento la necesidad de callar. A la altura del Día #4, cuando cada soplido en los pulmones me parece la antesala de la debacle, le pido a M. que no dé partes a nadie. «Di que he muerto», le pido. Comento la jugada con un par de amigos, los únicos con quienes mantengo correspondencia viva, o semiviva, desde la cama caliente. Apuntan, jocosamente, los nombres de algunos que estarían encantados de escribir mi necrológica para los diarios de la tribu. La perspectiva de esa sintaxis hecha añicos sobre mi tumba me insufla fuerzas. Es un motivo rotundo para seguir vivo.

    Pero pedirle a M. que calle es condenarla a que se lo trague sola. Y eso no sería justo. De modo que no insisto. Solo de tanto en tanto, chequeo que no esté dando datos muy precisos de mi estado. Una evolución, por otra parte, que ni yo mismo consigo ordenar en un relato de éxito o catástrofe, porque los altibajos son constantes. Derrengado, adolorido, con la mente y los sentidos embotados, los días del #2 al #5 transcurren como un encadenamiento de montaña rusa con trenecito que sube. Más aún se parecen las noches en las que despierto invariablemente bañado en sudor, como si emergiera de una piscina, y me veo obligado a secarme desnudo, tiritando, antes de ponerme una muda seca, que a partir de la segunda noche, dejo a los pies de la cama.  

    Me domina también, de tanto en tanto, una insoportable sensación de vergüenza. Me avergüenza haber enfermado. Haber contraído el virus al que le conseguí hurtar el cuerpo un año entero. Con ventaja retrospectiva veo el error que cometí y me regodeo en los detalles. Es una sensación, un tormento, propio de los secuestrados. Has caído en manos de secuestradores y reconstruyes el itinerario que te llevó a la mazmorra. Las decisiones sin aparente trascendencia que tomaste y acabaron adquiriendo un peso enorme. Tumbado en la cama me entrego a la condena de ese repaso constante.

    Sin embargo, me alivia y emociona el interés que algunos pocos muestran por mi suerte. La condición de víctima viste, ya se sabe. Lo dijo bien Tsvetan Tódorov, con esa mirada profunda que tienen los que nacen en el Este de Europa. Pero yo, hipocondríaco de salón y largo stage, ahora quiero ser un hombre sano. Pienso en esa bonita expresión: «sano como una manzana». La digo en voz alta. Al poco rato, M. llama a la puerta del estudio, que es la consigna para retirar algo de comer o beber, la abro y descubro unas manzanas hermosas. No es la primera ocasión en la que sospecho que M. me espía. O que vive afuera, en el lado seguro del apartamento, con un amante que ya calcula lo que le sacará a mi biblioteca mal vendida. 

    A veces, cuando me siento más fuerte, ando de un lado a otro por el estrecho recinto donde vivo aislado. Son unos pocos pasos, pero me vigoriza darlos. Disminuido, me veo obligado a hacer pausas ante la ventana de mi dormitorio. Veo a un niño jugar al fútbol en el patio de su casa. Es incansable. En ocasiones, veo y escucho a su madre, una mujer regordeta y despeinada que le riñe. Generalmente, lo llama a comer. Advierto —imagino, más bien— que la mujer está harta de ese niño. Y hago planes, mientras calibro mi propia fiebre. La energía de ese proyecto de Messi, su incansable afán deportivo, son indicio, síntoma, de unos pulmones sanos. Los que yo podría necesitar si el coronavirus acabara comiéndome la vida. Fantaseo con la idea de secuestrar al niño, como secuestrado estoy yo. Su madre, a todas luces harta, probablemente no lo reclamaría. Los pulmoncitos de ese niño podrían ser míos, me relamo como un abyecto personaje de cómic. Vuelvo a superar la marca de los 38 Cº. Tengo una rojez en la mano, una suerte de sarpullido. Hago una foto y se la mando a M. al otro lado de la pared. «Esa mano no puede ser la tuya», teclea en el guasap. «Pero aquellos pulmoncitos sí podrían serlo», le escribo, sin contarle más. Es probable que M. también comience a estar harta de mí y haga planes. 

    Lucho contra la tentación de buscar información sobre el curso de la enfermedad. Es difícil, pero lo consigo. Me he armado de dos herramientas estadísticas. Una es un cuadro que separa en décadas las posibilidades de que el contagio de coronavirus lleve a ingresar en sala, en cuidados intensivos. Para mi década, en la que, encima, ocupo la parte baja, la posibilidad es de unos por cientos escasos, despreciables. Son números de veras alentadores y me congratulo de ello. La segunda herramienta de consuelo es un gráfico que muestra la evolución de la enfermedad en términos de carga viral y capacidad de contagio. Es el gráfico que anuncia mi libertad, el rosario con el que cuento los días que me quedan para la remisión.    

