Antes de la pandemia, apenas se podía caminar por la calle Obispo, uno sentía que avanzaba como dentro de esos ómnibus repletos que conectan los municipios de La Habana y hasta se cambiaba para O’Reilly u otra de las calles paralelas para llegar más rápido adonde fuera.

El señor de las banderas (Calle Obispo) /Foto: Katherine Perzant

Pero luego de la pandemia y debido a la inflación en el país, la calle Obispo se ha convertido en una calle baldía. Espaciosa. Otra calle más.

Y las filas de extranjeros entusiastas han menguado, al punto de que no se cuentan ni diez.

La mueca (Calle Obispo) / Foto: Katherine Perzant

Y ya nadie te ofrece dólares, ni dulces, ni sexo…

En su libro Un seguidor de Montaigne en La Habana, el escritor cubano Antonio José Ponte comparaba Obispo con el lecho de un río extinto, refiriéndose, por supuesto, a la inopia de la otrora calle de comercios con sus toldos rayados.

Bueno, hoy Obispo es ese mismo lecho, pero sin las piedras.

Sin el recuerdo del río.

Aquí el agua nunca corrió.

El cesto (Calle Obispo)/ Foto: Katherine Perzant

Cuando se entra a la calle Obispo, si vienes bajando desde el Parque Central, solo ves lugares cerrados.

La Moderna Poesía, cerrada.

El Ateneo Cervantes, cerrado.

La tienda de Artex que le sigue, cerrada.

Ateneo Cervantes (Calle Obispo)/ Foto: Katherine Perzant

Si, al contrario, vienes desde la Plaza de Armas, te recibe el Hotel Ambos Mundos, cerrado. Hay un portero que te responde de forma mecánica, si le preguntas cuándo reabren, que la próxima semana, todas las semanas.

El vendedor de espadas de Changó (Calle Obispo)/ Foto: Katherine Perzant.

Quedan algunos negocios de gastronomía y ventas de artículos religiosos, quedan algunas mujeres que tocan las claves anunciando suvenires y vestidos de playa, quedan algunos chicos cool que te invitan a subir a cierta terraza divina, divina, con wifi free y cervezas importadas; algunas ventas de agua de coco y mazorcas de maíz, todo por cuenta propia, donde aún se puede encontrar algo de comer. Sin embargo, algo le ha pasado a la calle, algo inexplicable que la consumió y se extiende como una cera líquida por las otras arterias de La Habana Vieja.

Maniquíes vestidos (Calle Obispo) / Foto: Katherine Perzant

Una paz espesa, traumatizante, como esa señora que carga un gatico vestido de Barbie que te enseña los dientes.

En El último lector, de Ricardo Piglia, un libro que leí hace un par de años, se habla de cierto hombre, un fotógrafo de nombre Russell, que hizo una maqueta de Buenos Aires, más bien era una máquina sinóptica donde estaba la ciudad entera. Todas las casas, todas las esquinas, con los mínimos detalles y variaciones, porque el dueño, quien se había vuelto loco, creía en su delirio que la ciudad real dependía de su réplica.

Vírgenes (Calle Obispo)/ Foto: Katherine Perzant

Si en La Habana existiera alguien así, alguien con una maqueta real de esta ciudad en su posesión, quizá podría contarnos, desde su perspectiva total, qué es eso que ya no hay en esta calle, en este país, algo que no se puede ver, detectar, porque no es otro balcón que se ha caído, otra tienda que cerró y reabrió en MLC, no son unos muros que faltan, dos ventanas selladas con bloques, ni es el nuevo hotel que se erige.

 ¿Cómo se representa la ausencia en una maqueta?

¿La dejadez?

¿Cómo se borran de una calle todas las manos que se agitaban al verte, todos los amigos?

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