Uno. En la primavera de 1989 –unos meses antes del derribo del Muro de Berlín- viajé por Europa del Este; a algunos países comunistas y “hermanos”, aunque no por mucho tiempo, de la Cuba socialista. Ese periplo –el último realizado desde tales connotaciones de hermandad- cambió mi porvenir y mi percepción del mundo; sacudió lo que quedaba de mi inocencia ideológica y, de paso, sentó las bases de un par de libros publicados más tarde: La balsa perpetua y El mapa de sal.
Acababa de regresar a Cuba desde Nicaragua, donde ya se olía el final de la experiencia sandinista. Así que, en cuestión de semanas, salí de Managua –donde me pareció vivir el pasado latinoamericano de la revolución cubana- y fui a parar a aquellas ciudades lejanas en las que se cifraba el futuro “europeo” que aguardaba a la isla.
Sofía, Moscú, Minsk, Varsovia, Bratislava, Praga…
Yo viajaba –junto a una delegación de todas las artes y la correspondiente manada de burócratas- con una exposición de fotografía cubana sobre los treinta años de la Revolución: imágenes que iban desde el retrato del Che Guevara, de Korda, hasta una serie posmodernista sobre el cementerio de la Habana. Todo, incluidos los extremos de la exposición, era una señal de principio y fin. Origen y desencadenamiento.
Por lo demás, fue un viaje muy accidentado (burocráticamente hablando), pues estos países, que antes habían sido nuestros hermanos -la Constitución cubana comenzaba con una declaración de fidelidad a la Unión Soviética-, habían entrado en una lenta aunque irrevocable transición al capitalismo.
Allí, ya no nos esperaban.
El avión cubano les parecía una rémora de su Antiguo Régimen. Y la revolución que representaba –cuya “libertad de expresión” en materia de estilos había envidiado algún que otro Estado comunista- se les había convertido en un dinosaurio (acaso un cocodrilo) ante los giros que estaban acometiendo sus respectivas sociedades. La nueva burocracia de la perestroika -que había heredado este tour de la antigua burocracia estalinista- no sabía qué hacer con aquella delegación, armada y acompañada por nuestra burocracia tropical. Había llegado para ellos el momento de girar hacia Occidente –¡aunque de allí veníamos precisamente nosotros!- y aquél avión cargado de cubanos era una nave fantasma procedente de un mundo cuyo tiempo ya empezaba a conjugarse en alguna forma del pretérito.
Los flashes quedan así en mi memoria: elecciones con Solidaridad en Polonia, la entrada de Bulgaria en la economía de mercado, la copia de todo lo occidental en Praga, un concierto de Joan Báez -¡que todavía resultaba provocador!- en Bratislava.
En el viaje desde esta última ciudad hasta Praga, me cayó al lado Serguéi Bubka -todavía soviético, todavía con su inefable pullover rojo y su aspecto rústico- con el que conversé durante la hora que duraba el vuelo y del que conseguí un autógrafo para un amigo que era fan suyo. Sus pértigas iban, por cierto, a lo largo del pasillo del avión, como si las quisiera tener a mano para cualquier contingencia.
¿Una premonición o una metáfora?
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Dos. En aquellas sociedades en transición, flotaba en el ambiente un regreso a la infancia al que no le faltaban ni peluches ni juguetes. En Moscú, los oradores espontáneos de la calle Arbat tenían, al mismo tiempo, una enorme ansiedad por gritar (fuera cual fuera el discurso, lo importante era liberar al caudal de palabras reprimido durante siete décadas), o por acudir en oleadas incontables al recién estrenado Mc Donald´s. Como si estuvieran obligados a aprender a hablar (se balbuceaba cualquier cosa en un aparente sinsentido), comer a toda hora (como corresponde a los niños ante las chucherías) o incluso empezar a caminar (apertura de las fronteras).
Desde mi perspectiva de entonces (la de alguien que nunca había visto un país del “capitalismo real”), más que una transformación, lo que experimentaba el mundo comunista era una conversión en toda la regla. Aquella gente estaba pasando, sin vaselina pero con terapia de choque, del kitsch comunista al kitsch occidental. Baste recordar la escena del oso Misha (la famosa mascota soviética) recibiendo en el aeropuerto Sheremetyevo de Moscú a Mickey Mouse.
En aquel abrazo, se fraguó algo más que una broma menor dentro del infantilismo que suelen exhibir los imperios. Entre la oreja del ratón y el hocico del oso se susurró algo más grave: el fin de cualquier formulación polémica del Nuevo Régimen hacia el capitalismo. Como si la entrada en el mundo del mercado se bastara para neutralizar cualquier capacidad crítica. Como si el ruido de los cañones enfilados hacia la represión comunista –algo más que merecido, no conviene olvidar el Gulag o las menos crudas, aunque no menos reveladoras UMAP- escondieran una táctica de distracción que impidiera apuntar con objetividad hacia el presente. Como si la catarsis, en fin, fuera suficiente para empezar la nueva vida en el fin de la historia.
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Y tres. Algo del Big Bang que representó la caída del Muro de Berlín también resonó en la isla. Sólo que el Estado jugó con la ventaja de haber visto, a distancia, la catástrofe de los otros.
Así que el año 1989 se saldó –junto a la debacle comunista en Europa del Este- con la clausura de los proyectos más interesantes de los intelectuales cubanos nacidos con la Revolución y que, a través de la cultura y el arte, habían pedido la conjunción de su crecimiento cultural con una apertura política que estuviera a la altura.
Esos intelectuales eran muy jóvenes, miembros del boom demográfico de los sesenta, configuraban el Frankenstein colectivo que el Che Guevara había definido como Hombre Nuevo y no habían conocido el capitalismo cubano… Pero nada de esto evitó que fueran enviados, en su mayoría, al destierro para inaugurar la década del noventa.
En el juego binario Revolución-Contrarrevolución, Conmigo o Contra mí, La Habana o Miami, su disonancia no estaba codificada y rompía el guion prestablecido por un campo ideológico abonado al blanquinegro.
Si querían democracia, que salieran a la intemperie del capitalismo. Si querían socialismo, podían quedarse en casa. Las dos cosas no eran combinables. Según la conclusión del ideólogo de aquel éxodo, estos jóvenes tenían “un discurso de izquierdas y un programa de derechas”. Aunque el problema no estaba tanto entre izquierdas o derechas, sino entre la cancelación del futuro casi tocado y el nuevo porvenir, desconocido, que ahora se imponía pensar.
O entre aquella ilusión por tumbar los muros que entonces impedían salir y la realidad posterior de los nuevos muros que hoy impiden entrar.