    La mayor parte del tiempo que dedico a mirar al techo, me irrita la posibilidad de morir de otra cosa que de viejo, sin que medie mi volición. Lo ridículo que resultaría morir de nada. De una gripe de mierda. Solo se muere con nobleza en la guerra o la vejez. O por medio de la puerta que es el suicidio, la más noble de las muertes, porque nos la infligimos, nos la regalamos. 

    La mañana del Día #7 despierto con el mensaje de una editorial pidiéndome que les ayude en un vídeo promocional con motivo de la fiesta del libro que se celebra en abril, ahora. Quieren que grabe un vídeo en el que simule que contacto con mañas espiritistas con Zinaída Hippius, la poetisa rusa, y le pregunte lo que se me ocurra preguntarle a una muerta. Les respondo enseguida rehusando con firmeza. ¡Sería tentar la suerte que yo, reo del coronavirus, me ponga a jugar con que hablo de tú a tú con los muertos! Zinaída podría querer que me quedara del otro lado.

    A veces aguzo el oído para escuchar lo que M. cuenta por teléfono a quienes llaman preguntando por nosotros. «Parece que perdió el olfato», escucho que le dice a alguien. Y a punto estoy de echarme a llorar. Estoy muy sensible, sí, porque comienzo a sospechar que saldré ileso y siento pena por los que no lo consiguieron. Encima, me da ánimos un suceso a 5.500 km de mi cama. Los días de la peste en mi piel, la hecatombe íntima corre paralela con una catástrofe mundial: un enorme portacontenedores ha quedado varado en el canal de Suez, cegándolo y taponando uno de los sumideros del mundo. En un primer momento, me resulta golosa la idea de que somos dos barcos varados, uno en el canal de Suez y otro en el canal de mi mala suerte. Y cuando amanezco el Día #9 la primera noticia que veo indizada en el lector de feeds es que el portador de contenedores ha sido reflotado. «Ahora me toca a mí», me digo. Esa mañana escribí muchos mensajes. Ardió el guasap. «Estoy ganando», escribía a mis amigas, como un pobre idiota.

    Como paso durmiendo la mayor parte del tiempo que no tengo la vista fija en el teléfono o el iPad viendo minutos de realidad o ficción que se lleven mis horas, ellas también repartidas, confundidas, entre la realidad y la ficción, acumulo muchos sueños. De ellos, inflamados por la fiebre y los dolores, recordaré después retazos que, como los trozos de ARN en las vacunas, voy pegando cuando despierto para armar un relato que me entretenga. Todos, no obstante, se rinden a una misma interpretación: tengo miedo de morir, de que el frágil bienestar con que sobrellevo la enfermedad dé la vuelta de repente y me vea obligado a tomar el camino del hospital, la sedación y acaso la muerte.

    También hago listas de cosas. Es una suerte de juego. Un pasatiempo: ¡nunca mejor dicho! Algunas las anoto en el teléfono. Son listas que escribo con el corazón en un puño. La lista de las cosas que añoro, ya irrecuperables. Y también la lista de lo que me perdería. 

    En la lista de lo que añoro, que voy llenando de ítems mientras la fiebre me mordisquea las axilas y las sienes como una novia traviesa: el boniatillo que me hacía mi tía Aida en Marianao; los amaneceres en Playa Baracoa aquel año en que nos quedamos en la casa de Iván con el patio dando a la bahía; el adolescente que no sabía qué haría con su vida mientras recogía setas en un bosque de abedules; las novias de los dieciséis años en aquellos primeros teatros de desnudez y drogas de laboratorio en el lado oscuro del Muro; los crepúsculos mirando al cielo de Moscú a la espera de que un hongo atómico se dibujara sobre el cielo; el Cielo; aquella peluquera en Pyongyang, todos sus dedos; el viaje en tren de París a Barcelona la noche del 23 de junio de 1994… Otra lista, la de lo que me perdería: lo de Marte, todo lo de Marte; el brillo en los ojos del niño que E. lleva en el vientre cuando yo lo lleve a una sala de cine por primera vez; otra botella de Chablis bien fría, y otra, y otra más… 

    El gráfico de marras, la enfermera que me atiende por teléfono y el espejo me han jurado que el Día #13 acaba todo. Que eche a andar. Antes de la ducha, me encaramo a la báscula. Me tiemblan las piernas. Constato que he perdido cuatro kilos. En doce días. No soy un hombre corpulento, de manera que es un peso considerable. Un 6% de la humanidad que llevaba. Tengo un montón de pelo en la cabeza y la cara, eso sí. Un algo de hombre lobo. 

    Salgo de la ducha jubiloso y hambriento. M. me había comprado una planta unos días antes de caer enfermo. Una de esas trepadoras, que llaman potus, como al presidente de los EEUU. Al verla ahora, noté que había crecido. «Veo que te has aprovechado bien, mandrágora», la acusé sonriendo. Ahí acabó todo.

    Hubo un instante en el que me dije que había enfermado. Lo tuve claro aún antes de que el hisopo me hurgara las brechas en busca del mal de estos tiempos. Y hubo otro en el que supe que me había curado. Hubo un on y hubo un off. El daño ha seguido zumbando después del off, es verdad. El paso del virus por mi cuerpo me debilitó. La enfermedad es como una experiencia de vida acelerada, porque si la mera vida y la enfermedad te conducen ambas a la muerte irremediablemente, la enfermedad es un atajo que te priva de tiempo, aunque también te lo estaría ahorrando. Y, sin embargo, cuando me despertaba en medio de la noche mojado y reluciente como un bañista y temblando como una hoja, con una gota corriendo por la mejilla que no siempre sabía si era de sudor o llanto, pensaba que tal vez sea la vida, su extraordinaria y azarosa sucesión de gozos y penas, la que sea un atajo entre dos paisajes pintados, inundados, con el color y el olor de la nada.  

    Muy provisional y muy arbitrariamente, escritas antes aquellas otras cuarenta crónicas, y forzado por la suerte a escribir ahora esta última, llamaré «Ruta 41» al callejón por el que deambulé en errantes viajes de ida y vuelta una docena de tremendas noches, aliviadas más o menos, yo siempre sospeché que con trampa, por la adánica alegría que nos regalan todas las mañanas.

    spot_img

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    «Un país se construye desde sus comunidades»

    Cuando los activistas cubanos Marthadela Tamayo y Osvaldo Navarro hablan, usan palabras como «ciudadanía», «articulación», «comunidad», «barrio» o «sociedad civil». Cualquiera diría que son términos válidos solo para las sociedades en democracia, y no para un país cerrado, donde parece que todo el mundo se marchó.

    No hay frenos para la inflación en Cuba

    La inflación oficial en Cuba se aceleró durante marzo...

    Pedro Albert Sánchez, el profe, el predicador, el prisionero

    Pedro Albert Sánchez es abiertamente «cristiano». Algo de mártir tiene. Y también de profeta. Cada una de sus acciones, consideradas «exitosas» solo en un plano simbólico, tributa al orgullo de haberse mantenido fiel a sus ideas. El profe condensa en sí mismo todo el imaginario cristiano. El sacrificio es su satisfacción.

    Economía cubana: crisis de productividad, inversión deformada, falta de divisas, descontrol...

    El gobierno cubano reconoce que aún no se concreta la implementación de las proyecciones acordadas para la estabilización macroeconómica del país. Igual admite el fracaso de la política de bancarización y que las nuevas tarifas de los combustibles aumentaron el valor de la transportación de pasajeros, tal como se había predicho.

    Cerdos

    Ruber Osoria investiga el alarido sobre el que se...

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    spot_imgspot_img

    Artículos relacionados

    La mariposa china

    Leo que el Partido Comunista de China —¿acaso lo...

    Maquetar la ausencia

    Antes de la pandemia, apenas se podía caminar por...

    Un abrazo en el parque

    Hace un año que la conozco. Quizá menos, definitivamente...

    Los Finlay, otra forma de la continuidad

    Camilo Martínez Finlay, in memoriam En las primeras jornadas de...

    6 COMENTARIOS

    1. Es realmente impresionante como Ferrer ha podido jugar con tanta creatividad en medio de las fiebres, los dolores, el aislamiento y, como el mismo relata, el miedo. Ruta 41 es un desafío al virus y un canto a la vida.

    2. George, qué susto me has pegado, leí y tiemblo de pensar en la tremenda agonía por la que tú y Marlén han pasado. Solo queda decirte Bienvenido a la vida!!
      Excelente crónica.

    3. En la Florida, la ruta 41 es la calle 8 de Miami, que se alarga y atraviesa el estado por su costa oeste. Puesto a escoger una ruta no te quedó nada mal esta. Excelente crónica!

    4. Excelente crónica, afortunadamente escrita en primera persona, con un exquisito sentido del humor. Muy linda la referencia al boniatillo de la tía Aida, a Marianao y Baracoa. Felices por tu retorno a la vida y a la escritura!

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí